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A la mañana siguiente, subiendo la colina hacia la iglesia de San Giorgio, Gray comprobó que Charlie tenía razón con respecto a Sylvia.

– ¿No estás casada? -le preguntó Gray con cierta cautela, y también con curiosidad, sobre todo por lo que ella sabía de la iglesia. Sylvia era una mujer interesante, y él quería ser amigo suyo.

– No, pero lo estuve -respondió ella sosegadamente. -Al principio me encantó, pero no tengo muy claro si volvería a hacerlo. A veces pienso que lo que quiero es más el modo de vida y el compromiso que al hombre en sí mismo. Mi marido era pintor y un narcisista de pies a cabeza. Él lo era todo. Yo lo adoraba, casi tanto como él se adoraba a sí mismo. Para él no existían nadie ni nada más -dijo con toda naturalidad. No tenía un tono amargo; simplemente había terminado con aquel asunto, y Gray lo notó en su voz, -Ni los niños, ni yo, ni nadie. Era él y solamente él. Y al cabo del tiempo, eso aburre. De todos modos, aún seguiría casada con él si no me hubiera dejado para irse con otra. Tenía cincuenta y cinco años cuando me dejó, yo treinta y nueve, y según él, estaba hecha un asco. La chica con la que se fue tenía diecinueve. La verdad, para mí fue un golpe. Se casaron y tuvieron tres hijos más en tres años, y después también la dejó a ella. Al menos yo le duré más. Lo tuve veinte años, y ella cuatro.

– Supongo que la dejó por una cría de doce, ¿no? -le espetó Gray, enfadado no por él, sino por ella. Le parecía algo espantoso, sabiendo lo que ya sabía de Sylvia, que había vuelto a Nueva York sin un céntimo, con dos hijos y sin ninguna ayuda del marido.

– No. La última tenía veintidós, demasiado mayor para él. Yo también tenía diecinueve cuando nos casamos y estudiaba en París. Las dos últimas eran modelos.

– ¿Ve a tus hijos?

Sylvia titubeó antes de contestar y negó con la cabeza. La respuesta debió de resultarle dolorosa.

– No. Los vio dos veces en nueve años, y a ellos les resultó difícil. Murió el año pasado. Eso deja sin resolver un montón de cosas para mis hijos, como por ejemplo si significaban algo para él. Para mí fue muy triste. Yo lo quería, pero eso es lo que pasa con los narcisistas. Al fin y al cabo, solo se quieren a sí mismos, no les sale de dentro querer a nadie más.

Lo dijo con sencillez, con lástima pero sin rencor. -Creo que yo he conocido mujeres así-replicó Gray, Ni siquiera intentó explicarle a Sylvia qué extremos de locura había soportado en su vida amorosa. Le habría resultado imposible, y probablemente se habría reído de él, como todos los demás. Para él, la locura era algo cotidiano en su vida doméstica. -¿Y nunca quisiste volver a intentarlo con otra persona?

Sabía que se estaba metiendo donde no lo llamaban, pero le daba la impresión de que a ella no le importaba. Sylvia era extraordinariamente honrada y abierta, y Gray admiraba esas cualidades. Tenía la sensación de que no había oscuros secretos, planes ocultos ni confusión en su cabeza sobre sus sentimientos, sus deseos o sus creencias. Pero inevitablemente habrían quedado cicatrices. A su edad, todo el mundo las tenía; nadie estaba exento.

– No, no he querido volver a casarme. No le veo mucho sentido, a mi edad. No quiero más hijos, al menos no míos, aunque no me importaría si fueran hijos de otra persona. El matrimonio es una institución respetable, y yo creo en él, al menos para esos objetivos, pero ya no sé si creo en él para mí. Probablemente no. No creo que tuviera valor para repetir. Después de divorciarme Viví con un hombre durante seis años. Era una persona extraordinaria, y un gran artista, escultor. Sufría terribles depresiones y se negaba a recibir tratamiento. Era alcohólico, y su vida un desastre. De todos modos yo lo quería, pero era algo imposible, sencillamente imposible.

Sylvia guardó silencio y Gray observó su cara. Su expresión denotaba una angustia latente, y él quería saber por qué. Tenía la sensación de que, para conocerla, también tenía que saber aquello.

