– Sí, dos. Amanda, de catorce años, y Jacob, de trece -respondió Adam sonriente, y Maggie percibió la sonrisa en su voz.
– ¿En qué universidad estudiaste?
– Es que no doy crédito -dijo Adam, a pesar de lo cual continuó respondiendo al interrogatorio, como si fuera adictivo. -Pues en Harvard. Me licencié en derecho magna cum laude.
Era una pedantería tremenda, pero ¿y qué? Al fin y al cabo no podía verla y todo lo que se dijeran por teléfono valía.
– Ya lo sabía yo -dijo Maggie, entusiasmada. -Es que lo sabía. ¡Y eres una lumbrera! -Por primera vez, alguien que reaccionaba como es debido. Adam sonrió. -¡Es increíble!
– No tanto -repuso Adam, un poco más modesto. -Hay mucha gente como yo, aunque me cueste reconocerlo. Rachel la espantosa también obtuvo la licenciatura summa cum laude y aprobó el examen para ejercer la abogacía a la primera. Yo no.
Estaba confesando sus pecados y sus debilidades.
– ¿Y qué, si es un mal bicho?
– Me encanta que digas eso.
Adam estaba contento. Sin habérselo propuesto, había encontrado una aliada.
– Oye, perdona. No debería hablar así de la madre de tus hijos.
– Claro que sí. Yo siempre lo digo, porque eso es lo que es. La odio… bueno, no es que la odie, es que me cae fatal -corrigió. Al fin y al cabo, era un día religioso, pero seguramente Maggie era católica. -Por cierto, tú serás católica, ¿no?
– Antes sí, pero ahora la verdad es que no soy nada. A veces voy a la iglesia y pongo velas y tal, pero nada más. Es eso, que no soy nada, pero de pequeña quería ser monja.
– Pues qué lástima, con esa cara tan preciosa y ese cuerpo tan bonito. Gracias a Dios que no te metiste a monja.
– Gracias, Adam. Te lo agradezco. Oye, creo que deberías irte a la cama, porque si no, mañana te va a doler más la cabeza.
Adam no pensaba en su cabeza desde hacía media hora, mientras hablaba con Maggie, y de repente, al mirar el reloj, se dio cuenta de que el dolor había desaparecido. Eran las cuatro.
– Oye, ¿desayunamos juntos mañana? ¿A qué hora te levantas?
– Normalmente como a las nueve, pero mañana pensaba dormir más, porque libro.
– Yo también. ¿Paso a recogerte a eso de las doce y nos vamos a tomar algo a un buen sitio?
– A un buen sitio… A ver, ¿qué quieres decir con un buen sitio?
Parecía preocupada. La mayor parte de la ropa que se ponía era de sus compañeras de piso; ninguna de las prendas que llevaba la noche que se habían conocido Adam y ella eran suyas, y por eso le quedaba tan estrecha la blusa. Ella era la de tetas más grandes. No se lo quiso explicar a Adam, pero él adivinó lo que le preocupaba, porque muchas de las chicas con las que salía estaban en la misma situación.
– Venga, ponte unos vaqueros bonitos o una falda vaquera, o unos pantalones cortos bonitos…
Quería darle a elegir.
– Vale. Una falda vaquera.
Parecía aliviada.
– Estupendo. Yo me pondré lo mismo.
Los dos se rieron, y Adam volvió a anotar la dirección de Maggie en el bloc que tenía en la mesilla de noche. Cuando anotaba algo en aquel bloc solía ser porque habían detenido a alguno de sus clientes, pero en esta ocasión era por un motivo mucho más placentero.
– Gracias, Maggie. Lo he pasado muy bien.
Posiblemente mucho mejor que si la hubiera visto. Había hablado con ella, no había intentado seducirla, y no tenía muy claro si aquel desayuno-almuerzo con ella al día siguiente derivaría en seducción. A lo mejor acababan como amigos. Pero al menos empezaban bien.
– Yo también, y me alegro de que me hayas llamado, aunque fuera a la desesperada, ya me entiendes.
– No te he llamado a la desesperada -insistió Adam, a pesar de no estar muy convencido, como tampoco lo estaba Maggie. Claro que había llamado cachondo y desesperado, pero había habido un final feliz, y encima ya no tenía dolor de cabeza.
– Sí, vale -replicó Maggie, muerta de risa. -Venga, después de las diez, nadie llama si no es por eso, ¿o es que no lo sabes?
