Estuvieron allí un buen rato, tomando la pizza y el vino y charlando sobre esto y aquello. Sencillamente les gustaba estar juntos, y Sylvia se alegró de que Gray hubiera ido a ayudarla. Eran las diez cuando Gray tuvo que reconocer que empezaba a afectarlo el desfase horario. Entre eso y el vino se estaba quedando dormido. Se levantó de la mesa con pesar y ayudó a Sylvia a meter los platos en el lavavajillas, aunque Sylvia le dijo que ya lo haría ella cuando se marchara. A Gray le gustaba ayudarla, y se dio cuenta de que para ella no era algo habitual. Estaba acostumbrada a hacerlo todo sola, durante toda su vida. Pero resultaba más agradable hacer las cosas juntos, y Gray lamentó tener que marcharse. Le gustaba estar con Sylvia, y cuando se volvió hacia ella, se dio cuenta de que lo estaba mirando.
– Gracias por venir a ayudarme, Gray. Te lo agradezco. La cocina sería una piscina si no hubieras cortado el agua.
– Ya lo habrías averiguado tú. Ha sido una excusa estupenda para verte -dijo Gray con toda sinceridad. -Gracias por la pizza y la buena compañía.
Se acercó, la abrazó y le dio un beso en cada mejilla; después la miró, todavía abrazándola, preguntándose si sería aún demasiado pronto. En sus ojos había un interrogante, al que Sylvia contestó. La acercó hacía sí y sus labios se encontraron, y no se podía saber si ella lo besaba a él o él a ella, pero ya no importaba. Estaban estrechamente abrazados, tras lo mucho que se habían añorado el uno al otro durante las últimas semanas y el vacío en el que habían vivido durante meses y años. Fue un beso inacabable, vivificante, que los dejó sin aliento. Y cuando después Gray la retuvo entre sus brazos, Sylvia apoyó su cara contra la de él.
– Vaya -Susurró Sylvia. -No me esperaba que fuera a pasar… Creía que solo habías venido a arreglarme el fregadero.
– Yo sí me lo esperaba -replicó Gray, también en un susurro. -Quise hacerlo en Italia, pero pensé que era demasiado pronto.
Sylvia asintió, sabiendo que probablemente lo hubiera sido. Quería acostarse con él, pero también sabía que era demasiado pronto, según todas las normas. Se conocían desde hacía apenas un mes, y no se veían desde hacía semanas. Cada cosa a su tiempo, se dijo. Aún saboreaba aquel primer beso, y justo cuando estaba pensando en él, Gray volvió a besarla. En esta ocasión fue más apasionado, y, sin poder evitarlo, Sylvia se preguntó cuántas veces habría hecho lo mismo con otras mujeres, cuántos líos habría tenido, cuántas mujeres locas habrían entrado en su vida para que las rescatara, cuántas veces habría acabado con una para volver a empezar con otra. Llevaba toda una vida de relaciones absurdas, corno un carrusel de mujeres, mientras que ella solo había amado a dos hombres. Y, además, a él aún no lo amaba, aunque pensaba que podría hacerlo algún día. Había algo en Gray que le hacía desear que se quedara, que no se marchara. Como el hombre que fue a cenar a una casa y ya no se marchó, sino que se mudó allí.
– Debería marcharme -dijo Gray en un tono tan delicado y sensual que solo de escucharlo ella se excitó.
Sylvia asintió con la cabeza, pensando que debía decir que sí, pero no lo dijo. Le abrió la puerta, y Gray vaciló.
– Si mañana abro la llave de paso del agua, ¿vendrás a cerrarla? -susurró Sylvia.
Lo miró con expresión inocente, el pelo un poco alborotado, los ojos soñadores, y él se echó a reír.
– Podría abrirla ahora mismo, y así tendríamos una excusa para que me quedara -repuso Gray esperanzado.
– No me hace falta ninguna excusa, pero creo que no deberíamos -dijo Sylvia con recato.
– ¿Y por qué?
Gray estaba jugueteando con el cuello de Sylvia y rozándole tentadoramente la cara con los labios. Ella le pasó las manos por el pelo y lo estrechó contra sí.
– Creo que existen ciertas reglas, no sé dónde, para situaciones como esta. Creo que dicen que no se debe uno acostar con el otro en la primera cita, después de haber comido pizza y arreglado un fregadero.
– Vaya, de haberlo sabido, no habría arreglado el fregadero ni habría comido pizza.
