– Charles Harrington.
El que siempre finges no recordar, le habría gustado añadir.
– Ah, ese. Debe de ser gay. No se ha casado.
Había dado en el blanco con ese dardo. Ya dominaba la situación. Si él decía que no era gay, querría saber cómo lo sabía, lo que podría resultar comprometedor, y si, abandonando toda precaución, le daba la razón, para quitársela de en medio, inevitablemente le devolvería la pelota más adelante. Adam lo había intentado con otros temas. Lo mejor era no decir nada. Se limitó a sonreír a Mae cuando volvió a pasar el pan, y ella le guiñó un ojo. Ella era su única aliada y siempre lo había sido.
Cuando al fin se levantaron de la mesa, Adam se sentía como si hubiera pasado una temporada en el infierno. El nudo que tenía en el estómago se hizo del tamaño de un puño al verlos ocupando los mismos sillones en los que estaban sentados antes de la cena. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que no podía más. Se quedó de pie junto a su madre, por si acaso ella sentía la necesidad imperiosa de darle un abrazo, cosa que no ocurría con frecuencia.
– Perdona, mamá, pero tengo un dolor de cabeza espantoso. Me da la impresión de que va a acabar en migraña. Tengo que conducir un buen rato, así que me voy marchar.
Lo único que quería era salir pitando de allí.
Su madre se quedó mirándolo unos momentos con los labios fruncidos y asintió con la cabeza. Ya lo había castigado debidamente por no haber ido a la sinagoga con ellos. Era libre de marcharse. Había desempeñado su papel de chivo expiatorio, como era su obligación, papel que ella le había asignado toda la vida, desde que había tenido la osadía de llegar en un momento en el que creía que ya había cumplido sobradamente con la tarea de tener hijos. Había supuesto una agresión tan inesperada como inoportuna contra sus meriendas y sus partidas de bridge, por la cual había recibido el merecido castigo. Desde siempre. Y continuaba recibiéndolo. Siempre había supuesto un incordio para ella, jamás un motivo de alegría.
Los demás habían seguido el ejemplo de la madre. A los catorce años, Ben sintió una gran vergüenza cuando ella volvió a quedarse embarazada, y a Sharon, a los nueve, le indignó aquella intrusión en su vida. Su padre se dedicaba a jugar al golf y no tenía tiempo para otra cosa. Y, como venganza, decidieron que lo criara una niñera y nunca pudiera ver a su familia. Pero el castigo que le impusieron resultó una suerte para él. La mujer que se ocupó de él hasta los diez años era cariñosa y bondadosa, la única persona decente de su infancia. Hasta su décimo cumpleaños, cuando la echaron sin permitirle que se despidiera. Adam seguía preguntándose a veces qué habría sido de ella, pero suponía que habría muerto, porque ya no era joven cuando lo cuidaba. Se había sentido culpable durante años por no intentar buscarla, o al menos escribirle, para darle las gracias por su bondad.
– Si no bebieras tanto ni salieras con esas mujeres de vida alegre no tendrías migrañas -proclamó su madre.
Adam no sabía qué tenían que ver las mujeres de vida alegre con las migrañas, pero era más sencillo no preguntarlo.
– Gracias por la cena. Ha sido estupenda.
No tenía ni idea de lo que había comido. Probablemente carne asada. En aquella casa nunca se fijaba en lo que comía. Se limitaba a cumplir.
– Llámame algún día -dijo su madre en tono severo.
Adam asintió con la cabeza y resistió la tentación de preguntarle para qué. Era otra pregunta a la que nadie podría haber contestado. ¿Por qué iba a llamarla? Pero de todas maneras lo hacía, por respeto y costumbre, una vez a la semana o así, siempre con la esperanza de que no estuviera en casa y pudiera dejarle el recado, preferiblemente a su padre, quien apenas era capaz de intercalar tres palabras entre hola y adiós, que casi siempre eran: «Se lo diré».
Adam se despidió de cada uno de ellos, y después de Mae, en la cocina. Salió y subió al Ferrari con un profundo suspiro.
– ¡Me cago en diez! -dijo en voz alta. -Cómo detesto a esa gente.
