El joven llevó a Charlie hasta una pequeña sala de espera destartalada y le ofreció una taza de café, pero Charlie declinó la invitación. Ya había bebido bastante con Gray durante la comida, y aún lo tenía casi todo atragantado, pero mientras esperaba a la directora se obligó a sí mismo a quitárselo de la cabeza.
Miró a la gente que pasaba por delante de la puerta de la sala de espera, que había quedado abierta. Eran mujeres, niños, adolescentes con camisetas que los identificaban como voluntarios. En el patio estaban jugando al baloncesto, y se fijó en un cartel en el que se invitaba a las mujeres del barrio a asistir a una reunión dos veces a la semana para hablar sobre la prevención de los malos tratos a los niños. No sabía qué incidencia habría tenido en la comunidad hasta entonces, pero al menos en el centro estaban haciendo lo que decían que iban a hacer. Mientras observaba a los niños lanzar el balón por el aro se abrió una puerta y entró una mujer alta y rubia que se quedó mirando a Charlie. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y la camiseta del centro. Al levantarse para estrecharle la mano, Charlie se dio cuenta de que era casi tan alta como él. Era escultural, de más de metro ochenta y rostro aristocrático. Parecía más una modelo que una trabajadora social. Sonrió al saludarlo, pero con una actitud formal y un tanto distante. Necesitaban el dinero que les había dado la fundación, pero iba contra sus principios arrastrarse ante nadie, aun sabiendo que eso podría servir de ayuda. No le gustaba estar a las órdenes de nadie, y no sabía qué esperaba Charlie de ella. Parecía un poco desconfiada y a la defensiva cuando lo invitó a entrar en su despacho.
Había carteles y calendarios, notas, anuncios y advertencias al personal por todas partes, números de teléfono para ayuda a suicidas, para intoxicaciones, un diagrama que mostraba cómo hacer la maniobra de Heimlich para evitar asfixias. Había una estantería repleta de libros de consulta, y al menos la mitad estaban en el suelo. Tenía la mesa atestada, la bandeja de asuntos pendientes llena a rebosar, y fotografías enmarcadas de los niños que habían pasado por el centro en un momento dado. Desde luego, en aquel despacho se trabajaba. Charlie sabía que Parker dirigía personalmente todos los grupos comunitarios e infantiles. El único que no dirigía era el de madres maltratadas. Había una mujer de la comunidad que había recibido formación adecuada y se dedicaba a eso. Carole Parker se encargaba prácticamente de todo lo demás, salvo fregar el suelo y cocinar. En su curriculum decía que estaba dispuesta a hacerlo en cualquier momento, y lo había hecho. Era una de esas mujeres sobre las que resultaba interesante leer cosas, pero que podía intimidar. Charlie aún no había llegado a ninguna conclusión al respecto. Impresionaba, desde luego, pero cuando se sentó le sonrió con expresión cálida. Tenía ojos azules grandes y penetrantes, como los de una muñeca.
– Así que ha venido a comprobar qué tal vamos, señor Harrington.
Pero tenía que reconocer que por un millón de dólares tenía derecho a hacerlo. La fundación les había dado exactamente 975.000 dólares, la cantidad que ella había pedido. No había tenido valor para pedir un millón entero. Les había pedido que igualaran la cantidad reunida por ella durante los últimos tres años. Se quedó pasmada cuando la fundación le notificó que su solicitud había sido aprobada. Se había dirigido al menos a otras seis fundaciones al mismo tiempo, y todas habían rechazado su solicitud, diciendo que querían comprobar la marcha del centro durante un año antes de hacer donaciones al proyecto. Así que estaba agradecida a Charlie, pero siempre se sentía como un mono de feria cuando la gente que daba dinero iba a echar un vistazo. Su tarea consistía en salvar vidas y recomponer niños perjudicados. Eso era lo único que le interesaba. Recaudar fondos era un mal necesario, pero no le hacía ninguna gracia. Detestaba tener que conquistar a la gente para sacarles dinero. A ella siempre le había resultado suficientemente convincente la acuciante necesidad de las personas a cuyo servicio estaba. Detestaba tener que convencer a otros que llevaban una vida fácil. ¿Qué podían ellos saber de una niña de cinco años a quien le habían echado lejía en los ojos y habían dejado ciega para toda la vida o de un chico a quien su madre le había puesto la plancha caliente en la cara o de la niña de doce años a quien su padre violaba constantemente y le apagaba cigarrillos en el pecho? ¿Qué hacía falta para convencer a la gente de que esos niños necesitaban ayuda?
