– Creo que puedes elegir-dijo, eufórica.
Gray no daba crédito. En cuestión de días Sylvia lo había sacado de su letargo, había enviado diapositivas de sus cuadros a los sitios adecuados y le había abierto varias puertas.
– Eres una mujer increíble -dijo con una mirada más que expresiva.
– Y tú eres un hombre increíble y un artista extraordinario. Quedaron en llevar su obra a las tres galerías el sábado por la tarde, en la furgoneta de Sylvia. Y, tal y como había prometido, se presentó ese día por la mañana, vestida con sudadera y vaqueros, y lo ayudó a cargar los cuadros. Tardaron dos horas en meter en el vehículo todo lo que Gray quería llevar, y le dio vergüenza hacer trabajar a Sylvia, Ya había ejercido de hada madrina y no le gustaba que tuviera que servirle también de repartidora, pero ella estaba más que dispuesta.
Se había llevado un jersey y unos zapatos para cambiarse antes de entrar en las galerías en las que los esperaban. Y el asunto acabó a las cinco. A Gray le hicieron ofertas los tres galeristas, tremendamente impresionados por su obra. Aún no podía creer lo que había hecho Sylvia, quien tuvo que reconocer que también estaba muy contenta.
– Qué orgullosa me siento de ti -dijo, radiante. Estaban los dos agotados, pero encantados. Tardaron otras dos horas en subir al estudio todos los cuadros.
Gray aún no había tornado una decisión sobre la galería que iba a elegir, pero la tomó aquella noche, y a Sylvia le pareció la más correcta. Era una galería de la calle Cincuenta y siete, con una importante sucursal en Londres y otra en París, con las que intercambiaba obras. Era perfecto para Gray, dijo con mucha seguridad, complacida con su elección.
– Eres alucinante -dijo Gray, sonriéndole.
Tal era la emoción que sentía por lo que había hecho Sylvia que no sabía si reír o llorar. Estaban sentados en el sofá del salón de su estudio, en el que reinaba un desorden aún mayor que los días anteriores. Llevaba toda la semana pintando, inspirado por las energías de Sylvia, y no se había molestado en arreglarlo. A ella no le importaba y parecía no verlo. A Gray también le encantaba eso de Sylvia; en realidad, no había nada que no le gustara de ella. La consideraba la mujer perfecta, y quería ser el hombre perfecto para ella. Poco podía hacer, salvo estar allí y quererla, que era precisamente lo que deseaba. -Te quiero, Sylvia -dijo en voz baja, mirándola. -Y yo también te quiero -repuso ella con dulzura. Ni siquiera estaba segura de querer decirlo, pero los días y las noches que habían pasado juntos significaban algo. Le gustaban la forma de pensar de Gray y las cosas en que creía. Le encantaban su integridad y lo que defendía. Incluso admiraba su obra. No había necesidad de hacer nada al respecto, no había que tomar ninguna decisión. Lo único que tenían que hacer era disfrutar. Por primera vez en la vida de los dos, con tantas complicaciones, todo resultaba muy sencillo.
– ¿Quieres que prepare la cena? -preguntó Sylvia, sonriéndole. Las únicas decisiones que tenían que tomar eran dónde comer y en casa de quién dormir. A Gray le gustaba dormir en el apartamento de Sylvia, y ella lo prefería. El estudio de Gray siempre estaba patas arriba, a pesar de lo cual a Sylvia le gustaba ir allí a ver cómo progresaba su trabajo.
– No -contestó Gray muy convencido. -No quiero que cocines. Quiero que vayamos a celebrarlo. Me has encontrado una galería fantástica, algo que yo no habría hecho. Me habría quedado aquí vagueando.
No era un vago; todo lo contrario, pero sí muy modesto con su obra. Sylvia conocía a muchos pintores como él. Necesitaban a alguien que tomara la iniciativa por ellos y les allanara el camino, y lo había hecho con sumo gusto por Gray, con extraordinarios resultados.
