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– A Sylvia y a mí nos gustaría que vinieras a cenar un día al loft.

Charlie dejó la pluma y se quedó mirándolo.

– ¿Te das cuenta de lo que pareces? -dijo Charlie con mirada sombría, y Gray negó con la cabeza. No estaba seguro de querer saberlo. -Pues un hombre casado, por todos los santos. Y no te olvides de que no estás casado.

– ¿Y eso es lo peor que me podría pasar? -le espetó Gray, Le había decepcionado la reacción de Charlie, terriblemente. No quería que Sylvia tuviera razón, pero la tenía. Toda la razón del mundo. -No sé por qué, pero creo que sería peor un cáncer de colon.

– A veces no hay mucha diferencia -replicó cínicamente Charlie. -Comprometerte hasta ese extremo puede ser muy engañoso. Tienes que renunciar a quien eres y transformarte en alguien que ningún hombre en su sano juicio querría ser.

Lo dijo con absoluta convicción, y Gray lo miró, suspirando, ¿En quiénes se habían convertido durante todos aquellos años? ¿Qué precio habían pagado por la libertad a la que tan desesperadamente se aferraban? Quizá un precio demasiado elevado. Al final, tras toda una vida defendiendo su independencia, iban a acabar todos solos. Y, desde que Gray conocía a Sylvia, había empezado a pensar que aquel objetivo no merecía tanto la pena. Se lo había dicho a Sylvia hacía unos días. Al fin había comprendido que un día, cuando llegara el momento, no quería morir solo. Un día dejarían de rondar a las mujeres chifladas, necesitadas, las debutantes y las jovencitas tontas, incluso desaparecerían. Se quedarían en casa, con otros. El paraíso de la libertad no tenía tan buena pinta como hasta entonces.

– ¿De verdad quieres pasar la vejez conmigo? -le preguntó a Charlie, mirándolo a los ojos. -¿Es eso lo que quieres? ¿O preferirías unas piernas más bonitas que las mías al otro lado de la mesa cuando viajes por esos mundos en el Blue Moon. Porque si no te paras a pensarlo un día de estos, acabarás conmigo. Te quiero mucho, eres mi mejor amigo, pero cuando sea viejo y esté enfermo, cansado y solo, aunque me encantaría ver tu vieja cara al otro lado de la mesa, podría ser que prefiriese arrastrarme hasta la cama con una persona que me cogiera de la mano. Y, a menos que quieras acabar con Adam o conmigo, quizá deberías empezar a pensar en esto.

– ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Qué te da esa mujer? ¿Éxtasis? ¿A qué viene preocuparse ahora por la vejez? Tienes cincuenta años. No tienes que preocuparte de eso hasta dentro de treinta, y sabe Dios qué nos pasará hasta entonces.

– Quizá esa sea la cuestión. Tengo cincuenta años. Tú cuarenta y seis. Quizá vaya siendo hora de que crezcamos. Adam puede seguir como está. Es mucho más joven que nosotros. Yo no sé sí quiero seguir viviendo así. ¿A cuántas mujeres más puedo salvar? ¿Cuántas órdenes de alejamiento más puedo ayudarles a conseguir? ¿Cuántas operaciones de tetas más quiere pagar Adam? ¿Y en cuántas debutantes más quieres tú encontrar defectos? Si no te convienen, al diablo con ellas, pero quizá vaya siendo hora de que encuentres a alguien que sí te convenga.

– Así habla un auténtico traidor -replicó Charlie brindando con lo que le quedaba de vino. Vació la copa y la dejó sobre la mesa. -No sé tú, pero yo encuentro esta conversación de lo más deprimente. Es posible que tú ya notes el tiempo pisándote los talones, cosa que me parece ridícula, si quieres mi opinión. Pero a mí no me pasa lo mismo, y no estoy dispuesto a meterme en una relación de mierda con ninguna mujer por miedo a morir solo. Preferiría matarme esta misma noche. No pienso sentar la cabeza, ni siquiera planteármelo, hasta que encuentre a la persona adecuada.