Entonces empezó a sentirse mejor y pisó a fondo el acelerador. Diez minutos más tarde iba por la autopista de Long Island sobrepasando con mucho el límite de velocidad, pero con el estómago mejor. Intentó hablar con Charlie, aunque fuera solo para oír la voz de un ser humano normal, pero no estaba, y le dejó un mensaje absurdo en el contestador. Y de repente se puso a pensar en Maggie. Su fotografía del Enquirer era espantosa. Él la recordaba con mejor aspecto. Era una chica mona, a su manera. Siguió pensando en ella unos minutos y se preguntó si debería llamarla. Probablemente no, pero sabía que algo tenía que hacer aquella noche para restablecer sus tripas y su ego, tan maltrechos. Podía llamar a muchas otras chicas, y eso hizo en cuanto llegó a casa, pero ninguna estaba en casa. Era viernes, y todas las mujeres que conocía debían de haber salido con alguien. Lo único que necesitaba era un poco de calor humano, alguien a quien sonreír, con quien hablar y que lo apoyara. Ni siquiera necesitaba sexo; solo alguien que reconociera que él también era un ser humano. Ver a su familia lo dejaba sin fuerzas, como si unos vampiros le hubieran chupado la sangre. Necesitaba una transfusión.
Consultó su agenda en el apartamento. Llamó a siete mujeres y le respondieron los contestadores automáticos. Entonces volvió a pensar en Maggie. Supuso que estaría trabajando, pero por si acaso se decidió a llamarla. Ya eran más de las doce, y quizá hubiera vuelto a casa. Rebuscó en todos los bolsillos de la cazadora de cuero que llevaba la noche del concierto de Vana hasta que encontró el trozo de papel en el que le había apuntado su teléfono. Maggie O'Malley. Marcó el número. Sabía que era absurdo recurrir a ella, pero tenía que hablar con alguien. Su madre lo volvía loco. Detestaba a su hermana. No, ni siquiera la detestaba. Le caía fatal, casi tanto como él a ella. Lo único que había hecho en su vida era casarse y tener dos hijos. Se habría conformado con hablar con Gray o con Charlie, pero sabía que Gray estaba con Sylvia, y era demasiado tarde para llamar. Y recordó que Charlie iba a pasar el fin de semana fuera, así que llamó a Maggie. Sintió una creciente oleada de pánico, como le ocurría siempre que iba a casa de sus padres, y el dolor de cabeza se convirtió en auténtica migraña. Cuando estaba con su familia le volvían los peores recuerdos de la infancia. Dejó que el teléfono sonara unas doce veces, pero no contestó nadie. Al final saltó un contestador automático con los nombres de varias chicas, y dejó su nombre y su número para Maggie, pensando que no debería haberse molestado en llamarla. Como toda la gente que conocía, Maggie habría salido aquella noche, y en cuanto colgó se dio cuenta de lo estúpido que había sido al llamarla. Era una perfecta desconocida. No podía explicarle lo que suponía ver a su familia, ni el dolor que siempre le había causado su madre. Maggie era una tontorrona con la que había salido aquella noche a falta de alguien mejor. No era más que una camarera. Al verla en el recorte de prensa con el que su madre lo había torturado se acordó de ella, pero se alegró de que no contestara. Ni siquiera se había acostado con ella, y la única razón para haber conservado su número de teléfono era que se le había olvidado sacarlo de la cazadora y tirarlo.
A pesar de los alarmantes pronósticos de su madre sobre el potencial alcoholismo y la consecuencia de las migrañas, se sirvió una copa antes de tumbarse en la cama para intentar recuperarse de la tensión de aquel día en Long Island. Detestaba la sola idea de ir a casa de sus padres. Era una forma exquisita de tortura, de la que siempre tardaba varios días en recuperarse. ¿Qué sentido tenía que lo invitaran, si iban a seguir tratándolo como a un paria toda su vida? El dolor de cabeza que su madre le había pronosticado empezó a martillearlo mientras pensaba en ellos tumbado en la cama. Tardó casi una hora en dormirse.
Una hora más tarde, cuando estaba profundamente dormido, sonó el teléfono. Soñó que eran monstruos del espacio exterior que intentaban comérselo vivo y emitían extraños zumbidos, mientras su madre se reía de él, blandiendo periódicos. Se tapó la cabeza con las sábanas y soñó que huía de ella gritando, hasta que cayó en la cuenta de que era el teléfono. Se llevó el auricular a la oreja y contestó medio dormido.