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– ¿Los Van Horn? -preguntó Charlie sin comprender.

Aquella mujer se puso a soltar cotilleos y detalles como una posesa, sobre una situación que a Charlie lo desconcertaba por completo. Estaba hablando sobre una mujer a la cual había abandonado su marido y que por lo visto era una Van Horn. A Charlie le parecía una locura, y la mujer lo miraba como si fuera un perfecto imbécil.

– Los Van Horn. Estoy hablando de la hija de los Van Horn. ¿No era la que acabo de ver con usted hace un momento?

Lo miró como si le faltara un tornillo, y de repente Charlie comprendió lo que decía. De repente sintió como si le cayera un rayo encima.

– Claro, claro. Perdón, es que estaba distraído. La señorita Van Horn, por supuesto.

– ¿Están saliendo? -preguntó aquella señora sin rodeos.

A las mujeres como ella no les daba vergüenza hacer preguntas. Les encantaba recoger información que utilizaban después para impresionar a otras personas, haciéndoles creer que formaban parte de un grupo social, aunque en la mayoría de los casos no era así. Conocían a la gente «como es debido», pero caían mal a todo el mundo.

– Tenemos relaciones de negocios -contestó Charlie. -La fundación ha colaborado en el centro infantil. Están haciendo una gran labor con niños maltratados. Por cierto, ¿cuál era su apellido de casada? ¿Lo recuerda?

– ¿No era Mosley… o Mossey? Algo parecido. Qué hombre tan espantoso. Ganó una verdadera fortuna. Creo que después se casó con una chica incluso más joven que Carole. Lástima que la afectara tanto.

– ¿No sería Parker?

Charlie tenía una misión que cumplir. Quería averiguar la verdad, viniera de donde viniese, incluso de aquella odiosa trepa.

– No, claro que no. Ese es el apellido de soltera de su madre. El banco Parker, de Boston. No es una fortuna tan grande como la de Van Horn, pero sí bastante buena. Suerte que tiene Carole de ir a heredar las dos, no solo una. Es que algunas personas nacen con estrella -dijo la señora, y Charlie asintió con la cabeza al tiempo que veía aproximarse a Carole. Resultaba fácil distinguirla en medio de la multitud con zapatos de tacón alto, y le hizo una seña indicándole que iría hacia donde ella estaba, tras lo cual dio las gracias a su informadora y se marchó. Había descubierto tantas mentiras en los últimos dos días que ya no sabía qué pensar de Carole.

– Perdona por haberte dejado con esa pesada, pero es que si me hubiera quedado se nos habría pegado para siempre. ¿Te ha destrozado los tímpanos?

– Sí -contestó lacónicamente Charlie.

– Como de costumbre. Es la mayor cotilla de Nueva York. No sabe hablar de otra cosa que de quién se ha casado con quién, quién era el abuelo de tal o cual persona y cuánto dinero ha ganado o heredado este o aquel. Sabe Dios de dónde saca la información. Yo no la soporto.

Charlie asintió con la cabeza, y volvieron a entrar en la sala.

El telón se alzó inmediatamente, y Charlie se sentó lo más apartado posible de Carole, inexpresivo. Como había descubierto en los últimos días, el defecto imperdonable de Carole no era el más evidente: que procedía de un mundo distinto y más sencillo y que se sentía incómoda en el de Charlie, ni siquiera que fuera una farsante, como pensaba el miércoles. El defecto imperdonable era mucho más sencillo: que era una mentirosa.

Cuando acabó la representación Carole le sonrió y le dio las gracias.

– Ha sido precioso. Gracias, Charlie. Me ha encantado.

– Me alegro -contestó él cortésmente. Le había prometido invitarla a cenar después, pero ya no le apetecía. No quería decirle lo que tenía que decirle en un lugar público. Le propuso que fueran a su apartamento. Carole sonrió y le dijo que podía preparar unos huevos revueltos. Charlie asintió y apenas logró entablar una charla banal en el breve trayecto hasta su casa. Carole no tenía ni idea de lo que le pasaba aquella noche, pero saltaba a la vista que estaba disgustado por algo. No tuvo que esperar mucho para averiguarlo.

