– Sí…
– ¿Adam?
No reconoció la voz y al despertarse por completo notó un dolor de cabeza aún peor que antes de acostarse.
– ¿Quién es?
Ni lo sabía ni le importaba; se dio la vuelta, a punto de volver a dormirse.
– Soy Maggie. Has dejado un recado en el contestador.
– ¿Qué Maggie?
Estaba demasiado adormilado para caer en la cuenta.
– Maggie O'Malley. Me has llamado. ¿Te he despertado?
– Pues sí. -Ya se había despejado un poco cuando miró el despertador que tenía al lado de la cama. Eran poco más de las dos. -¿Por qué me llamas a estas horas?
Al despejarse, empezó a desaparecer el dolor de cabeza, pero sabía que si hablaba con ella no volvería a dormirse fácilmente.
– Pensaba que era importante. Me has llamado a las doce de la noche. Acabo de volver de trabajar, y pensaba que aún estarías despierto.
– Pues no -replicó Adam, tumbado en la cama y recapitulando la situación. A aquella hora, a Maggie debía de haberle parecido una llamada a la desesperada, pero no era mucho mejor que ella lo llamara a las dos de la madrugada. Incluso era un poco peor. Y, además, ya era demasiado tarde para verla. Estaba medio dormido.
– ¿Para qué me llamabas?
Maggie parecía sentir curiosidad y estar un poco incómoda. Le había gustado conocer a Adam y le estaba agradecida por el asiento que le había conseguido, pero le había decepcionado que no la llamara. Cuando se lo contó a sus amigas del restaurante donde trabajaba, le dijeron que seguramente no la llamaría. Pensaban que, al no haberse acostado con él, Adam habría perdido el interés. Quizá si lo hubiera hecho, él habría pensado que tenían algo en común, justo lo contrario que opinaba la jefa de comedor.
– Nada, me preguntaba si estarías ocupada -contestó Adam con voz somnolienta.
– ¿A medianoche?
Parecía perpleja, y Adam se sintió un poco avergonzado al encender la luz, ya completamente despierto. La mayoría de las mujeres que conocía ya le habrían colgado el teléfono, salvo las que estaban realmente desesperadas. No era el caso de Maggie, que pareció ofenderse con la explicación que le dio. «¿Qué era, una llamada a la desesperada?», le dijo, llamando a las cosas por su nombre. Solo que para él era un antídoto contra el veneno de su madre, especialmente potente, y esperaba que un alma caritativa le proporcionase el anti-veneno que necesitaba. Y si en eso iban incluidos los favores sexuales, tanto mejor. En el caso de Maggie resultaba un poco más embarazoso, porque en realidad no la conocía.
– No, no ha sido una llamada a la desesperada -contestó, avergonzado. -Es que he cenado con mis padres en Long Island, y ha sido una mierda. Es Yom Kipur.
Supuso acertadamente que, con un apellido como O'Malley, Maggie no tendría ni idea de qué era Yom Kipur, como la mayoría de las chicas con las que salía.
– Pues feliz Yom Kipur -contestó Maggie un tanto cortante.
– No tanto. Es el día de la expiación -le explicó.
– ¿Cómo es que no me has llamado antes?
Comprensiblemente, tenía sus recelos.
– He estado muy liado.
Cada vez se sentía peor. Lo único que le faltaba era discutir con aquella chica a la que no tenía pensado llamar, y encima a las dos de la madrugada. Bien merecido se lo tenía, por haberla llamado. Era lo que pasaba con las llamadas a la desesperada a desconocidos en mitad de la noche.
– Sí, como yo -repuso Maggie con inconfundible acento de Nueva York. -De todos modos, gracias por el asiento y la agradable noche. No pensabas llamarme, ¿verdad? -añadió con tristeza.
– Pues parece que sí, porque te he llamado. Hace dos horas, para ser exactos -dijo Adam, irritado. No le debía ninguna explicación, y el dolor de cabeza volvía en toda su plenitud. Eso era lo que conseguía con las cenas en Long Island, y, contrariamente a lo que deseaba, Maggie no le estaba sirviendo de ayuda.
– No, no pensabas llamarme. Eso dicen mis amigas.
– ¿Lo has hablado con ellas?
Le daba vergüenza solo de pensarlo. A lo mejor había hecho una encuesta por todo el barrio, a ver si la llamaba o no.