– ¿Quién ha dictado esas normas?
– Pues yo -contestó Maggie, riéndose otra vez.
– Venga, vete a dormir, que si no mañana estarás hecha un asco. Bueno, supongo que no. Eres demasiado joven para eso, pero yo no.
– No, qué va. A mí me pareces muy guapo -replicó Maggie con toda naturalidad.
– Buenas noches, Maggie -dijo Adam en voz baja. -Me reconocerás mañana por la cara de gilipollas.
Aquella chica había empezado a gustarle, por sus comentarios sobre Harvard y sobre lo guapo que era, que lo hacían sentirse divinamente. Había sido un día espantoso, y después estupendo. Maggie había contrarrestado los malos ratos que siempre pasaba en Long Island.
– Hasta mañana.
– Buenas noches -dijo Maggie con dulzura, y colgó.
Y en cuanto se metió en la cama y se arropó con la manta, empezó a pensar si Adam se presentaría al día siguiente. Los tíos son así. Prometen cosas que no cumplen. Decidió vestirse y esperarlo, pasara lo que pasase. Incluso si no se presentaba al día siguiente, le había gustado hablar con él. Era un tío agradable, y le gustaba.
CAPÍTULO 13
Maggie estaba sentada en el sofá del cuarto de estar, esperando a Adam. Era el primer sábado de octubre, casi a mediodía, y hacía un día precioso. Llevaba una minifalda vaquera, una ajustada camiseta rosa que le había dejado una de sus compañeras de piso y sandalias doradas. En esta ocasión se había recogido el pelo en una cola de caballo y se la había sujetado con un pañuelo rosa, con lo que parecía aún más joven. Llevaba muy poco maquillaje. Tenía la impresión de que Adam pensaba que iba demasiado maquillada la noche que se habían conocido.
La siguiente vez que miró el reloj eran las doce y cinco y él aún no había aparecido. Todas las chicas del apartamento habían salido, y empezó a preguntarse si Adam iría a buscarla realmente. A lo mejor no. Decidió darle de plazo hasta la una, y si no aparecía, dar un paseo por el parque. Era absurdo deprimirse si al final no pasaba nada. Como no se lo había contado a nadie, no se reirían de ella si Adam le daba plantón. Estaba pensando en esto cuando sonó el teléfono. Era Adam, y Maggie sonrió al oír su voz, e inmediatamente pensó si habría llamado para anular la cita. Le pareció raro que la llamara por teléfono en lugar de llamar al timbre desde abajo.
– Hola, ¿qué tal? -Intentó parecer despreocupada, para que Adam no pensara que estaba decepcionada. -¿Cómo va el dolor de cabeza?
– ¿Qué dolor de cabeza? ¿Cuál es el número de tu apartamento? Se me ha olvidado.
– ¿Dónde estás? -Se había quedado pasmada. Resulta que sí había ido. Mejor tarde que nunca, y al fin y al cabo solo eran las doce y diez.
– Aquí, abajo. -Estaba llamando desde el móvil. -Anda, baja. He reservado mesa en un sitio.
– Ya voy.
Colgó y bajó la escalera a todo correr, no fuera que Adam desapareciera Q cambiara de idea. En su vida era algo raro que la gente cumpliera lo que prometía. Y Adam lo había cumplido.
Cuando salió por el portal, allí estaba Adam, apoyado sobre su flamante Ferrari como una estrella de cine. Era el coche en el que había ido a Long Island la noche anterior y ante el que toda su familia había cerrado cortésmente los ojos, como si no existiera. Los padres tenían sendos Mercedes, como su hermano y su cuñada, su cuñado un BMW y su hermana no tenía coche, Los demás tenían que poner su vida patas arriba y dejar lo que estuvieran haciendo para llevarla a donde ella quisiera. Para ellos, un Ferrari era tal vulgaridad y tal horterada que ni siquiera merecía la pena un comentario, pero a Adam le encantaba.
– ¡Madre mía! ¡Menudo coche! -Maggie se puso a dar botes en la acera, mirando a Adam. Él le sonrió, abrió la puerta y le dijo que entrase. Maggie solo había visto algo parecido en las películas, y se iba a subir en él. No daba crédito. Pensó que ojalá hubiera alguien conocido que la viera en aquel momento. -¿Es tuyo? -preguntó con excitación.