– No, qué va. Es robado. -Adam se echó a reír. -Pues claro que es mío. Qué le vamos a hacer. Ya sabes que he ido a Harvard.
Los dos se echaron a reír, y Maggie le dio un paquetito.
– ¿Qué es?
– Un regalito para ti. Te lo he comprado esta mañana.
Era un frasco de Tylenol, por si volvía a dolerle la cabeza.
– Eres un cielo -le dijo Adam, sonriéndole. -Lo guardaré para la próxima vez que vea a mi madre.
Adam atravesó Central Park con el coche; hacía una tarde preciosa. Se detuvo en un restaurante con terraza de la Tercera Avenida. Pidió huevos Benedictine para los dos, después de que Maggie le aseguró que le encantaban. No los había probado en su vida, pero cuando Adam le explicó en qué consistían le parecieron bien. Después se quedaron un rato tomando vino, y a continuación fueron a dar un paseo. A Maggie le encantó ver escaparates con él y hablar sobre la gente a la que representaba. Adam le habló sobre sus hijos, sobre la ruptura de su matrimonio y el dolor que le había causado, y también le habló de sus dos mejores amigos, Charlie y Gray. Al final de la tarde, Maggie tenía la impresión de saberlo todo sobre Adam, mientras que ella solo le había contado algunas cosas, discretamente.
Era más reservada que él, y prefería hablar sobre Adam. Solo le contó unas cuantas anécdotas sobre su infancia, sus padres de acogida y la gente con la que trabajaba, pero para los dos saltaba a la vista que la vida de ella era mucho menos fascinante que la de él. Prácticamente lo único que hacía Maggie era trabajar, comer, dormir e ir al cine. Al parecer no tenía muchos amigos. Según ella, no tenía tiempo. Trabajaba muchas horas en el Pier 92, y cuando Adam le preguntó qué más hacía respondió con vaguedad. Se limitó a sonreír y a decir: «Nada, Solo trabajar». A Adam le sorprendió lo fácil que resultaba estar a su lado. Era agradable charlar con ella, y a pesar de haber llevado una vida sencilla, parecía conocer el mundo. Para ser una mujer de veintiséis años, había visto muchas cosas, muchas de ellas terribles. Parecía más joven de lo que era, pero mentalmente era mucho mayor, incluso mayor que Adam en ciertos sentidos.
Volvieron a las seis, y Maggie iba pensando que no le apetecía nada que acabara el día. Casi como si le hubiera leído el pensamiento, Adam se volvió hacia ella con ilusión.
– Oye, ¿y si preparo unos filetes a la barbacoa en la terraza de mi casa? ¿Qué te parece, Maggie?
Dijo que tenía unos cuantos en el frigorífico. -Pues estupendo -respondió Maggie, radiante.
Ella solo había visto edificios como aquel en el que vivía Adam en las películas. El portero los saludó a la entrada y sonrió a Maggie. Era muy guapa y, adondequiera que fuese, todo el mundo la miraba.
Adam apretó el botón del ático en el ascensor, y en cuanto abrió la puerta del apartamento, Maggie se quedó allí pasmada, mirando.
– ¡Madre mía! -exclamó, como cuando había visto el Ferrari. -Menuda casa. -Adam vivía en la trigésimo segunda planta, con una terraza en forma de curva, con su barbacoa, su jacuzzi y sus tumbonas. -Es de película -dijo, sin dar crédito. -¿Cómo es que me está pasando esto a mí?
– Pura suerte, supongo -contestó Adam en broma. Ahora que había empezado a conocerla, lo que le entristecía era que a ella nunca le hubiera pasado. Pero a él sí. Después de cenar, Maggie tendría que volver al deprimente edificio en el que vivía, y solo de pensarlo se ponía malo, por ella, Maggie se merecía mucho más que lo que le había deparado el destino. Francamente, había cosas muy injustas. Lo único que él podía hacer era ofrecerle una noche agradable, una buena comida y un rato juntos, y después devolver a Maggie a su mundo de siempre. Nada de lo que él hiciera cambiaría la realidad de Maggie, pero lo más curioso era que a ella no parecía importarle. No sentía la menor envidia y, por el contrario, parecía alegrarse de todas las facetas de la vida que Adam iba mostrándole.