– Solo les he preguntado qué pensaban. ¿Me habrías llamado si me hubiera acostado contigo? -preguntó con curiosidad, y Adam soltó un gruñido, cerró los ojos y se dio la vuelta en la cama.
– ¿Cómo demonios lo voy a saber? A lo mejor sí y a lo mejor no. ¿Quién sabe? Depende de si nos gustábamos.
– Francamente, no tengo muy claro que me gustes. La noche que te conocí creí que sí, pero ahora pienso que solo estabas jugando conmigo. Supongo que a Charlie y a ti os resulté una chica graciosa.
Parecía ofendida. Con la limusina y los sitios a los que la había llevado, saltaba a la vista que Adam tenía dinero. Los tipos como él siempre se aprovechaban de las chicas como ella y después no las llamaban nunca. Eso es lo que le habían dicho sus amigas, y en vista de que Adam no la llamaba, había llegado a la conclusión de que tenían razón. Se alegró aún más de no haberse acostado con él, aunque había pensado en ello. No lo conocía, y no estaba dispuesta a intercambiar su cuerpo por una buena entrada para un concierto.
– A Charlie le pareciste una chica muy agradable -mintió Adam. No tenía ni idea de lo que pensaba Charlie. No habían vuelto ni a mencionar su nombre, ninguno de los dos. Era simplemente alguien que se había puesto al alcance de su radar una noche y había desaparecido para no volver a dejarse ver. Maggie tenía razón: no pensaba llamarla. Y no lo hubiera hecho de no ser por la pesadilla de Long Island, y porque nadie le había contestado. Necesitaba desesperadamente un contacto humano, y ahora se lo estaban dando, pero con creces.
– ¿Y a ti, Adam? ¿También te parecí una chica muy agradable?
Se estaba poniendo pesada. Adam abrió los ojos y se quedó mirando el techo, preguntándose por qué seguía hablando con ella. Todo era por culpa de su madre. Había bebido lo suficiente para convencerse de que la mayoría de las cosas que le ocurrían en la vida era por culpa de su madre. El resto, por culpa de Rachel
– Oye, ¿por qué seguimos con esto? Yo no te conozco, y tú a mí tampoco. Tengo un dolor de cabeza espantoso y también de estómago. Mi madre piensa que estoy alcoholizado. A lo mejor es verdad, aunque yo no lo creo, pero de todos modos me siento como un puto trapo. Esa familia es el mismísimo diablo, y he pasado la tarde con ellos. Estoy muy cabreado. Detesto a mis padres, y ellos no me quieren. No sé por qué te he llamado, pero bueno, te he llamado, y no estabas en casa. ¿Y si lo dejamos pasar, como si tal cosa, como si no te hubiera llamado? Sí, a lo mejor fue a la desesperada, y no sé por qué lo hice, solo que me siento como un trapo, como siempre después de ver a mi madre. -Estaba hartándose de verdad, y Maggie siguió escuchándolo en silencio, hasta que al final dijo:
– Cuánto lo siento, Adam. Mis padres tampoco eran para tirar cohetes. Mi padre murió cuando yo tenía tres años. Mi madre era alcohólica y no he vuelto a verla desde que tenía siete años.
– ¿Y con quién te criaste?
Adam no sabía por qué continuaba aquella conversación, pero sentía curiosidad.
– Estuve con una tía mía hasta los doce años. Después se murió y estuve en acogida hasta que terminé el instituto. Bueno, en realidad no terminé. Saqué lo de la educación básica a los dieciséis, y desde entonces estoy sola.
Lo dijo con toda naturalidad, sin ninguna intención de inspirar lástima.
– Vaya por Dios, sí que es mala suerte.
Pero muchas de las mujeres que Adam conocía tenían una historia parecida. La clase de mujeres con las que salía raramente habían llevado una vida fácil; la mayoría habían sufrido acoso sexual por parte de los hombres de su familia, se habían marchado de casa a los dieciséis años y trabajaban de modelos y actrices. Maggie no era diferente. Simplemente parecía tener una actitud más filosófica, y no daba la impresión de querer que Adam tomara cartas en el asunto. No esperaba que le pagara unos implantes para compensarla por el hecho de que su madre hubiera sido prostituta o que su padre hubiera abusado de ella. Por muchas cosas desagradables que le hubieran pasado, parecía haber hecho las paces con todo, e incluso mostraba cierta comprensión hacia Adam.