Cenaron en un pequeño restaurante francés en el Upper East Side, con buena comida y buen vino. Fue una auténtica celebración: por ellos, por la nueva galería de Gray, por todo lo que tenían por delante. Y mientras volvían a casa de Sylvia en un taxi hablaron de Charlie y Adam. Gray no había visto a este último desde su vuelta, y ni siquiera lo había llamado. Sabía que Charlie aún río había vuelto, y tampoco lo había llamado. A veces no los llamaba durante bastante tiempo, sobre todo cuando el trabajo lo tenía absorto. Ellos estaban acostumbrados a que desapareciera de la faz de la Tierra y lo llamaban cuando 110 sabían nada de él durante una temporada, Gray describió la clase de amistad que lo unía a ellos y la bondad que le demostraban. Hablaron de por qué Charlie no se había casado y de por qué Adam no volvería a casarse. Sylvia dijo que le daban un poco de lástima. Charlie le parecía un hombre solitario, y la entristeció lo de su hermana y sus padres, pérdidas terribles e irreparables. Al final, el haberlos perdido lo estaba privando de la posibilidad de ser amado por otra persona, lo que multiplicaba exponencialmente la tragedia que había vivido.
– El dice que quiere casarse, pero yo no creo que llegue a hacerlo -dijo Gray en tono reflexivo. Ambos coincidían en que Adam era otra historia. Amargado por el abandono de Rachel, enfadado con su madre, lo único que quería eran niñatas tontas y chicas tan jóvenes que podrían haber sido sus hijas. A Sylvia le parecía una vida vacía. -Es un tipo estupendo, cuando lo conoces -dijo Gray, leal a su amigo.
Pero Sylvia no estaba tan convencida. Se apreciaban fácilmente los méritos y las cualidades de Charlie, pero Adam era la clase de hombre que invariablemente la fastidiaba: inteligente, seguro de sí mismo, con éxito y que consideraba a las mujeres simples objetos sexuales y ornamentales. Jamás se le ocurriría salir con una mujer de su edad. No se lo dijo a Gray, pero despreciaba profundamente a los hombres como Adam. Pensaba que lo que le hacía falta era un terapeuta, una buena patada en el culo y una buena lección. Esperaba que cualquier día se la diera una jovencita inteligente, y pensaba que iba a recibirla muy pronto. Gray no lo veía así. Lo consideraba un gran tipo al que Rachel había destrozado al abandonarlo.
– Eso no justifica utilizar a la gente ni menospreciar a las mujeres -replicó Sylvia.
A ella también le habían destrozado el corazón, en más de una ocasión, pero no le había dado por servirse de los hombres como objetos de usar y tirar. Todo lo contrario. Se había apartado para lamerse las heridas y reflexionar sobre cómo y por qué había ocurrido antes de salir de nuevo al mundo. Pero claro, era una mujer. Las mujeres funcionan de una forma distinta de los hombres y llegan a conclusiones distintas. La mayoría de las mujeres que han sido heridas se apartan del mundo para curarse, mientras que los hombres se lanzan de cabeza a él y descargan su venganza sobre los demás. Estaba segura, como decía Gray, de que Adam era amable con las mujeres con las que salía. El problema era que no las respetaba y jamás entendería lo que Gray y ella compartían. Si por él hubiera sido, no habría ocurrido ni habría apostado por que ocurriese. Lo cual le hizo darse cuenta una vez más del milagro que suponía que Gray y ella se hubieran conocido.
Aquella noche se acurrucó contra él en la cama, sintiéndose segura y afortunada. Y si al final Gray se marchaba, al menos habrían disfrutado de aquel momento mágico. Sabía que sobreviviría, pasara lo que pasase. A Gray también le gustaba eso de ella. Era una superviviente, y él había comprobado durante toda una vida que también lo era. Si sus decepciones les habían servido de algo, era para hacerlos más bondadosos, más sensatos y más pacientes. No tenían el menor deseo de herirse mutuamente ni a nadie. Y pasara o no algo más entre ellos, lo cierto era que además de los sueños, la esperanza, el romance y el sexo, se habían hecho amigos y estaban aprendiendo a amarse.
CAPÍTULO 08
– Ya he vuelto. ¿Estás bien? -Charlie llamó a Gray a su estudio el lunes, y parecía preocupado. -Hace semanas que no sé nada de ti. Te he llamado vanas veces después de volver, pero siempre salta el contestador, a todas horas -se quejó, y Gray cayó en que probablemente estaba con Sylvia, pero no le dijo nada.