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– Yo también te quiero -susurró Maggie. Adam nunca se lo había dicho. -Entonces, ¿qué pasa con las reglas?

– ¿Qué reglas?

Adam parecía perplejo.

– Pues las reglas. ¿Significa que solo salimos o que ya tenemos una relación?

– Significa que te quiero, Maggie O'Malley. Que le den por saco a las reglas. Ya lo veremos más adelante.

– ¿Sí?

Parecía ilusionada.

– Claro que sí. Y la próxima vez que te hable de reglas, recuérdame que soy un imbécil. Por cierto, ¿de qué es el trabajo?

– Agravios.

– Joder. Bueno, mañana me enseñas qué has hecho. Esta noche estoy demasiado borracho.

Pero los dos sabían que no estaba tan borracho, sino que le apetecía más llevarla a la cama y hacer el amor. Desde luego, para eso no estaba demasiado borracho.

– ¿De verdad me vas a ayudar?

– Por supuesto. Vas a terminar derecho en un tiempo récord.

– No puedo -replicó Maggie muy seria. -Tengo que trabajar.

No estaba pidiendo ayuda, sino constatando un hecho.

– Ya hablaremos de eso en otra ocasión.

La levantó en brazos y la llevó al dormitorio.

– ¿Lo has dicho en serio? -le preguntó Maggie cuando la dejó en la cama. -¿O es que estás borracho?

– No, Maggie. No estoy borracho. Y lo he dicho en serio. Te quiero. Lo que pasa es que a veces tardo un poco en darme cuenta de las cosas.

Aunque no estaba nada mal para él, dos meses. Maggie le sonrió, y Adam apagó la luz.

CAPÍTULO 17

Gray llamó a Charlie a su despacho la semana anterior al día del Acción de Gracias, y le dio la impresión de que estaba inusualmente apagado.

– ¿Qué vas a hacer en Acción de Gracias?

– Pues nada, la verdad -contestó Charlie.

Él también lo había estado pensando. Las festividades siempre le habían resultado difíciles y no le gustaba hacer planes. Para él eran días en que las personas con familia se reunían y compartían el calor del hogar, y para quienes no la tenían, ocasiones para sentir el frío y el vacío de cuanto habían perdido y no volverían a tener.

– Sylvia y yo habíamos pensado si te gustaría cenar con nosotros. Ella va a preparar el pavo, o sea que será bastante bueno. Charlie se echó a reír. -Pues sí que me gustaría.

Sería una forma agradable y nada dolorosa de pasar el día con su amigo.

– Y si quieres, que venga Carole.

– No creo que sea necesario, pero gracias -contestó Charlie, tenso.

– ¿Tiene otros planes?

Gray notó que pasaba algo.

– Supongo, La verdad es que no lo sé.

– Eso no suena muy bien -dijo Gray, preocupado por Charlie.

– No, desde luego. Tuvimos una pelea tremenda hace dos semanas, y lo de Carole y yo ya es historia. Fue divertido mientras duró.

– Cuánto lo siento. Supongo que descubriste un defecto imperdonable.

Siempre le pasaba lo mismo. No fallaba.

– Sí, podría llamarse así. Me ha mentido, y yo no puedo estar con una mujer en la que no confío.

– Supongo que no.

Gray lo conocía lo suficiente para saber que, una vez descubierto el defecto imperdonable, Charlie salía corriendo. Ya había cumplido. Le dijo que fuera a cenar a casa de Sylvia a las seis, y colgaron unos minutos después. Le contó a Sylvia la mala noticia sobre Carole aquella noche. Sylvia también lo lamentó.

– Siempre hace lo mismo -le dijo Gray, entristecido. -Siempre anda buscando algo, sea lo que sea, que signifique que la mujer no es ninguna santa ni ningún ángel, y entonces, ¡zas!, Charlie se larga. No puede perdonar las debilidades de las mujeres ni reconocer que puede seguir queriéndolas y dejarlas un poco en paz. Nunca. Tiene tal miedo a que le hagan daño, se mueran o lo abandonen que las echa de su vida a la primera que estornuden. Es lo que hace, siempre.

– Sí, y Carole habrá estornudado -repuso Sylvia, con expresión pensativa.

