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En Nueva York hacía un calor bochornoso, y Charlie llegó a última hora de la tarde. Pasó rápidamente por la aduana, al no tener nada que declarar. De su despacho habían enviado un coche que lo estaba esperando, y mientras se aproximaban al centro lo deprimió la lobreguez de Queens. Todo parecía sucio, la gente parecía acalorada y cansada, y cuando abrió la ventanilla, fue como si el aire contaminado por los humos y los gases de los coches le diera una bofetada apestosa en plena cara. Bienvenido a casa.

Las cosas estaban aún peor cuando llegó a su apartamento. El servicio de limpieza lo había aireado, pero olía a humedad y parecía triste. No había flores, ni señal de vida por ninguna parte. Tres meses era mucho tiempo. El correo lo esperaba en el despacho, lo que no le habían enviado a Francia. Había comida en la nevera, pero nadie para prepararla, y además, no tenía hambre. No había recados en el contestador. Nadie sabía que iba a volver y, lo que era peor, a nadie le importaba. Por primera vez, en aquel apartamento vacío, Charlie se planteó qué iba mal consigo mismo y con sus amigos. ¿Era aquello lo que querían? ¿Era aquello a lo que aspiraba Adam, con sus constantes esfuerzos por no atarse a nadie y salir con jovencitas tontas? ¿En qué demonios estaban pensando? Difícil respuesta a esa pregunta. No se había sentido tan solo como aquella noche en toda su vida.

Durante los últimos veinticinco años había pasado a las mujeres por el tamiz como si fueran harina, en busca de una imperfección minúscula, como una mona que despioja a su hijo. É indefectiblemente la encontraba y tenía una excusa para desecharlas. Y allí estaba, un lunes por la noche, en un apartamento vacío, contemplando Central Park y a las parejas que paseaban por allí cogidas de la mano o mirando los árboles tumbados en la hierba. Sin duda, ninguno de ellos era perfecto. ¿Por qué se conformaban y él no? ¿Por qué todo tenía que ser perfecto en su vida, y por qué no encontraba a una mujer lo suficientemente buena para él? Habían pasado veinticinco años desde la muerte de su hermana, y treinta desde la de sus padres, en Italia. Y durante todos esos años había montado guardia sobre su vida vacía, observando con ojo avizor la llegada de los bárbaros a sus puertas. Muy a su pesar, empezaba a preguntarse si no sería hora de dejar entrar a uno de los bárbaros. Por mucho miedo que le hubiera inspirado hasta aquel momento, quizá al final supondría un alivio.

CAPÍTULO 05

A pesar del deseo de parecer más indiferente, Gray llamó a Sylvia la misma noche que volvió a Nueva York, el primero de septiembre. Era el puente del día del Trabajo, y pensó que a lo mejor estaría fuera. Comprobó aliviado que no era así. Sylvia pareció sorprenderse al oír su voz, y Gray se preguntó si la habría oído mal, o interpretado mal, si estaría haciendo lo que no debía.

– ¿Estás ocupada? -preguntó nervioso. Sylvia parecía distraída y no muy contenta.

– Nos perdona. Es que se me sale el agua en la cocina y no tengo ni idea de qué hacer con el maldito chisme.

En su edificio todo el mundo se había marchado durante el puente.

– ¿Has llamado al vigilante?

– Sí, pero su mujer va a dar a luz esta noche. Y el fontanero al que he llamado dice que no puede venir hasta mañana por la tarde, a doble precio porque estamos en vacaciones. Y el vecino de abajo me ha llamado para decirme que está goteando por el techo de su casa.

Parecía desesperada, algo que al menos le resultaba conocido a Gray. Su especialidad eran las damas en apuros.

– ¿Qué ha pasado? ¿Ha empezado así por las buenas o has hecho algo?

La fontanería no era su especialidad, pero tenía idea del funcionamiento mecánico de las cosas, y Sylvia no. Los arreglos de fontanería eran una de las pocas cosas que no sabía hacer.

– Pues… -se rió, avergonzada, -la verdad es que se me cayó un anillo por el fregadero e intenté desmontar el dichoso trasto antes de que acabara en las alcantarillas de Manhattan. Rescaté el anillo, pero no sé qué pasó después que no fui capaz de volver a montarlo rápidamente y tengo una buena inundación. No tengo ni idea de qué hacer.