Maggie era una mujer completamente diferente de las que Adam frecuentaba. Se parecía a todas ellas, pero no tenía nada en común con ellas. Maggie era amable, cariñosa y divertida, y además auténtica. Era lista, y le encantaba discutir con él. Y a Adam le encantaba que lo considerase una especie de ángel. Las demás mujeres con las que salía solo querían utilizarlo. Querían ropa, joyas, tarjetas de crédito, un piso, cirugía plástica y que les presentara a alguien para un trabajo o para un papelito en una película. Todas las demás parecían tener agendas muy apretadas, mientras que Maggie daba la impresión de querer estar solamente con él y compartir un buen rato. La rodeaba un halo de inocencia irresistible que la hacía distinta de todas las mujeres que se habían cruzado en su camino durante los últimos años.
Maggie preparó una buena ensalada mientras Adam sacaba los filetes del frigorífico y encendía la barbacoa. Los filetes eran enormes y comieron copiosamente, y después tomaron cucuruchos de helado en la terraza y se pusieron perdidos, riéndose. A Maggie se le cayó a los pies, pero no le dio importancia.
– Ven, mételos en el jacuzzi -le dijo Adam amablemente. -Nadie se va a enterar.
Abrió el grifo y salió el agua burbujeante y caliente. Al menos cabían doce personas, y Maggie se sentó en el borde y metió los pies, riéndose.
– Seguro que das un montón de fiestas tremendas -dijo Maggie, con su minifalda y su camiseta rosa. Parecía una cría, más que nunca.
– ¿Por qué? -preguntó Adam en tono evasivo. No le gustaba hablar de las demás mujeres de su vida y pensó que Maggie estaba a punto de interrogarlo.
– Fíjate en todo esto -respondió ella, mirando a su alrededor y después a Adam. -Jacuzzi, ático, barbacoa, terraza, una vista estupenda… O sea, si yo viviera en un sitio así, mis amigos vendrían siempre a verme.
No había disparado en la dirección que Adam se temía.
– Sí, en ocasiones lo hacen -reconoció con honradez. -Pero otras veces me gusta estar aquí solo. Trabajo mucho, y de vez en cuando es agradable un poquito de calma. -Maggie asintió con la cabeza. Era lo mismo que necesitaba ella cuando volvía a casa por la noche después de trabajar. Adam añadió con una mirada dulce: -Lo estoy pasando muy bien contigo.
– Yo también -dijo Maggie con toda sencillez, mirándolo desde donde estaba. -¿Por qué no quieres volver a casarte?
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Adam, desconcertado.
– Porque me lo dijiste anoche por teléfono -le explicó Maggie, y Adam asintió. Estuvo tan adormilado durante la mayor parte de la conversación que se le había olvidado gran parte de lo que había dicho. Lo único que recordaba era lo agradable que le había resultado hablar con Maggie. -¿No quieres más hijos? Todavía eres joven. Puedes tener más.
Era la clase de interrogatorio al que lo sometía la mayoría de las mujeres, a las que no les gustaban las respuestas que les daba, pero siempre era sincero con ellas. Prefería advertir de sus intenciones, tanto si las mujeres le creían como si no. La mayoría no le creían. En cuanto les decía la verdad, se lo tomaban como un reto aún mayor.
– Me gustan los que tengo, dos, y no quiero más, ni me hace ninguna falta casarme. El matrimonio no fue para mí una experiencia estupenda. Me divierto mucho más de soltero que cuando estaba casado.
– Claro -repuso Maggie, riéndose. -No me extraña con todos los juguetes que tienes…
Era la primera mujer que reconocía semejante cosa. La mayoría intentaba convencerlo de que el matrimonio sería mejor. Maggie parecía pensar que tenía razón.
– Eso me parece a mí. ¿Por qué iba a renunciar a todo esto por una mujer que a lo mejor me decepciona y me hace infeliz?
Maggie asintió con la cabeza. Adam no podía imaginarse a ninguna mujer que no fuera a decepcionarlo y a hacerlo infeliz, y eso entristeció a la chica.
– ¿Tienes muchas novias?