Charlie le abrió la puerta, encendió las luces, entró a grandes zancadas en el salón, con ella detrás, y ni siquiera se molestó en sentarse. Se volvió hacia Carole, indignado, y le espetó:

– ¿Se puede saber qué has estado haciendo todo este tiempo con esas guipolleces pretenciosas de que no te gustan los clubes gastronómicos ni la alta sociedad ni la gente con dinero? ¿Por qué demonios me has mentido? No eres esa chica sencilla que trabaja día y noche para salvar a los pobres de Harlem. Procedes del mismo mundo que yo, y fuiste a la misma universidad que yo. Haces las mismas cosas que yo por las mismas razones que yo, y eres igual de rica que yo, maldita sea, señorita Van Horn, así que conmigo déjate de gilipolleces, que si te sientes incómoda en mi mundo y que si tal y cual.

– ¿De dónde has sacado todo eso? Además, si tengo dinero o dejo de tenerlo no es asunto tuyo. De eso se trata, Charlie. No quiero que me admiren, me respeten y me hagan reverencias porque mi abuelo fuera quien era. Quiero que me respeten y me quieran por quién soy yo. Y no hay Dios que lo consiga con un apellido como Van Horn. Por eso uso el apellido de mi madre. ¿Y qué? Demándame si quieres. No tengo por qué dar explicaciones, ni a ti ni a nadie.

Estaba tan enfadada como Charlie.

– No quería que me mintieras. Quería que me contaras la verdad. ¿Cómo voy a confiar en ti si incluso me has mentido sobre quién eres? ¿Por qué no me lo dijiste, Carole?

– Por la misma razón que tú no me contaste lo del yate. Porque pensabas que me asustaría, o me escandalizaría o me produciría rechazo, o a lo mejor porque tenías miedo de que fuera detrás de tu dinero. Pues no es así, tonto. Yo tengo el mío. Y todo lo que he dicho sobre lo incómoda que me siento en tu mundo es verdad. He odiado ese mundo toda mi vida, me crié en él y llegó a salirme hasta por las orejas. No quiero saber nada de tanta vanidad, de tanta ostentación y pretenciosidad. Me encanta lo que hago. Quiero a esos niños, y eso es lo único que ahora quiero. No quiero una vida de lujo. No la necesito. La detestaba cuando la tenía. Renuncié a todo eso hace cuatro años, y ahora soy mucho más feliz. Y no pienso volver a ese mundo, ni por ti ni por nadie. Daba la impresión de que iba a empezar a echar humo por las orejas.

– Pero tú naciste en ese mundo, formas parte de ese mundo, aunque no lo quieras. ¿Por qué he tenido yo que arrastrarme y pedirte perdón? Al menos podrías haberme evitado eso. AI menos podrías haberme dicho quién eres, en lugar de dejarme en ridículo. ¿Cuándo pensabas contármelo, si es que pensabas contármelo? ¿O tenías intención de seguir fingiendo que eres doña Sencillita para siempre y dejar que me pusiera de rodillas ante ti pidiéndote perdón por lo que tengo, por cómo vivo y por quién soy? Y ahora que lo pienso, tampoco creo que vivas en un apartamento. Toda la casa es tuya, ¿verdad?

Sus ojos lanzaban chispas. Le había mentido en todo. Carole agachó la cabeza unos instantes y lo miró.

– Sí. Iba a mudarme a Harlem cuando abrí el centro, pero mi padre no lo consintió. Se empeñó en que comprara esa casa, pero no sabía cómo explicártelo.

– Al menos alguien de tu familia tiene sentido común, ya que tú no. Allí te habrían matado, y todavía podrían hacerlo. Por Dios, que no eres la madre Teresa de Calcuta. Eres una niña rica, como yo fui un chico rico demasiado temprano. Y ahora soy un hombre rico. Y ¿sabes una cosa? Que si a la gente no les gusta, que se jodan. Porque es lo que soy. A lo mejor tú también dejas de pedir perdón un día de estos, pero hasta que eso ocurra y te des cuenta de que está bien ser quien eres, no puedes ir por ahí mintiéndole a la gente y fingiendo ser quien no eres. Ha sido una estupidez, algo asqueroso, y me has hecho sentir como un imbécil. Llamé al dichoso despacho de antiguos alumnos de Princeton hace unos días y les dije que habían cometido un error y te habían eliminado de la lista. Me dijeron que no habías estudiado allí, porque yo pensaba que te apellidabas Parker, claro. Y entonces pensé que eras una farsante. Pero no eres una impostora; solo una mentirosa. En una relación, las dos partes deben ser honradas, sea lo que sea la honradez. Sí, tengo un barco. Sí, tengo un montón de dinero. Como tú. Y sí, eres una Van Horn. ¿Y qué cono? Pero si me mientes así una vez, no me puedo fiar de ti, no te creo, y a decir verdad, no quiero estar contigo. Hasta que comprendas quién eres, creo que no tenemos nada más que decirnos.