– Dejar el apartamento. Buscar otro inmediatamente -le propuso Gray, y Sylvia se rió.

– Gracias por tu ayuda. Creía que eras experto en rescates. Ya veo que no.

– Yo soy especialista en mujeres neuróticas, no en fontanería. Tú estás demasiado sana. Avisa a otro fontanero. -De repente se le ocurrió una idea mejor. -¿Quieres que vaya?

Acababa de llegar del aeropuerto, hacía diez minutos. Sin molestarse siquiera en mirar el correo, había ido directamente al teléfono para llamarla.

– No sé por qué, pero me da la impresión de que tú tampoco sabes qué hacer. Además, estoy hecha un asco. Ni siquiera me he peinado.

Había pasado todo el día en casa, atendiendo el papeleo y haciendo el crucigrama del Times del domingo. Era uno de esos días de vagancia, sin nada importante que hacer. A veces era agradable quedarse en la ciudad mientras todos los demás estaban fuera, aunque al final del día la soledad normalmente podía con ella, sin nadie con quien hablar, por lo que le gustó oír la voz de Gray.

– Yo también estoy hecho un asco. Acabo de bajarme del avión. Además, seguro que tú tienes mejor aspecto de lo que crees. -¿Cómo iba a estar ella hecha un asco? Solo se la podía imaginar preciosa, incluso sin peinar. -Mira, tú te peinas y yo me ocupo del fregadero. O yo te puedo peinar y tú ocuparte del fregadero. Podemos hacer turnos.

– Estás loco -replicó Sylvia, divertida. Había sido un domingo de aburrimiento y soledad en un fui de semana festivo, y le encantaba hablar con él. -Vale. Si arreglas el fregadero, yo te invito a pizza. O a comida china, lo que prefieras.

– Decide tú. Yo he comido en el avión. Voy a ponerme la ropa de fontanero y estaré allí dentro de diez minutos. Aguanta hasta entonces.

– ¿Estás seguro?

Sylvia parecía un poco avergonzada, pero contenta.

– Estoy seguro.

Era una forma sencilla de volver a verse. Sin angustia, sin preocuparse por ponerse la ropa adecuada, sin las incomodidades de la primera cita, A Sylvia se le inundaba el fregadero y estaba sin peinar. Gray se lavó la cara, se cepilló los dientes, se afeitó, se puso una camisa limpia y salía por la puerta al cabo de diez minutos. Diez minutos después estaba ante la puerta de Sylvia, que vivía en un loft al sur de su casa, en el SoHo. Habían renovado el edificio y tenía un aire muy elegante. Sylvia vivía en la última planta, y las obras de arte que Gray empezó a ver nada más salir del ascensor parecían serias e impresionantes. No eran del mismo estilo que el suyo, pero sabía que eso era lo que Sylvia vendía. Su colección privada contaba con grandes pintores, que a Gray le llamaron la atención inmediatamente. Por el aspecto del apartamento, saltaba a la vista que tenía muy buen gusto.

Sylvia se había tomado las mismas molestias que éclass="underline" se había lavado la cara, peinado, cepillado los dientes y se había puesto una camiseta limpia. Por lo demás, iba descalza, en vaqueros, y al ver a Gray pareció alegrarse. Le dio un rápido abrazo y lo miró de pies a cabeza.

– No tienes pinta de fontanero.

– Lo siento, es que no he encontrado el mono. Tendrás que conformarte con esto. -Llevaba zapatos buenos y vaqueros limpios. -¿Has cerrado la llave de paso del agua? -preguntó mientras Sylvia lo llevaba hacia la cocina. Era todo de granito negro y cromo, un sitio precioso, y Sylvia le dijo que ella había diseñado la mayor parte.

– No -contestó Sylvia, perpleja. -No sé cómo se hace.

– Vale -dijo Gray en un murmullo, y se metió debajo del fregadero. Caía un chorro de agua hasta el armario, y Sylvia había puesto toallas en el suelo. Gray se arrodilló para buscar la llave de paso y le pidió a Sylvia una llave inglesa. Ella se la dio, y un minuto más tarde dejó de salir el agua. Problema resuelto, o al menos bajo control, de momento. Gray se levantó con una amplia sonrisa y los pantalones mojados de rodillas para abajo.