– Siglo doce -se limitó a decir para corregir lo que acababa de explicar Gray.
Había dicho que el castillo de San Giorgio había sido construido en el siglo XIV, y volvió la cabeza para ver quién había hablado. Una mujer alta, de aspecto exótico, estaba sentada a una mesa cercana a la suya, con una camiseta roja, amplia falda de algodón blanco y sandalias. Llevaba el pelo oscuro recogido en una larga coleta que le caía por la espalda, y tenía los ojos verdes y piel morena. Y, cuando Gray se volvió a mirarla, estaba riéndose.
– Perdón -dijo. -Ha sido una grosería. Es que da la casualidad de que sé que es del siglo doce, no del catorce, y creí que debía decirlo. Pero estoy de acuerdo con usted, y es uno de mis edificios preferidos en Italia, aunque solo sea por el panorama, que considero el mejor de Europa. El castillo lúe reconstruido en el siglo dieciséis y construido en el doce, no en el catorce -repitió, y sonrió. -Y también la iglesia de San Giorgio.
Reparó en las manchas de pintura de la camiseta de Gray e inmediatamente comprendió que era pintor. Había conseguido dar la información sobre el castillo sin parecer pedante, sino entendida y graciosa, y además pidió disculpas por haber interrumpido la conversación de la mesa vecina.
– ¿Es historiadora del arte? -preguntó Gray con interés.
Era una mujer muy atractiva, pero no joven ni con los requisitos necesarios según el criterio de Gray o Charlie. Aparentaba unos cuarenta y cinco años, quizá menos, y estaba con un nutrido grupo de europeos que hablaban en italiano y francés. Ella había estado hablando con fluidez en ambos idiomas.
– No -contestó a la pregunta de Gray. -Solamente una metomentodo que viene aquí todos los años. Dirijo una galería de arte en Nueva York.
Gray la miró con los ojos entrecerrados y cayó en la cuenta de quién era. Se llamaba Sylvia Reynolds, y era muy conocida en el mundillo artístico de Nueva York. Había lanzado a varios pintores contemporáneos a los que se consideraba importantes. La mayor parte de lo que vendía eran obras de vanguardia, muy diferentes de lo que hacía Gray. No había visto nunca a Sylvia, pero había leído mucho sobre ella y le impresionaba como personaje. Ella lo miró con interés y una cálida sonrisa, y también a los otros dos hombres que estaban sentados a la mesa. Parecía llena de vida, entusiasmo y energías. En un brazo llevaba un montón de pulseras de plata y turquesa, y todo en ella parecía denotar estilo.
– ¿Es usted pintor? ¿O se ha manchado al pintar su casa?
Era cualquier cosa menos tímida.
– Seguramente las dos cosas -contestó Gray, devolviéndole la sonrisa y tendiéndole una mano. -Soy Gray Hawk.
Le presentó a sus amigos; ella les sonrió y después volvió a sonreír a Gray. Respondió inmediatamente a aquel nombre.
– Me gusta su obra -dijo con un cálido tono de alabanza. -Perdone por haberlo interrumpido. ¿Están en el Splendido? -preguntó con interés, desentendiéndose momentáneamente de sus amigos europeos.
En el grupo había muchas mujeres atractivas, varios hombres muy apuestos, y una joven muy guapa que estaba hablando en francés con el hombre sentado a su lado. Adam se había fijado en ella cuando se sentaron, y no sabía qué pensar del hombre, si sería su padre o su marido. Parecían mantener una relación muy íntima, y esa parte del grupo era evidentemente francés. Sylvia debía de ser la única estadounidense, pero no parecía importarle. Se manejaba igualmente bien en francés, italiano e inglés.
– No, estamos en un barco -le explicó Gray en respuesta a la pregunta de dónde se alojaban.
– Qué suerte. Uno de esos enormes, supongo -dijo en tono burlón.
No lo dijo en serio, y al principio Gray se limitó a asentir, sin contestar. Sabía que estaba bromeando, y Gray no quería presumir. Parecía una mujer agradable, y tenía fama de serlo, a pesar de su éxito.
