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– No sé cómo puedes beber eso -dijo Adam, haciendo una mueca por el olor. -Funciona, pero prefiero la resaca a beberme esa porquería.

– Es estupenda. Funciona. Quizá deberíais ponérmela por vena, si vamos a seguir bebiendo así. Siempre se me olvida lo mal que sienta. ¿Nos admitirían ya en Alcohólicos Anónimos? -dijo Gray mientras se tomaba la Unterberg de un trago, después el café y a continuación atacaba un plato de huevos.

– Eso suele pasar la segunda semana, no la primera -replicó Charlie, contento.

Le encantaba estar con sus amigos, A pesar de los excesos iniciales, solían sumirse en una rutina más tranquila tras los primeros días. No era tan terrible como lo pintaban Adam y Gray, si bien todos habían bebido y se habían divertido mucho la noche anterior, bailando con desconocidas, observando a la gente y disfrutando de la mutua compañía. Charlie siempre estaba deseando pasar aquel mes con ellos. Era el punto culminante del año, y también para sus amigos. Vivían desde meses antes expectantes, y disfrutaban de los recuerdos durante los meses siguientes. Era toda una década de viajes como aquellos, y se reían con las anécdotas de las locuras que hacían siempre que se veían.

– Me parece que este año nos hemos adelantado un poco, con una noche como la de ayer. Yo ya tengo el hígado tocado. Lo noto -comentó Gray con expresión de preocupación, mientras terminaba los huevos y se tomaba una tostada para acabar de asentar el estómago. Aún le martilleaba la cabeza, pero se sentía mejor con la Unterberg. Adam no podría haberse enfrentado a semejante desayuno. Era evidente que las cervezas que Gray tomaba religiosamente todos los días cuando estaba a bordo le funcionaban y, por suerte, ninguno de ellos se mareaba. -Yo soy mayor que vosotros, y si no paramos un poco, me vais a matar. O a lo mejor lo hará el baile. Joder, estoy en muy mala forma.

Gray acababa de cumplir los cincuenta, pero parecía bastante mayor que sus amigos. Charlie tenía un aspecto juvenil a pesar de sus cuarenta y tantos años, lo que le quitaba cinco o diez de encima; Adam solo tenía cuarenta y uno y se encontraba en una condición física extraordinaria. Estuviera donde estuviese, y por mucho trabajo que tuviera, iba todos los días al gimnasio. Decía que era la única forma de librarse del estrés. Gray nunca se había cuidado: dormía poco, comía menos y vivía para su trabajo. Se pasaba horas y horas ante el caballete, y no hacía otra cosa que pensar, soñar y respirar arte. No era mucho mayor que los otros dos, pero representaba su edad, sobre todo por su rebelde mata de pelo blanco. Las mujeres que conocía lo encontraban guapo y amable, al menos una temporada, hasta que pasaban de él.

A diferencia de Charlie y Adam, a Gray no se le ocurría ir detrás de las mujeres, y hacía muy pocos esfuerzos en ese sentido, por no decir ninguno. Él se movía en el mundo del arte, ajeno a todo lo demás. Como palomas mensajeras, las mujeres llegaban hasta él, y siempre había sido así. Era un auténtico imán para las mujeres que Adam llamaba neuróticas, y Gray no lo contradecía. Todas las mujeres con las que salía acababan de dejar de tomar medicación o empezaban a tomarla inmediatamente después de liarse con él. A todas las había maltratado el anterior novio o marido, que seguía llamándolas tras haberlas dejado tiradas. Gray invariablemente las rescataba, y aunque no lo atrajeran demasiado o le causaran problemas, mucho antes de acostarse con ellas les ofrecía un sitio donde vivir «solo unas semanas, hasta que encontraran algo». Y finalmente, lo que encontraban era a él. Acababa cocinando para ellas, dándoles alojamiento, cuidándolas, buscándoles médicos y terapeutas, metiéndolas en un programa de rehabilitación o desenganchándolas él mismo. Les daba dinero, con lo cual se quedaba aún más en la indigencia que antes de haberlas conocido. Les ofrecía refugio, consuelo y bondad. Hacía prácticamente cualquier cosa que tuviera que hacer y que ellas necesitaran, siempre y cuando no tuvieran hijos. Los niños eran lo único con lo que Gray no podía. Siempre lo habían aterrorizado. Le traían a la memoria su propia infancia, de la que no guardaba un recuerdo agradable. Al estar con niños y familias volvía a comprender con dolor la profunda disfunción de su familia.