Aunque no conocía bien a Charlie, tenía la impresión de saber muchas cosas de él por lo que le había contado Gray, ya que hablaba mucho de él. Más que amigos, eran hermanos y, en ambos casos, la única familia que tenían. Gray le había contado que tenía un hermano mucho más joven que él, que también habían adoptado sus padres adoptivos, pero que hacía muchos años que no lo veía ni sabía nada de él. Charlie era su hermano del alma, y por lo que Sylvia sabía, no le costaba trabajo imaginarse lo que había ocurrido en cada ocasión. Le aterrorizaba que la mujer en cuestión lo abandonara, razón por la cual él la plantaba primero.

– No es nada flexible, no cede en nada. -Los dos sabían, por experiencia propia, que en una relación hay que aceptar ciertas cosas. -Dice que Carole le ha mentido, pero ¿qué leches? ¿Quién no miente alguna vez? Son cosas que pasan, y todos hacemos tonterías.

Sylvia asintió con la cabeza; sentía curiosidad por lo que había ocurrido.

– ¿Sobre qué le mintió?

– No me lo dijo; pero, a juzgar por asuntos pasados, no será nada importante, pero a él le sirve de ejemplo o de excusa para ilustrar que podría mentirle sobre algo importante. Así es como suele funcionar, como en el teatro kabuki: gestos horribles, muchos ruidos, como si estuviera atacado. «No puedo creer que…» Pero a mí sí puedes creerme, yo me conozco la historia, y es una verdadera lástima, qué mierda. Va a acabar él solo cualquier día de estos.

En realidad ya estaba solo.

– A lo mejor es lo que quiere -dijo Sylvia pensativamente.

– No me gusta verlo así.

Gray sonrió a Sylvia con tristeza. Le habría gustado ver a su amigo tan feliz como estaba él. Todo entre Sylvia y él iba viento en popa, como ocurría desde que se habían conocido. A veces se reían porque nunca habían discutido por nada y ni siquiera habían tenido una primera pelea. Sabían que cualquier día pasaría algo, pero aquel momento aún no había llegado. Parecían encajar perfectamente en todos los sentidos, y seguían en plena luna de miel.

Charlie se presentó a las seis en punto el día de Acción de Gracias. Llevó dos botellas de un excelente vino tinto, una botella de Cristal y otra de Cháteau d'Yquem. Iba a ser una cena estupenda, con buena comida, buen vino y buenos amigos.

– ¡Por Dios, Charlie, si con esto casi podríamos abrir un bar! -exclamó Sylvia. -¡Y menuda calidad!

– Como supongo que mañana vamos a tener resaca, pues mejor a lo grande -repuso Charlie, sonriéndole.

Sylvia llevaba pantalones de terciopelo negro, jersey blanco, unos pequeños pendientes de diamantes y la larga melena negra recogida en un moño. Cada vez que sus ojos se encontraban con los de Gray sonreía con ternura. Charlie nunca había visto tan feliz a su amigo, y le llegó a lo más hondo del corazón. Ya se había acabado lo de las locas y chifladas, los ex novios sicóticos con amenazas de muerte, las mujeres que lo dejaban sin más o intentaban prenderle fuego a sus cuadros cuando se largaban de su casa. Sylvia era lo que cualquier hombre habría deseado, y para cualquiera que los viera juntos, saltaba a la vista que para ella Gray significaba lo mismo.

A Charlie le encantó que lo trataran tan bien, lo alivió infinitamente, pero al mismo tiempo se sintió excluido. Ante dos personas que se querían tanto, uno siempre nota lo que le falta, y para Charlie fue una experiencia agridulce. Sylvia había preparado una comida estupenda con la ayuda de Gray. La mesa estaba preciosa, la mantelería era una maravilla, y el centro de flores perfecto. Gray estaba muy feliz, disfrutando de la calidez de un amor compartido.

Hasta la mitad de la cena no se sacó a colación lo de Carole. Charlie ni siquiera había mencionado su nombre, pero Gray ya no podía más y saltó.

– Bueno, bueno, ¿y qué ha pasado con Carole?

Intentó quitarle hierro al asunto, preguntándolo como si no le diera importancia, pero Sylvia le lanzó una mirada muy expresiva. Sabía que a Charlie le resultaría doloroso, y creía que Gray no debía preguntar nada. Pero ya era demasiado tarde. Gray había metido la pata hasta el corvejón, Charlie no reaccionó.