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Una vez acabados, sus cuadros parecían iluminados desde dentro, unos con velas, otros con fuego. Poseían una cualidad luminosa que Sylvia no había visto en ninguna obra reciente. Parecían sacados del Renacimiento, auténticas obras maestras. Y sin embargo daban sensación de modernidad. Lo excepcional era la técnica, algo que se había perdido. Sylvia sabía que Gray había estudiado en París y en Italia, como su hija. En el caso de Gray, sus estudios le habían proporcionado una gran base, y, a juicio de Sylvia, su obra era inspirada y brillante.

– Tanto si te gusta la idea como si no, tenemos que buscarte una galería, Gray.

Era algo que él habría hecho por cualquiera de las mujeres con las que había estado, buscar una galería, un agente, un trabajo, casi siempre con resultados desastrosos. A él nadie le había ofrecido nunca ayuda, salvo quizá Charlie, pero a Gray no le gustaba abusar de nadie, y menos de sus amigos o de las personas a las que quería.

– No necesito una galería, Sylvia. De verdad. -¿Y si yo te encuentro una que te guste? ¿Al menos irías a verla y a hablar con el galerista?

Lo estaba presionando, pero Gray también la quería por eso. Ella no ganaría nada con aquello; lo único que quería era ayudarlo, como había hecho Gray durante tanto tiempo. Sonrió, y por toda respuesta asintió con la cabeza.

Sylvia ya había decidido a quién llamar. Había al menos tres posibilidades perfectas para él. Y sabía que, si pensaba, se le ocurrirían más, galerías importantes de la zona norte que exponían obras como las de Gray. Desde luego, no galerías del SoHo como la suya. Necesitaba un espacio completamente distinto. También Londres y París. Las galerías que le convenían tendrían conexiones en otras ciudades. En su opinión, ahí debía estar Gray.

– No te preocupes por eso -dijo Gray con dulzura, y lo dijo de corazón. -Ya tienes suficientes cosas entre manos, y no te hace falta meterte en otro proyecto. No quiero que trabajes más. Solo quiero estar contigo.

– Yo también-repuso Sylvia, sonriéndole.

Pero también quería ayudarlo. ¿Por qué no? Lo merecía. Sabía que normalmente a los artistas se les dan fatal los negocios y son incapaces de vender su propia obra. Por eso tienen marchantes, y Gray también necesitaba uno. Estaba decidida a ayudarlo y esperaba mantener una relación con él. Eso aún estaba por ver, pero tanto si ocurría como si no, no había razón para no echarle una mano con sus contactos. Conocía prácticamente a todos los que contaban en el mundo del arte neoyorquino. Había demostrado ser tan honrada y decente que se le abrían las puertas fácilmente. Y, una vez abierta la puerta adecuada, lo demás dependería de Gray. Ella solo quería ser mediadora, un objetivo totalmente respetable, incluso si al final resultaba que eran solo amigos que habían vivido un breve romance.

Sylvia miró su reloj. Era casi mediodía y tenía que ir a la galería. Gray prometió llamarla más tarde mientras se despedían con un beso. Cuando Sylvia bajaba apresuradamente la escalera, Gray le gritó por el hueco: «¡Gracias!», y ella miró hacia arriba con una amplia sonrisa. Lo saludó con la mano y desapareció. En la galería reinaba el caos de costumbre. Habían llamado dos pintores fuera de sí por su próxima exposición. Un cliente estaba enfadado porque no le había llegado todavía un cuadro. Había llamado otra persona para preguntar por un encargo que le habían hecho. El técnico había sufrido un accidente de moto, se había roto ambos brazos y no podía instalar la próxima exposición. Tenía una cita por la tarde con el diseñador gráfico para preparar el folleto de la próxima exposición. Tenía que entregar en el plazo debido el próximo anuncio para Artforum, y el fotógrafo aún no había enviado las fotos de la escultura que debía aparecer en el anuncio. No tuvo tiempo ni para respirar hasta las cuatro, pero en cuanto encontró un momento hizo varias llamadas por lo de Gray. Resultó más fácil de lo que esperaba. Los galeristas a los que llamó confiaban en su reputación, su gusto y su criterio. La mayoría de las personas que conocía pensaban que tenía buen ojo e instinto para el arte de calidad. Dos de los galeristas le pidieron que les enviara diapositivas. El tercero volvía de París aquella noche, y Sylvia le dejó recado de que la llamara. En cuanto terminó esta llamada telefoneó a Gray. Era una mujer con una misión que cumplir, Y en cuanto oyó su voz, Gray se echó a reír. Sylvia parecía un torbellino, y Gray le aseguró que tenía diapositivas, porque si no las tenía, ella enviaría un fotógrafo al estudio.

