– Y creo que la última vez que te vi en la discoteca antes de marcharme estabas bebiendo brandy -añadió.
– No me extrañaría. Para mí que lo que me deja hecho polvo es el ron. En el barco me hago alcohólico todos los años. Si bebiera tanto en Nueva York, me quedaría sin trabajo.
Adam Weiss hizo un gesto de dolor, se puso las gafas oscuras y sonrió.
– Eres una influencia espantosa para mí, Charlie, pero un gran anfitrión. ¿A qué hora llegué?
– A eso de las cinco, creo.
El tono de Charlie no denotaba ni admiración ni reproche. No juzgaba a sus amigos. Solo quería que se divirtieran, y siempre lo hacían, los tres. Adam y Gray eran los mejores amigos que había tenido jamás, y los unía un vínculo más fuerte que la simple amistad. Los tres hombres se consideraban hermanos, y habían pasado muchas cosas juntos en el transcurso de los últimos diez años.
Adam había conocido a Charlie justo después de que Rachel se divorciara de él. Rachel y él se habían conocido en segundo curso y habían ido a la facultad de derecho de Harvard juntos. Ella se licenció con summa cum laude y aprobó el examen para el título de abogada a la primera, aunque nunca había llegado a ejercer como tal. Adam tuvo que intentarlo dos veces, pero era un abogado estupendo y le había ido muy bien. Formaba parte de un bufete especializado en representar a estrellas de rock y deportistas de élite, y le encantaba su trabajo. Rachel y él se casaron al día siguiente de la graduación con total aprobación de las respectivas familias, que se conocían de Long Island. A pesar de que los padres de ambos eran amigos, Rachel y él no se habían conocido hasta la universidad. Adam no quería tener trato con las hijas de los amigos de sus padres, así que conoció a Rachel por su cuenta, aunque supo quién era desde el primer día. Le pareció la chica perfecta para él.
Cuando se casaron lo tenían todo en común, y una vida de felicidad por delante. Rachel se quedó embarazada durante la luna de miel y en dos años tuvo dos hijos, Amanda y Jacob, que contaban ya catorce y trece años, respectivamente. El matrimonio duró cinco años. Adam estaba siempre muy ocupado con su trabajo, haciendo carrera, y volvía a casa a las tres de la mañana, tras haber ido a un concierto o alguna prueba deportiva con sus clientes y los amigos de estos; pero, a pesar de las tentaciones que lo rodeaban (y eran muchas), siempre le había sido fiel a Rachel. Sin embargo, ella se cansó de pasar las noches sola y se enamoró del pediatra de sus hijos, a quien conocía desde el instituto, y tuvo una aventura con él mientras Adam se dedicaba a ganar dinero a espuertas para la familia. Pasó a ser socio del bufete tres meses antes de que Rachel lo dejara, tras decirle que estaría perfectamente sin ella. Se llevó a los niños, los muebles, la mitad de sus ahorros y se casó con el médico en cuanto se hubo secado la tinta del certificado de divorcio. Adam seguía odiándola al cabo de diez años, y apenas podía ser educado con ella. Lo último que quería era volver a casarse y que le pasara lo mismo. Casi se había muerto de tristeza cuando Rachel se marchó con los niños.
Durante la década siguiente había evitado cualquier riesgo de relación seria saliendo con mujeres a quienes doblaba la edad y con la décima parte de su inteligencia, fáciles de encontrar en el medio en el que trabajaba. A sus cuarenta y un años salía con mujeres de veinte a veinticinco, modelos, aspirantes a actriz, fans, la clase de mujeres que rodean a las estrellas de rock y los deportistas. En la mitad de los casos apenas recordaba sus nombres. Era franco con todas, y generoso. Cuando las conocía les decía que no volvería a casarse jamás, y que lo que hacían era por pura diversión. Nunca le duraban más de un mes, como mucho.
