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Casarse con Charles Harrington habría sido un golpe maestro para cualquiera; pero, al igual que el apuesto príncipe del cuento de hadas, había recorrido el mundo entero en busca de la mujer adecuada, de la mujer perfecta, y solo encontraba mujeres preciosas que al principio parecían atractivas y encantadoras pero siempre tenían un defecto imperdonable que lo echaba para atrás justo antes de llegar al altar. A ellas las hundía tanto como a él. Todos sus planes de casarse y tener hijos habían fallado. A los cuarenta y seis años seguía soltero, y no por su culpa, según decía. Dondequiera que se escondiera la mujer perfecta, él estaba decidido a encontrarla, y tenía la certeza de que la encontraría, tarde o temprano. Lo que no sabía era cuándo. Y, a pesar de tantas impostoras que se hacían pasar por mujeres perfectas, él era capaz de detectar los defectos imperdonables en cada ocasión. Lo único que lo consolaba era no haberse casado con quien no debía. No iba a permitir que eso ocurriera, y se sentía agradecido de que hasta la fecha no hubiera ocurrido. Siempre estaba pendiente de esos defectos, y era implacable. Sabía que la mujer adecuada tenía que estar en alguna parte, y que sencillamente aún no la había encontrado, pero que algún día daría con ella.

Se hallaba sentado con los ojos cerrados y la cara al sol, mientras dos camareras le servían el desayuno y la segunda taza de café. La noche anterior había bebido varios martinis y antes champán, pero se sentía mejor tras haber nadado un poco antes de sentarse a desayunar. Nadaba con gran energía y practicaba el surf con habilidad. En Princeton había sido capitán del equipo de natación. A pesar de su edad le encantaban los deportes. Esquiaba estupendamente, jugaba al squash en invierno y al tenis en verano. El deporte no solo contribuía a mantenerlo sano, sino que gracias a él tenía el cuerpo de un hombre mucho más joven. Era increíblemente apuesto; alto, delgado, con una cabellera rubia a la que no asomaban las escasas canas que habían aparecido en el transcurso de los años. Tenía los ojos azules y, tras un mes en el barco, estaba muy bronceado. Era un hombre extraordinariamente guapo, y, en cuestión de mujeres, las prefería rubias, altas, delgadas y aristocráticas. No solía pensar en ello, pero su madre y su hermana eran altas y rubias.

Su madre era de una belleza espectacular, y su hermana había sido estrella del tenis en la universidad hasta que lo dejó para ocuparse de él. Sus padres habían muerto en un choque frontal durante unas vacaciones en Italia, cuando él tenía dieciséis años. Su hermana, que tenía veintiuno, había abandonado Vassar en el primer curso y había vuelto a casa para asumir las responsabilidades familiares en ausencia de sus padres. A Charlie aún se le llenaban los ojos de lágrimas al pensar en su hermana. Ellen decía que acabaría sus estudios cuando los empezara él, al cabo de dos años. Era un sacrificio que estaba más que dispuesta a hacer por su hermano.

Era una mujer extraordinaria, y Charlie la adoraba. Pero cuando se fue a la universidad, aunque él no lo sabía y su hermana no le dijo nada, Ellen estaba enferma. Consiguió ocultarle la gravedad de su enfermedad durante casi tres años. Decía que tenía demasiado que hacer en la fundación para volver a la universidad, y él le creyó. En realidad tenía un tumor cerebral, contra el que luchó valientemente. Los médicos habían decidido desde el principio que no se podía operar, debido a su localización. Ellen murió a los veintiséis años, unos meses antes de que Charlie se graduara en Princeton. Nadie asistió a su ceremonia de graduación. Con sus padres y su hermana muertos, se quedó prácticamente solo en el mundo, con una inmensa fortuna y un gran sentido de la responsabilidad por todo lo que le habían dejado sus padres.

Se compró el primer velero poco después de acabar los estudios y viajó por todo el mundo durante dos años. Raro era el día en que no pensara en su hermana y en todo lo que había hecho por él. Incluso había abandonado la universidad y había estado a su lado en todos los sentidos hasta el día de su muerte, igual que habían hecho antes sus padres. En su vida familiar siempre habían reinado la armonía y el cariño. Lo único malo de los primeros años de su vida fue que todas las personas que lo querían y a las que él quería habían muerto y lo habían dejado solo. Lo que más temía era volver a querer a alguien y que también muriera.

Cuando regresó de su viaje alrededor del mundo en el yate tenía veinticuatro años. Fue a la Escuela de Administración de Empresas de Columbia, donde realizó un máster y aprendió a gestionar sus inversiones y a dirigir la fundación. Se hizo adulto de la noche a la mañana y asumió todas las responsabilidades de su entorno. Jamás había defraudado a nadie. Sabía que ni sus padres ni Ellen lo habían abandonado a propósito, pero se había quedado solo en el mundo, sin familia, a muy temprana edad. Gozaba de extraordinarias ventajas en lo material, y de unos cuantos amigos muy bien elegidos, pero sabía que hasta que encontrase a la mujer apropiada para él estaría solo en muchos aspectos. No pensaba conformarse con menos de lo que creía merecer, una mujer como su madre y como Ellen, una mujer que lo apoyara hasta el final. No reconocía el hecho de que lo hubieran dejado solo y aterrorizado, o al menos no con frecuencia. No había sido culpa de ellos, sino del maldito destino. Por eso era tan importante encontrar a la mujer apropiada, con la que pudiera contar en todo momento, que fuera una buena madre para sus hijos, una mujer casi perfecta en todos los sentidos. Tenía una importancia vital para él, y merecía la pena esperar,

– ¡Ay, Dios! -oyó gemir a alguien a sus espaldas en la cubierta.

Se echó a reír al oír aquella voz. Abrió los ojos y vio a Adam en pantalones cortos blancos y camiseta azul claro sentándose a la mesa, frente a él. Una camarera le sirvió una taza de café muy cargado, y Adam tomó varios sorbos antes de decir algo más.

– Pero ¿qué demonios bebí anoche? Creo que me han envenenado.

Tenía el pelo oscuro, los ojos casi del color del ébano, y no se había molestado en afeitarse. Era de complexión mediana, hombros anchos y facciones duras. No era un hombre apuesto como Charlie, pero sí inteligente, divertido y atractivo, y a las mujeres les encantaba. Lo que le faltaba de actor de cine lo compensaba con inteligencia, poder y dinero. Había ganado mucho durante los últimos años.

– Creo que sobre todo bebiste ron y tequila, pero eso después de la botella de vino de la cena.

Habían tomado un Cháteau Haut-Brion a bordo, antes de ir a Saint Tropez a dar una vuelta por los bares y discotecas. No era muy probable que Charlie encontrase allí a la mujer perfecta, pero había muchas otras para pasar el rato.