Las mujeres con las que Gray se relacionaba no parecían malvadas al principio y le aseguraban que no querían hacerle daño. Eran desorganizadas, casi siempre histéricas y su vida un absoluto desastre. Las historias con ellas duraban desde un mes hasta un año. Les conseguía trabajo, las pulía, les presentaba gente que las ayudaba, e indefectiblemente, si no acababan en el hospital o en alguna institución, se iban con otro. Nunca había deseado casarse con ninguna, pero se acostumbraba a ellas, y cuando lo abaldonaban se sentía decepcionado una temporada. Era el cuidador por antonomasia y, como todos los padres dedicados a sus hijos, esperaba que los polluelos abandonaran el nido. Le asombraba que en cada ocasión el abandono le resultara difícil y traumático. Raramente salían de su vida con elegancia.

Le robaban cosas, sufrían ataques y se ponían a gritar hasta el extremo de que los vecinos llamaban a la policía, le rajaban los neumáticos si tenía coche en aquel momento, le tiraban sus cosas por la ventana o montaban algún follón que le producía vergüenza o dolor. Raramente le daban las gracias por el tiempo, el dinero y el cariño que tan generosamente les había prodigado. Y al final, cuando se marchaban, sentía un enorme alivio. A diferencia de Adam y Charlie, a Gray no lo atraían las mujeres jóvenes. Las mujeres que le gustaban solían tener cuarenta y tantos años y un grave trastorno psíquico. Gray decía que le gustaba su vulnerabilidad y que le daban lástima. Adam le había propuesto que trabajara para la Cruz Roja, o para un centro benéfico, donde podría cuidar a la gente cuanto quisiera en lugar de convertir su vida amorosa en el teléfono de la esperanza de las cuarentonas con enfermedades mentales.

– No lo puedo evitar -replicaba Gray tímidamente. -Siempre pienso que si no las ayudo yo, nadie lo hará.

– Ya, claro. Pues tienes suerte de que una de esas chifladas no haya intentado matarte mientras dormías. Un par de ellas lo habían intentado pero, por suerte, no lo habían conseguido. Gray tenía una necesidad irrefrenable de salvar el mundo y de rescatar mujeres con necesidades acuciantes. Esas necesidades siempre acababan cubriéndolas otros, no Gray. Casi todas las mujeres con las que había salido lo habían abandonado por otro hombre. Y cuando se marchaban aparecía otra mujer en situación catastrófica que le ponía la vida patas arriba. Era un viaje en la montaña rusa al que se había acostumbrado en el transcurso de los años. Jamás había vivido de otra forma.

A diferencia de Charlie y Adam, de familias tradicionales, respetables y conservadoras (la de Adam vivía en Long Island y la de Charlie en la Quinta Avenida, de Nueva York), Gray había vivido en todo el mundo. La pareja que lo había adoptado al nacer formaba parte de uno de los grupos más conocidos de la historia del rock. Se había criado, si se podía llamar así, entre las grandes estrellas de rock de la época, que le pasaban porros y botellas de cerveza cuando solo contaba ocho años. Sus padres también habían adoptado a una niña. A él le habían puesto Gray, a ella Sparrow, y cuando Gray tenía diez años, los padres habían «renacido» y se habían retirado de la música. Primero fueron a la India, después a Nepal, se establecieron en el Caribe y pasaron cuatro años en la Amazonia, viviendo en un barco. Lo único que Gray recordaba era la pobreza que habían visto y a los nativos que habían conocido, más que los años de infancia con las drogas, pero también recordaba algo de eso. Su hermana se hizo monja budista y volvió a India, para socorrer a las masas hambrientas de Calcuta. Cuando contaba dieciocho años Gray abandonó el barco, en todos los sentidos, y se fue a pintar. Su familia aún tenía dinero, pero él prefirió intentar arreglárselas solo y pasó varios años estudiando en París hasta que regresó a Nueva York.