– Nunca la encontrarás -dijo Gray con tristeza. También a él lo había deprimido la conversación. Esperaba que Charlie compartiera su alegría; por el contrario, estaba actuando como si él hubiera traicionado la causa. Y así era a ojos de Charlie. -¿Por qué dices eso? -le preguntó Charlie, molesto. -Porque no quieres. Y, mientras no quieras, ninguna mujer dará la talla. Tú no lo consentirás. No quieres encontrar a la mujer adecuada. Yo tampoco quería. Y de repente Sylvia entró en mi vida y todo cambió,

– Me parece a mí que lo que ha cambiado es tu cabeza. Quizá deberías tomar antidepresivos y analizar la relación desde otro punto de vista.

– Sylvia es el mejor antidepresivo que conozco. Es un auténtico torbellino, y es una alegría estar con ella.

– En ese caso me alegro por ti y espero que dure, pero hasta que lo averigües no intentes convertirnos a los demás, hasta que sepas si la teoría funciona. Yo no estoy muy convencido.

– Ya te informaré -repuso Gray con calma mientras se levantaban.

Salió del Club Náutico detrás de Charlie, y se quedaron mirándose unos momentos en la acera. Ambos lo habían pasado mal durante la comida, y Gray además estaba decepcionado. Esperaba más de su amigo: apoyo, alegría, entusiasmo, todo menos el cinismo y los ásperos comentarios que habían intercambiado.

– Cuídate -dijo Charlie, dándole una palmadita en el hombro a Gray al tiempo que hacía una señal con la otra mano para parar un taxi. Estaba deseando marcharse. -Ya te llamaré. ¡Ah, y enhorabuena por lo de la galería! -gritó mientras subía al taxi.

Gray se quedó mirándolo en la calle, lo saludó con la mano y se alejó de allí con la cabeza gacha. Había decidido volver a su estudio andando. Necesitaba tomar el aire, y tiempo para pensar. Nunca había visto a Charlie tan cínico y categórico, y sabía que estaba juzgando correctamente la situación de su amigo. Charlie no quería encontrar a «la mujer adecuada», pero hasta entonces no lo había considerado desde ese punto de vista. Ahora lo veía con toda claridad. Y, al contrario de lo que creía Charlie, Sylvia no le había hecho un lavado de cerebro; le había abierto los ojos y había llenado su vida de luz. A su lado había llegado a comprender lo que siempre había deseado pero no se había atrevido a buscar. Sylvia le infundía la valentía necesaria para ser el hombre que siempre había querido ser pero siempre había temido ser. Charlie aún tenía miedo, como desde hacía tiempo, desde la muerte de Ellen y sus padres. A pesar de la terapia a la que se sometía, y Gray sabía hasta qué punto había llegado esa terapia, Charlie seguía aterrorizado, huyendo, y quizá seguiría así para siempre. A Gray le entristecía que eso fuera a ocurrir. Le parecía una verdadera lástima. Conocía a Sylvia desde hacía solo seis semanas, pero ahora que empezaba a conocerla de verdad y a abrirle su corazón, le había cambiado la vida por completo. Lo había herido en lo más vivo que, en lugar de alegrarse, Charlie lo hubiera tachado de traidor. Lo había percibido como un golpe físico, y aquellas palabras aún resonaban en su cabeza cuando sonó el móvil.

– Hola. ¿Qué tal te ha ido? -Era Sylvia, muy animada, desde su despacho. Había llegado a la conclusión de que Gray conocía a Charlie mejor que ella y que probablemente se había equivocado al juzgar su reacción ante el romance que estaban viviendo. Se dijo que Gray tenía razón y que ella se había vuelto paranoica. -¿Se lo has contado? ¿Qué ha dicho?

– Ha sido espantoso -reconoció Gray con franqueza. -Una mierda. Me ha llamado traidor, entre otras cosas. El pobre desgraciado se muere de miedo ante la idea de un compromiso o una relación. Nunca lo había visto tan claro. Me da rabia tener que reconocerlo, pero tú tenías razón. Ha sido una comida de lo más deprimente.

– Vaya. Lo siento. Me habías llegado a convencer de que estaba equivocada.

– Pues no.

Gray estaba aprendiendo que Sylvia raramente se equivocaba. Tenía buen ojo para la gente y sus reacciones, y aguantaba extraordinariamente bien sus manías.

– Cuánto lo siento. Debes de haberte llevado un buen disgusto. Gray, no eres un traidor. Yo sé que quieres a tus amigos. No hay razón alguna para que no sigan formando parte de tu vida mientras mantienes una relación con alguien.

Sylvia no intentaba apartar a Gray de sus amigos, pero estaba casi convencida de que Charlie sí, si Gray se lo consentía.