– Más te vale portarte como es debido. A lo mejor es hija de Sylvia.
Eso no habría detenido a Adam. Cuando se trataba de mujeres, era muy audaz y no tenía conciencia ni remordimientos… hasta cierto punto, claro. Pero pensaba que todas las mujeres eran blanco de acoso y derribo, a menos que estuvieran casadas. Ahí se cortaba, pero en nada más.
Como el resto de personas que estaban en el puerto, después de cenar dieron una vuelta por la plaza y las tiendas, y cerca de la medianoche subieron al hotel. Y, como había previsto Sylvia, todo su grupo se encontraba en el bar, riendo, hablando y fumando, y cuando vio entrar a los tres hombres, los saludó con la mano y una amplia sonrisa. Volvió a presentarlos a sus amigos, y a Adam le vino muy bien que el asiento junto a la chica que le gustaba estuviera libre. Adam le preguntó si podía sentarse. Ella le sonrió y asintió. Hablaba inglés estupendamente, pero por el acento Adam se dio cuenta de que era francesa. Sylvia le explicó a Gray que la joven con la que estaba hablando Adam era su sobrina. Charlie se sentó entre dos hombres, uno italiano y otro francés, y al cabo de unos minutos hablaban animadamente sobre la política estadounidense y la situación de Oriente Medio. Era una de esas conversaciones típicamente europeas que van al meollo del asunto, sin tonterías, en las que cada cual expresa abiertamente su opinión. A Charlie le encantaba ese tipo de charlas, y al poco tiempo, Sylvia y Gray también hablaban animadamente, pero sobre arte. Sylvia había estudiado arquitectura y había vivido en París veinte años. Se había casado con un francés y llevaba diez años divorciada.
– Cuando nos divorciamos, yo no tenía ni idea de qué hacer ni de dónde vivir. Él era pintor, y yo no tenía ni un céntimo. Quería volver a casa, pero ya no tenía casa a la que volver. Me crié en Cleveland, hacía tiempo que mis padres habían muerto, y no vivía allí desde la época del instituto, así que me fui a Nueva York con mis dos hijos. Conseguí trabajo en una galería del SoHo y en cuanto pude abrí una por mi cuenta, con poquísimo dinero, y aunque no podía creerlo, empezó a ir bien. Y así van las cosas, diez años después de haber vuelto allí, todavía al frente de la galería. Mi hija está estudiando en Florencia, y mi hijo está haciendo un máster en Oxford. Y yo me digo que qué demonios hago en Nueva York. -Hizo una breve pausa y le sonrió. -Háblame de tu obra.
Gray le explicó el camino que había seguido durante los últimos diez años y sus motivaciones. Sylvia entendió perfectamente a qué se refería cuando Gray le habló de las influencias en sus cuadros, A pesar de que no era la clase de arte que ella mostraba en su galería, Sylvia respetaba enormemente la postura y las obras de Gray que había visto unos años antes. Gray dijo que su estilo había cambiado considerablemente, pero a Sylvia le gustaba su obra anterior. Descubrieron que habían vivido a escasas manzanas de distancia en París prácticamente al mismo tiempo, y Sylvia dijo sin avergonzarse que tenía cuarenta y nueve años, sí bien aparentaba unos cuarenta y dos. La rodeaba un halo cálido y sensual. No parecía estadounidense, ni francesa; con el pelo recogido hacia atrás y aquellos ojos verdes resultaba muy exótica, quizá sudamericana. Parecía sentirse a gusto consigo misma, con quien era. Era solo un año más joven que Gray, y sus vidas habían ido en paralelo en muchas ocasiones. También le gustaba pintar, pero dijo que no se le daba muy bien, que lo hacía por entretenerse. Sentía un profundo respeto por el arte.
Todos se quedaron allí casi hasta las tres, y entonces los del Blue Moon se levantaron.
– Bueno, nos marchamos -dijo Charlie. Lo habían pasado muy bien aquella noche. Él había mantenido una conversación con los otros hombres durante horas. Gray y Sylvia no habían parado de hablar todo el rato, y aunque la sobrina de Sylvia era innegablemente una chica muy guapa, Adam se enfrascó en una conversación con un abogado de Roma y disfrutó del acalorado debate incluso más que de coquetear con la chica. Fue una noche estupenda para todos y los invitados se despidieron con pesar.
