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– Sí, nos marchamos mañana -contestó Sylvia tranquilamente, también triste por dejar a Gray, lo que la ponía un poco nerviosa. Aunque a su terapeuta le había dicho que estaba preparada para conocer a alguien, ahora que lo había conocido solo quería echar a correr antes de que volvieran a hacerle daño. Pero ella también quería volver a verlo antes de que eso sucediera. Le sonrió, con un extraño tira y afloja en su cabeza. -Vamos a pasar el fin de semana en Cerdeña, después tengo que ir a París a ver a unos pintores y la semana siguiente la pasaré con mis hijos, en Sicilia. Volveré a Nueva York dentro de dos semanas.

– Yo, dentro de tres -replicó Gray, mirándola radiante. -Creo que nosotros también iremos a Cerdeña este fin de semana. Si Charles y Adam estaban de acuerdo, él también quería marcharse de Portofino en cuanto se fuera Sylvia.

– Pues es una suerte -dijo Sylvia sonriente, sintiéndose joven de nuevo. -¿Por qué no venís los tres a cenar con nosotros en el puerto esta noche? Buena pasta y vino malo, no de la clase a la que vosotros estáis acostumbrados.

– No creas. Si vienes a cenar a mi casa, te serviré el matarratas que suelo beber yo.

– Yo llevaré el vino. -Volvió a sonreírle. -Tú puedes cocinar. Yo soy un desastre en la cocina.

– Bien. Me alegra que haya algo que no sepas hacer. Según dicen, cocino medianamente bien: pasta, tacos, burritos, estofado, carne rellena, ensaladas, crema de cacahuete y gelatina, tortitas, huevos revueltos, macarrones con queso… Eso es todo.

– Tortitas. Me encantan. A mí siempre se me queman y no hay quien se las coma.

Se echó a reír y Gray sonrió al pensar en cocinar para ella.

– Estupendo. Yo quiero a Lucy y tortitas. ¿Qué clase de helado para el postre? ¿De chocolate o de vainilla?

– De menta con trocitos de chocolate, de moras o de nueces con plátano -contestó Sylvia con firmeza.

Empezaba a gustarle cómo se sentía con Gray. Le daba miedo pero al mismo tiempo se sentía a gusto. La montaña rusa de la vida. No montaba en ella desde hacía tiempo, y de pronto se dio cuenta de lo mucho que la había echado en falta. Hacía años que no conocía a un hombre que la atrajera, y aquel sí la atraía.

– Vaya por Dios. Helado de diseño, ¿Qué tiene de malo el helado de vainilla?

– Si te vas a poner así, yo llevaré el helado y el vino.

– Y no te olvides de las palomitas -le recordó Gray. No sería nada de lujo, pero sabía que lo pasaría bien. Como con todo lo que hiciera con ella, como haber ido a San Giorgio aquel día. Había estado muy bien. -¿A qué hora es la cena de esta noche? -preguntó mientras volvía a abrazarla. Fue un gesto amistoso, nada que pudiera asustarla ni comprometerlos a algo más que una cena relajada en casa de Gray. Lo demás ya se descubriría y se decidiría más adelante, si a los dos les parecía bien. Gray así lo esperaba.

– A las nueve y media, en Da Puny. Hasta entonces. -Sylvia sonrió, se despidió con la mano y entró en el hotel. Gray bajó con brío hasta el puerto, donde lo esperaba la lancha con un miembro de la tripulación. Fue sonriendo todo el camino hasta el barco, y seguía sonriendo cuando Charlie lo vio subir a bordo. Era la una, y lo estaban esperando para comer.

– Mucho tiempo has pasado en una iglesia con una mujer que apenas conoces -comentó Charlie con gesto pícaro al ver a su viejo amigo. -¿Te has declarado?

– A lo mejor debería haberlo hecho, pero resulta que no. Además, tiene dos niños, y sabes que detesto a los niños.

Charlie se echó a reír ante semejante respuesta, y no pudo tomársela en serio.

– No son niños, son adultos. Además, Sylvia vive en Nueva York, y los chicos en Italia e Inglaterra. Creo que estás a salvo. -Sí, puede, pero los hijos siempre siguen siendo hijos, tengan la edad que tengan.

Los asuntos familiares no era precisamente lo que más le gustaba a Gray, y Charlie lo sabía. Gray les dijo lo de la invitación a cenar aquella noche, y a todos les pareció bien, pero Adam se puso más serio que Charlie con Gray.

– ¿Habéis empezado a enrollaros o algo? -le preguntó con aire suspicaz.