Charlie no sabía qué iba a decirle Carole Parker, pero vio la pasión en sus ojos y cierta censura cuando miró de pasada su traje bien cortado, la corbata cara y el reloj de oro. La cantidad que había gastado en todo aquello podría haberse utilizado con más provecho. Charlie le leyó el pensamiento y se sintió como un imbécil por haber ido allí de tal guisa.
– Siento no haber venido vestido para la ocasión, pero es que tenía un almuerzo de trabajo en el centro.
No era verdad, pero no podía ir al Club Náutico vestido como ella, en vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte. Mientras se lo explicaba se quitó la chaqueta, se desabotonó los puños y se subió las mangas de la camisa, se quitó la corbata y se la guardó en un bolsillo. No mejoró mucho, pero al menos lo había intentado, y ella sonrió.
– Perdone -dijo Carole Parker. -Las relaciones públicas no son mi fuerte. No se me da bien ponerle la alfombra roja a los vips. Para empezar, no tenemos, y si la tuviéramos, yo no tendría tiempo de desenrollarla.
Tenía el pelo largo y lo llevaba recogido en una gruesa coleta que le colgaba por la espalda. Parecía casi una vikinga, allí sentada, con las largas piernas estiradas bajo la mesa. Parecía cualquier cosa menos una trabajadora social, pero eso decían sus credenciales. Y entonces Charlie recordó que había ido a Princeton, y esperando romper el hielo le dijo que él también.
– A mí me gustó más Columbia -replicó ella con naturalidad, sin importarle que hubieran estudiado en el mismo sitio. -Había más honradez. En Princeton hay demasiadas tonterías para mi gusto. Allí la gente no piensa más que en la historia de la institución. A mí me dio la impresión de que les interesaba mucho más el pasado que el futuro.
– No me lo había planteado -dijo Charlie con prudencia, pero impresionado por las palabras de Carole Parker. En cierto sentido, era tan seria e intimidatoria como se temía, pero en otros aspectos no. -¿Pertenecía usted a algún club gastronómico? -preguntó, aún con la esperanza de marcarse un tanto ante ella o de descubrir algo en común.
– Sí -contestó Carole, avergonzada. -Estaba en el Cottage. -Hizo una pausa y le sonrió con complicidad. Conocía a aquella clase de hombres aristocráticos que tanto abundaban en Princeton. -Y usted en el Ivy.
En ese club no aceptaban a las mujeres cuando ella estaba allí. Entonces detestaba a los chicos que pertenecían al Ivy, pero ahora simplemente le parecía inmaduro y absurdo. Sonrió cuando Charlie asintió con la cabeza.
– No voy a decir una estupidez como «¿Cómo lo ha adivinado?» -Saltaba a la vista que conocía a los hombres de su clase, pero no sabía nada más de él. -¿Hay alguna posibilidad de que me perdone?
– Sí -contestó ella riendo, y de repente pareció más joven. No llevaba maquillaje, de hecho nunca se molestaba en maquillarse en el centro infantil. Tenía demasiadas cosas que hacer para preocuparse de detalles y vanidades. -Por 975.000 dólares de su fundación puedo perdonarle prácticamente cualquier cosa, siempre que no maltrate a sus hijos.