Gray le sonrió y volvió a besarla. No recordaba haber deseado tanto a una mujer, y comprendió que ella lo deseaba igualmente pero pensaba que no debía. Estaba saboreando el momento y disfrutando de él.
– ¿Nos vemos mañana? -preguntó Sylvia en voz baja, casi con coquetería, y a Gray le sorprendió darse cuenta de que le gustaba, le gustaba esperarla, aguardar el momento adecuado, fuera cuando fuese. Para él ya había llegado, pero estaba dispuesto a esperar, si así lo prefería Sylvia. Merecía la pena esperarla. Llevaba cincuenta años esperándola.
– ¿En tu casa o en la mía? -susurró. -Me gustaría que vinieras a la mía, pero está hecha un asco. Llevo un mes fuera, y no la ha limpiado nadie. A lo mejor este fin de semana. ¿Y si vuelvo aquí mañana a ver qué tal va el fregadero?
La galería estaría cerrada durante el puente del día del Trabajo, y Sylvia tenía pensado trabajar en casa. No tenía nada más que hacer al día siguiente.
– Voy a estar aquí todo el día. Ven cuando quieras. Haré la cena.
– Cocinaré yo. Te llamo por la mañana.
Volvió a besarla y se marchó. Sylvia cerró la puerta y se quedó mirándola en silencio. Gray era un hombre extraordinario, y había sido un momento mágico. Entró en su dormitorio, como si lo viera por primera vez, y se preguntó qué aspecto tendría con Gray en él.
Y cuando Gray salió a la calle y llamó un taxi, tuvo la sensación de que su vida había cambiado por completo en una sola tarde.
CAPÍTULO 06
Gray llamó a Sylvia a las diez de la mañana siguiente. Su apartamento estaba patas arriba, y ni siquiera se había molestado en deshacer la maleta. La noche anterior se había quedado dormido pensando en Sylvia y la llamó nada más despertarse. Ella estaba trabajando con unos papeles y sonrió al oírlo.
Los dos preguntaron lo mismo, qué tal habían dormido. Sylvia había pasado la mitad de la noche en vela, pensando en Gray, y él había dormido como un angelito. ^
– ¿Cómo va el fregadero?
– Bien. -Sylvia sonrió.
– Será mejor que vaya a ver qué pasa. Ella se echó a reír, y estuvieron charlando unos minutos. Gray dijo que tenía que hacer unas cosas en casa después del viaje, pero se ofreció a llevarle el almuerzo alrededor de las doce y media.
– Pensaba que íbamos a cenar -replicó Sylvia, sorprendida, aunque le había dicho que estaría en casa todo el día, lo cual suponía una invitación tácita pero sincera.
– No creo que pueda esperar tanto -dijo Gray con sinceridad. -He esperado cincuenta años a que tú aparecieras, y a lo mejor me muero si espero nueve horas más. ¿Estás libre a la hora de comer? -preguntó con nerviosismo, y Sylvia sonrió.
Estaba libre para cuanto Gray quisiera. La noche anterior, mientras se besaban, había llegado a la conclusión de que estaba dispuesta a dejar que Gray entrase en su mundo y a compartir su vida con él. No sabía por qué, pero todo en Gray le parecía bien, y quería estar con él.
– Estoy libre. Ven a la hora que quieras.
– ¿Llevo algo? ¿Quiche? ¿Queso? ¿Vino?
– Tengo de todo. No hace falta que traigas nada.
Había tantas cosas que quería hacer con él… Pasear por Central Park, dar una vuelta por el Village, ir al cine, ver la televisión en la cama, salir a cenar, quedarse en casa y cocinar para él, ver sus cuadros, enseñarle la galería o simplemente quedarse en la cama abrazándole. Apenas lo conocía, pero al mismo tiempo tenía la sensación de conocerlo desde siempre.
En su estudio, Gray abrió el correo, miró los recibos, sacó la ropa de la maleta al buen tuntún, dejó la mayor parte en el suelo y cogió la que necesitaba. Se duchó, se afeitó, se vistió, firmó rápidamente unos cheques, los echó al correo y entró en la única floristería que encontró abierta. Compró dos docenas de rosas, tomó un taxi y le dio al taxista la dirección de Sylvia, A mediodía llamó al timbre y se quedó esperando a su puerta. Acababa de marcharse el fontanero, y Sylvia abrió los ojos de par en par al ver las rosas.