– ¿Os gustaría pasar el día en el barco mañana? -preguntó Charlie, dirigiéndose a todo el grupo, y ellos asintieron sonrientes.
– ¿Todos en un bote de remos? -replicó Sylvia en tono burlón. -Bueno, supongo que podemos hacer turnos.
– Intentaré encontrar algo más adecuado para mañana -prometió Charlie. -Os recogemos en el puerto a las once.
Les anotó el teléfono del barco, por si había cambio de planes. Se despidieron como si ya fueran grandes amigos, y el trío parecía encantado mientras bajaba la cuesta hacia la lancha que los esperaba en el puerto. Era eso precisamente lo que les gustaba de viajar juntos. Se divertían y conocían a personas interesantes. Los tres coincidieron en que aquella noche había sido una de las mejores que habían pasado.
– Sylvia es una mujer increíble -comentó Gray en tono de admiración, y Adam se echó a reír.
– Bueno, por lo menos sabes que no te atrae -dijo Adam cuando llegaron al puerto.
La lancha los esperaba con dos miembros de la tripulación. Estaban de servicio a todas horas cuando Charlie y sus amigos se encontraban en el barco.
– ¿Cómo sabes que no me atrae? -preguntó Gray, divertido. -Bueno, la verdad es que no, pero me gusta su cabeza. Lo he pasado muy bien hablando con ella. Es increíblemente honrada e inteligente con el mundillo del arte de Nueva York. No es ninguna imbécil.
– Ya lo sé. Me di cuenta cuando hablaba contigo, y si sé que no te atrae es porque no está loca. Parece de lo más normal. No la amenaza nadie, no me da la impresión de que soporte que nadie la maltrate ni de que se le hayan acabado las recetas de la medicación para la psicosis. No creo que te vayas a enamorar de ella, Gray. Ni de coña -dijo Adam.
Sylvia no tenía nada que ver con las mujeres con las que solía enrollarse Gray. Parecía muy cabal, totalmente cuerda, más cuerda que la mayoría de las mujeres, la verdad.
– Nunca se sabe -dijo Charlie en tono filosófico. -En un sitio tan romántico como Portofino pueden ocurrir cosas de lo más románticas.
– No tan romántico, a no ser que esa mujer tenga un ataque de nervios mañana a las once -replicó Adam.
– Sí, a lo mejor tiene razón -dijo Gray con toda sinceridad. -Siento una terrible debilidad por las mujeres que necesitan ayuda. Cuando el marido de Sylvia la abandonó y se fue con otra, ella se trasladó con sus hijos a Nueva York, sin un céntimo. Dos años más tarde dirigía una galería de arte, que ahora es de las más conocidas de la ciudad. Esa clase de mujeres no necesitan que las rescate nadie, Gray se conocía muy bien, como lo conocían sus amigos, pero Charlie mantenía la esperanza, como siempre, incluso sobre sí mismo,
– Pues no te vendría mal un cambio -dijo Charlie, sonriendo.
– Preferiría ser su amigo -repuso Gray con sensatez. -La amistad dura más.
Mientras volvían al barco, Charlie y Adam le dieron la razón; después se despidieron y cada cual se fue a su camarote. Había sido una noche estupenda.
Mientras los tres amigos estaban terminando de desayunar, el grupo subió a bordo. Charlie los llevó por todo el barco y poco después se hicieron a la mar. Estaban todos impresionados por el lujo de la embarcación.
– Charlie me ha contado que viajáis los tres juntos durante un mes todos los años. Qué maravilla -dijo Sylvia, sonriendo a Gray mientras los dos tomaban Bloody Mary sin alcohol.
Gray había llegado a la conclusión de que sería más divertido hablar con Sylvia estando sobrio. Ninguno de los tres amigos tenía problemas con el alcohol, pero pensaban que cuando estaban en el barco bebían demasiado, como adolescentes traviesos que se hubieran librado de sus padres. Con Sylvia, ser adulto parecía un reto. Era tan inteligente y ejercía tal control sobre todo que no quería sentirse embotado cuando hablaba con ella. Estaban enfrascados en una conversación sobre los frescos italianos del Renacimiento cuando el barco se detuvo y fondeó.