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– ¿No tienes familia?

Adam estaba intrigado.

– Pues no. Es un poco mierda en vacaciones, pero veo a mis padres de acogida de vez en cuando.

– No tener familia es una suerte, créeme -dijo Adam cínicamente. -Seguro que no te habría gustado tener una como la mía.

Maggie no lo tenía tan claro, pero no estaba dispuesta a discutirlo con Adam a las dos y media de la madrugada. Llevaban media hora hablando de esto y aquello, y ella seguía pensando que la había llamado porque estaba cachondo y desesperado, y le parecía una grosería, una ofensa. Se preguntó a cuántas mujeres habría llamado antes que a ella y si se habría molestado en llamarla si alguna hubiera acudido en su ayuda. No parecía que así fuera, porque saltaba a la vista que estaba solo y profundamente dormido cuando ella lo llamó.

– Pues a mí me da por pensar que me gustaría tener una familia, por mala que fuese. -Y de repente se le ocurrió una cosa. Estaba espabilada, a pesar de la hora, y ahora también Adam. -¿Tienes hermanos o hermanas?

– Oye, Maggie, ¿te importaría que habláramos de esto en otra ocasión? Mañana te llamo y te prometo que te contaré toda la historia de mi familia.

A continuación Maggie oyó un golpetazo, un gemido y un grito: «¡Me cago en…!».

Pensó que Adam se había hecho daño.

– ¿Qué pasa? -preguntó, preocupada.

– Que me he bajado de la cama, he chocado con la mesilla de noche y se me ha caído el despertador en un pie. O sea que, para colmo, no solo estoy cansado y deprimido, sino que me he hecho daño.

Parecía un niño de cinco años a punto de estallar en llanto, y Maggie tuvo que reprimirse para no soltar una risita.

– Mira que eres desastre. Anda, intenta volver a dormirte.

– Y encima con bromitas. Llevo diciéndotelo media hora.

– No seas grosero -lo reprendió Maggie. -De verdad, a veces te pones muy ordinario.

– Ni que fueras mi madre. Siempre me dice esas cosas. ¿Te parece muy correcto que me envíe recortes de los tabloides donde aparezco como una puta mierda o con mis clientes a punto de entrar en la cárcel? ¿Y no es una ordinariez decir que soy alcohólico y que adora a mi ex mujer a pesar de que me engañó y me dejó tirado y encima se casó con otro?

Estaba empezando a cabrearse otra vez, incorporado en la cama, pero Maggie seguía escuchándolo.

– Eso no es una ordinariez. Es una maldad. ¿De verdad te dice esas cosas?

Maggie parecía sorprendida y también comprensiva. A pesar de que casi le estaba gritando, Adam se dio cuenta de que Maggie era una persona amable. Lo había comprendido la noche que se conocieron, pero no tenía sitio en su vida para ella. Lo único que él quería era sexo, glamour y excitación, y no podía contar con ella para ninguna de esas cosas, a pesar del tipazo que tenía, pero como ella no estaba dispuesta a compartir su cuerpo con él, no había forma de saber si resultaría divertido o no. Maggie le había soltado un absurdo discursito, que no hacía cosas así el primer día, en cuyo caso para Adam no había un segundo día. Y estaba hablando con él a las tres de la mañana, escuchando las quejas sobre su madre. No parecía importarle, a pesar de que él la había llamado claramente con ciertas intenciones. A ella no le había gustado, y así se lo había dicho, pero pese a ello no colgaba.

– Adam, no deberías consentir que te dijera esas cosas -añadió con cierta dulzura.

La madre de Maggie se había portado mal con ella, y una noche, sin siquiera despedirse, había desaparecido.

– ¿Por qué crees que tengo dolor de cabeza? -preguntó Adam, casi volviendo a gritar. -Porque me lo guardo todo dentro.

Se dio cuenta de que estaba dando la imagen de chiflado, y así era como se sentía. Estaba practicando terapia telefónica, sin sexo. Era la conversación más rara que había mantenido en su vida. Casi lamentaba haber contestado al teléfono, pero al mismo tiempo se alegraba. Le gustaba hablar con Maggie.

– No deberías guardarte los sentimientos. A lo mejor deberías hablar con ella un día de estos y explicarle lo que sientes.

Tumbado en la cama, Adam puso los ojos en blanco. Maggie tenía un punto de vista un tanto simplista, pero no le faltaba comprensión y, además, no conocía a su madre. Suerte que tenía. -¿Qué has tomado para el dolor de cabeza?

– Vodka y vino tinto en casa de mi madre, y un chupito de tequila al volver a casa.

– Pues eso no te va a sentar nada bien. ¿No te has tomado una aspirina?

– Claro que no, y el coñac y el champán son todavía peores, puedes creerme.

– Pues deberías tomar una aspirina, un Tylenol o algo.

– No tengo -contestó Adam, compadecido de sí mismo. Pero, aunque pareciera raro, le gustaba hablar con Maggie. Era una persona encantadora de verdad. De no haberlo sido, no le estaría prestando atención con las quejas sobre sus padres y sus problemas.

– Pero ¿será posible que no tengas Tylenol en casa? -Y de repente se le ocurrió una cosa. -Oye, no serás de la iglesia de la Ciencia Cristiana o algo, ¿no?

Había conocido a un miembro de aquella secta que no tomaba medicinas ni iba nunca al médico. Se limitaba a rezar. A ella le parecía raro, pero a él le funcionaba.

– Pues claro que no. A ver si te acuerdas: hoy es Yom Kipur. Soy judío, y por eso ha empezado todo este lío. Por eso he ido a cenar con mis padres, porque es Yom Kipur. Y no tengo aspirinas en casa porque no estoy casado. Los casados tienen esas cosas en casa, porque las compra la esposa. En el despacho me las compra mi secretaria, pero siempre se me olvida traérmelas a casa.

– Pues deberías comprarte una caja mañana mismo, antes de que se te vuelva a olvidar.

Maggie tenía una voz casi infantil, pero reconfortaba oírla. Al final, le había ofrecido justo lo que Adam necesitaba: comprensión y alguien con quien hablar.

– Lo que debería hacer es dormir -replicó Adam. -Y tú también. Mañana te llamo. En serio.

Aunque solo fuera para darle las gracias.

– Seguro que no me llamas -dijo Maggie con tristeza. -Yo no soy suficientemente fina para ti, Adam. He visto los sitios a los que vas, y seguramente sales con chicas muy elegantes.

Mientras que ella no era más que una camarera del Pier 92. Se habían conocido por casualidad, y también por azar le había dejado Adam un recado en el contestador aquella noche. Y la tercera casualidad: que Maggie lo hubiera llamado y lo hubiera despertado.

– Otra vez como mi madre. Es justo lo que suele decirme. Nada le parece bien. Está convencida de que tendría que haber encontrado a otra chica judía como es debido hace años y haberme vuelto a casar. Y, por cierto, las mujeres con las que salgo no son más elegantes que tú.

A lo mejor llevaban ropa más cara, pero porque se la había comprado alguien. Aunque la madre de Adam no lo habría aceptado, lo cierto era que Maggie era más respetable que ellas, y en j muchos sentidos.

– Pues entonces, ¿por qué no te has vuelto a casar?

– Porque no quiero. Ya me han hecho suficiente daño. Mi ex mujer es como mi madre, igual de mala, y no tengo el menor deseo de volver a tener una experiencia terrible.

– ¿Tienes hijos?

No se lo había preguntado la noche en que se habían conocido, porque no se había presentado la ocasión ni había tenido tiempo.