A Adam solo le interesaba cenar unas cuantas veces, irse a la cama con ellas y pasar página. Rachel le había robado el corazón y lo había tirado en un contenedor de basura. Solo hablaba con ella cuando no le quedaba más remedio, cada vez con menos frecuencia a medida que los chicos se iban haciendo mayores. En la mayoría de las ocasiones le enviaba escuetos correos electrónicos sobre sus asuntos comunes o pedía a su secretaria que la llamara. No quería saber nada de ella, como tampoco quería una relación seria con nadie. Adam idolatraba su libertad, y por nada en el mundo la pondría en peligro otra vez.
Su madre había dejado de quejarse porque estuviera soltero, o casi, y también había dejado de intentar presentarle a una «buena chica». Adam tenía exactamente lo que quería: un grupito surtido y rotatorio de amiguitas para entretenerse. Si quería hablar con alguien, llamaba a sus amigos. En su opinión, las mujeres estaban para el sexo, la diversión y para mantenerlas a distancia. No tenía la menor intención de volver a sentirse demasiado cercano a nadie para que le hicieran daño otra vez. A diferencia de Charlie, él no buscaba a la mujer perfecta. Lo único que quería era la perfecta compañera de cama mientras durase, con suerte no más de dos semanas, y a eso se atenía. No quería relaciones serias. Solo era serio con sus hijos, su trabajo y sus amigos. Y a las mujeres que había en su vida no las consideraba amigas. Rachel era su archi-enemiga, su madre era la cruz con la que tenía que cargar, su hermana una pesada y las mujeres con las que salía, prácticamente unas desconocidas. En la mayoría de las ocasiones se sentía más contento, más seguro y más cómodo con hombres, sobre todo con Charlie y Gray.
– Pues creo que anoche lo pasé muy bien -dijo Adam con una sonrisa avergonzada. -Lo último que recuerdo es estar bailando con un montón de brasileñas que no hablaban ni palabra de inglés, pero hay que ver cómo se movían. Yo bailé la samba como un poseso, y debí de tomarme como quinientas copas. Eran increíbles.
– Y tú también -replicó Charlie riéndose, y los dos volvieron la cara hacia el sol.
Se estaba bien, incluso con el dolor de cabeza de Adam. Adam era tan pendón como trabajador. En aquellos momentos era el abogado más valorado en su campo, y estaba continuamente estresado y nervioso. Tenía tres móviles y un busca y se pasaba la vida en reuniones o volando en su avión privado para ver a sus clientes. Representaba a una serie de personajes famosos, todos los cuales se metían en líos con una frecuencia preocupante, pero a Adam le encantaba lo que hacía y tenía más paciencia con sus clientes que con todos los demás, salvo con sus hijos, que lo eran todo para él. Ellos eran lo más agradable en su vida. -Creo que quedé con dos de ellas para esta noche -dijo Adam, sonriendo al recordar a las bellezas brasileñas. -No entendían ni una palabra de lo que les decía. Tendremos que volver esta noche, a ver si andan por allí.
Adam empezaba a resucitar tras dos tazas de café cuando apareció Gray, con gafas oscuras y la melena blanca alborotada, de punta. Muchas veces la llevaba así, pero parecía quedarle especialmente bien cuando se sentó gruñendo a la mesa, en bañador y una camiseta limpia pero llena de manchurrones de pintura.
– Estoy demasiado viejo para esto -dijo, aceptando agradecido una taza de café mientras abría una pequeña botella de Unterberg.
El sabor amargo le asentó el estómago tras los excesos de la noche anterior. A diferencia de Adam y Charlie, no estaba en perfecta forma física. Era larguirucho y flaco y tenía aspecto de desnutrido. Cuando era un chaval parecía sacado de un cartel de niños famélicos. De mayor, simplemente estaba muy delgado. Era pintor y vivía en el West Village, donde pasaba meses enteros trabajando en cuadros intrincados, preciosos. Se las arreglaba para sobrevivir, aunque a duras penas, si vendía dos al año. Y, como Charlie, no se había casado ni tenía hijos. Gozaba de gran respeto en el mundo artístico, pero nunca había tenido éxito en el mercado. No le importaba. El dinero no significaba nada para él. Como les decía a sus amigos, lo único que le importaba era la integridad de su obra. Les ofreció un poco de Unterberg a Adam y Charlie, pero ambos torcieron el gesto y negaron con la cabeza.