– En realidad hemos venido desde Francia en un bote de remos, y esta noche vamos a poner una tienda de campaña en la playa -intervino Charlie jovialmente, y ella se rió. -A mi amigo le da vergüenza contárselo. Hemos reunido dinero, lo justo para la cena, pero no nos llega para el hotel. Lo del barco era para impresionarla. Miente más que habla, sobre todo cuando una mujer le parece atractiva.
La mujer se rió, y los demás sonrieron. -Pues en ese caso me siento halagada. Se me ocurren peores sitios que Portofino para poner una tienda de campaña. ¿Viajan los tres juntos? -le preguntó a Charlie, curiosa ante aquellos tres hombres tan atractivos.
Era un trío interesante. Gray tenía aspecto de pintor, Adam parecía actor, y Charlie podía ser director o propietario de un banco. Le gustaba adivinar a lo que se dedicaba la gente, y en este caso no andaba muy descaminada. Adam tenía algo teatral y duro, y resultaba fácil imaginarlo en un escenario. Charlie parecía muy correcto, incluso con vaqueros, camiseta y mocasines de Hermés sin calcetines. No se los imaginaba como playboys. Los rodeaba un halo que parecía indicar que eran hombres acaudalados. Le resultaba más fácil hablar con Gray, porque él había iniciado la conversación, que ella había escuchado, y le había gustado lo que decía sobre la arquitectura y el arte locales. Aparte del error sobre la fecha de construcción del castillo, todo lo que Gray había dicho era inteligente y correcto, y saltaba a la vista que sabía mucho de arte.
Los amigos de Sylvia habían pagado la cuenta y estaban a punto de marcharse. Todos se levantaron; Sylvia hizo otro tanto y, al rodear la mesa, sus tres nuevos amigos se fijaron en sus espléndidas piernas. Los del otro grupo miraron y Sylvia los presentó como si conociera a Gray y a sus compañeros más de lo que realmente los conocía.
– ¿Van a volver al hotel? -le preguntó Adam a Sylvia.
La chica francesa había estado mirándolo, y Adam había llegado a la conclusión de que el hombre que la acompañaba era su padre, porque estaba coqueteando abiertamente con Adam y no mostraba gran interés por nadie más.
– Dentro de un rato. Primero vamos a dar una vuelta. Por desgracia, las tiendas están abiertas hasta las once, y hago auténticos estragos todos los años. No puedo resistirme -contestó Sylvia.
– ¿Le gustaría tomar una copa más tarde? -preguntó Gray, armándose de valor. No iba detrás de ella, pero le caía bien. Era tranquila, abierta y cálida, y quería hablar más con ella sobre el arte local.
– ¿Por qué no se vienen todos al Splendido? -Propuso Sylvia. -Nos pasamos la mitad de la noche en el bar, y seguro que nos quedamos allí hasta las tantas.
– Iremos -confirmó Charlie, y Sylvia fue a reunirse con sus amigos.
– ¡Gol! -exclamó Adam en cuanto Sylvia no pudo oírlo, y Gray negó con la cabeza,
– Tú no, imbécil. Yo. ¿No te has fijado en la chica francesa al otro extremo de la mesa? Estaba con un plasta que yo pensaba que es su marido, pero no lo creo. Me estaba haciendo ojitos.
– ¡Por lo que más quieras! -Exclamó Gray, poniendo los ojos en blanco. -Todavía te dura lo de anoche. ¡Estás obsesionado!
– Pues sí. Es muy guapa.
– ¿Quién? ¿Sylvia Reynolds?
Gray parecía sorprendido; no era el tipo de Adam. Tenía el doble de edad de las mujeres que solían gustarle. Estaba más en la línea de Gray, pero no tenía ningún interés romántico por ella, solo artístico, y como posible contacto. Era una mujer sumamente importante en el mundo artístico de Nueva York. Charlie dijo que al principio no la había reconocido, pero que ya sabía perfectamente quién era.
– No, la joven -lo corrigió Adam. -Es una monada. Parece bailarina, pero en Europa nunca se sabe. Siempre que conozco una monada, resulta que estudia medicina, derecho, ingeniería o física nuclear.