– Tengo un montón, si eso es lo único que necesitas.

– De momento, sí -contestó Sylvia animadamente, y le dijo que iría un mensajero a recogerlas al cabo de media hora.

– Vaya, no pierdes el tiempo, ¿eh?

– No con obras tan buenas como la tuya. Además… -dijo Sylvia, más tranquila. Para ella no era cuestión de negocios, sino de amor, como tuvo que recordarse. -Además quiero que te ocurran cosas buenas.

– Ya me han ocurrido, en Portofino. Lo demás son añadidos.

– Pues deja que yo me ocupe de los añadidos -repuso Sylvia, segura de sí misma, y Gray sonrió.

– Faltaría más.

Le encantaban tantas atenciones; no estaba acostumbrado a ellas. No quería aprovecharse de Sylvia, pero le fascinaba ver cómo trabajaba y cómo vivía su vida. No era mujer que se arredrase ante los obstáculos ni que aceptase el fracaso o la derrota.

Cuando había una tarea que cumplir, fuera cual fuese, se arremangaba y se ponía manos a la obra.

El mensajero se presentó en la puerta del estudio exactamente a las cuatro y media, le llevó las diapositivas a Sylvia y poco después estaban en manos de los galeristas a los que había llamado, junto con una carta. Sylvia salió de la galería a las seis y en cuanto llegó a casa la llamó Gray para proponerle que cenaran juntos. Quería invitarla a un pequeño restaurante italiano de su barrio. Sylvia se entusiasmó. Era divertido y acogedor y la comida deliciosa y barata, según comprobó con alivio en la carta. No quería que Gray se gastara dinero en ella, pero tampoco quería humillarlo ofreciéndose a pagar. Sospechaba que en el futuro iban a cocinar mucho el uno para el otro. Y después de cenar Gray la acompañó y se quedó en su casa. Estaban cayendo en una placentera rutina.

A la mañana siguiente prepararon el desayuno juntos y Gray se lo sirvió a Sylvia en la cama. Dijo que era su turno. Sylvia nunca había funcionado por turnos en nada, pero en esta ocasión eran compañeros que se mimaban, escuchaban y consultaban mutuamente. De momento todo era perfecto. Le daba miedo pensar en el futuro, o depositar demasiadas esperanzas en que significara más de lo que significaba. Pero, fuera como fuese y durara lo que durase, les iba bien a los dos y eso era lo único que querían. Y el sexo era algo más que maravilloso. Eran lo suficientemente mayores y sensatos y tenían la suficiente experiencia para ocuparse el uno del otro y satisfacerse mutuamente. En su relación nada se movía por el interés. Los dos disfrutaban haciendo feliz al otro, en la cama y fuera de ella. Tras toda una vida de errores, ambos eran sensatos y maduros, como un buen vino que ha reposado durante años, no demasiado añejo aún, pero sí lo suficiente para que resulte intenso y delicioso. Aunque los hijos de Sylvia podían considerarlos viejos, en realidad se encontraban en la edad perfecta para disfrutar el uno del otro y valorarse mutuamente. Sylvia jamás se había sentido tan feliz, y Gray tampoco. Los dos galeristas a los que Sylvia había enviado diapositivas la llamaron aquel mismo día. Ambos estaban interesados y querían ver muestras de la obra de Gray. El tercer galerista la llamó dos días más tarde, al volver de París, y le dijo lo mismo. Sylvia se lo contó a Gray mientras cenaban aquella noche.