– ¿Lo dejaste? -preguntó, de nuevo con cierta cautela, como cuando iban camino de la iglesia.

– No, no lo dejé, y quizá debería haberlo hecho. Quizá hubiera dejado de beber, o hubiera tomado la medicación, o quizá no. Es difícil saberlo.

Sylvia parecía triste, pero también tranquila, como si hubiera aceptado una tragedia terrible y una pérdida inevitable,

– ¿Te dejó él?

Gray no podía imaginarse a nadie haciendo semejante cosa, y desde luego, no dos veces. Pero había personas muy extrañas en el mundo, que perdían oportunidades, se hacían daño a sí mismas y destruían vidas. No se podía hacer nada por ellas. Lo había aprendido en el transcurso de los años.

– No. Se suicidó, hace tres años -respondió Sylvia en voz baja. -Tardé mucho tiempo en superarlo, en aceptar lo que había ocurrido, y también lo pasé mal cuando el año pasado murió Jean-Marie, el padre de mis hijos, Fue como volver a vivirlo todo; eso es lo que pasa con el dolor. Pero ocurrió, y yo no pude cambiar nada, a pesar de lo mucho que lo quería. Ya no podía más, y yo no pude hacerlo por él. Es muy duro vivir en paz con una cosa así.

Pero, por su tono de voz, Gray comprendió que lo había conseguido. Había pasado por muchas cosas y había llegado hasta el otro extremo. Solo con mirarla, Gray sabía que era una mujer con voluntad de sobrevivir. Sintió deseos de rodearla con los brazos, de abrazarla, pero no la conocía lo suficiente y no quería compartir su pena. No tenía derecho a hacerlo.

– Lo siento -dijo con dulzura y toda la emoción que sentía. Tras las mujeres dementes con las que había estado, que transformaban cualquier momento en un drama, al fin conocía a una cuerda que había vivido auténticas tragedias y se había negado a dejarse destruir. Si acaso, había aprendido de ellas y había madurado.

– Gracias.

Sylvia le sonrió mientras entraban en la iglesia. Se quedaron sentados en silencio largo rato y después recorrieron la iglesia, por dentro y por fuera. Era un hermoso edificio del siglo XII, y ella le señaló cosas en las que Gray no se había fijado nunca, a pesar de haber estado allí muchas veces. Pasaron otras dos horas hasta que empezaron a bajar tranquilamente hacia el puerto.

– ¿Cómo son tus hijos? -preguntó Gray con interés. Le despertaba curiosidad la Sylvia madre, tan independiente e íntegra como parecía. Suponía que sería buena madre, aunque no le gustaba pensar en ella en esos términos. Prefería pensar en ella tal y como la conocía, como su amiga.

– Inteligentes, encantadores -contestó Sylvia con honradez, orgullosa y sonriente. -Mí hija es pintora y estudia en Florencia. Mi hijo es especialista en historia de la antigua Grecia. En algunos sentidos es como su padre, pero gracias a Dios tiene un corazón más noble. Mi hija ha heredado su talento, pero nada más de esa parte del banco genético. Se parece mucho a mí. Es capaz de muchas cosas. Espero que algún día se haga cargo de la galería, pero no estoy segura. Tiene su propia vida, pero la genética es algo alucinante. En mis hijos veo a nosotros dos y una mezcla de lo que ellos son en sí mismos. Pero la historia y la ascendencia son omnipresentes, incluso en los sabores de los helados que les gustan o los colores que prefieren. Después de haber criado dos hijos, siento un profundo respeto por la genética. No estoy segura de que lo que hagamos como padres tenga ninguna influencia.

Entraron en un pequeño establecimiento y Gray invitó a Sylvia a tomar un café. Se sentaron, y entonces Sylvia le dio la vuelta a la tortilla.

– Bueno, ahora cuéntame tú. ¿Por qué no tienes mujer ni hijos?

– Tú acabas de decirlo. Cuestión de genética. Me adoptaron, no tengo ni idea de quiénes eran mis padres ni lo que yo voy a transmitir. Me horroriza. ¿Y si entre mis antepasados hubiera un asesino en serie? ¿Acaso quiero cargarle a alguien una cosa así? Además, de niño llevé una vida de locos. Crecí pensando que la infancia era una especie de maldición, y no podría hacerle el mismo daño a nadie.