Gray hizo como si se lo tomara a broma. No estaba dispuesto a compartir sus sentimientos con ellos. Todavía no había pasado nada. Le gustaba Sylvia, y esperaba que también él a ella. No había nada que decir.

– Ojalá. Tiene unas piernas preciosas, pero un defecto imperdonable, desde mi punto de vista.

– ¿Y en qué consiste? -preguntó Charlie con mucho interés. Los defectos de las mujeres lo fascinaban, lo obsesionaban.

– Está cuerda. Me temo que no es mi tipo.

– Ya lo sabía yo -apostilló Adam.

Gray les dijo que el grupo de amigos de Sylvia salía hacia Cerdeña al día siguiente, algo que también les gustó. Portofino era muy agradable, pero todos coincidieron en que resultaría menos divertido cuando los demás se marcharan. Charlie propuso que zarparan aquella noche después de cenar. Si partían a medianoche, podían llegar a Cerdeña la noche siguiente, a la hora de cenar. Sería divertido volver a ver a aquel grupo en Porto Cervo y pasarían un fin de semana estupendo. Y, en caso de que cambiara de opinión, Adam tendría una oportunidad más de hacer otra intentona con la sobrina de Sylvia. Pero, aun sin eso, disfrutarían de la compañía del grupo. Encajaban estupendamente.

Charlie explicó los planes al capitán, quien accedió a organizar a la tripulación. Las travesías nocturnas eran más cómodas para los pasajeros, pero más duras para la tripulación, a pesar de lo cual las hacían con frecuencia. El capitán dijo que dormiría mientras Charlie y sus invitados cenaban y que zarparían en cuanto volvieran a bordo. Llegarían a Cerdeña al día siguiente, con tiempo de sobra para la cena.

Gray se lo contó a Sylvia aquella noche, y ella le sonrió, preguntándose qué les habría dicho a los demás y un poco avergonzada por la atracción que sentía hacía él. Hacía años que no sentía nada parecido, y no estaba dispuesta a que Gray se enterase, pero se daba cuenta de que sus sentimientos eran correspondidos, que a él también le gustaba. Volvía a sentirse como una niña.

Después de cenar pasaron un buen rato. Sylvia estaba sentada enfrente de Gray, pero nada de lo que dijo ni de lo que hizo desveló lo que sentía por él. Cuando se despidieron le dio un beso en ambas mejillas, como a los otros dos, y quedaron en verse para cenar en el Club Náutico de Porto Cervo la noche siguiente. Gray se volvió a mirarla mientras se alejaban, pero ella no. Iba hablando animadamente con su sobrina; se pararon a comprar un helado en la plaza, y Gray volvió a observar que Sylvia tenía un cuerpo precioso. Y además, un cerebro extraordinario. No sabía qué le gustaba más.

– Le gustas -comentó Adam mientras subían a la lancha.

Le recordaba la época del instituto, y Charlie se rió de los dos.

– A mí también me gusta -replicó Gray como sin darle importancia al sentarse y mirar hacia el Blue Moon, que los estaba esperando.

– Quiero decir que le gustas de verdad. Creo que quiere irse a la cama contigo.

– No es esa clase de mujer-replicó Gray impertérrito, queriendo proteger a Sylvia de los comentarios de Adam. De repente le parecieron irrespetuosos.

– A mí no me vengas con esas. Es una mujer muy guapa, y con alguien tendrá que acostarse. Podrías ser tú perfectamente. ¿O te parece demasiado mayor? -preguntó Adam, y Gray negó con la cabeza.

– No es que sea demasiado mayor, sino que está demasiado cuerda. Ya te lo he dicho.

– Sí, supongo que sí. Pero incluso a las mujeres cuerdas les gusta que se las tire alguien.

– Lo tendré en cuenta, por si acaso conozco a otra -repuso Gray, sonriendo a Charlie, que lo observaba con interés. También él empezaba a preguntarse si habría algo entre ellos.

– No te preocupes. No la vas a conocer.

Adam se echó a reír mientras los tres subían a bordo del Blue Moon. Después, Charlie les sirvió una copa de coñac antes de acostarse. Mientras estaban sentados en la popa, la tripulación levó anclas y zarparon. Gray se quedó un rato contemplando el rielar de la luna sobre el agua, pensando en Sylvia en su habitación del hotel y deseando estar allí. No creía que pudiera tener tanta suerte como para que le ocurriese una cosa así, pero a lo mejor algún día sí. En primer lugar habían quedado para tomar tortitas y helado en Nueva York. Y después… quién sabe. Antes, el fin de semana en Cerdeña. Por primera vez desde hacía mucho tiempo volvía a sentirse como un chaval. Un chaval de cincuenta y un años, con una chica de cuarenta y nueve absolutamente increíble.