Выбрать главу

– Me voy a casa -respondió Adam, mirando a los que estaban en aquella habitación, a quienes siempre le habían hecho la vida imposible, a quienes siempre le habían cerrado las puertas. Y en aquel momento él decidió salir por la puerta.

– Estás enfermo -dijo su madre, mientras Mae se quedaba en el umbral de la puerta, sin saber qué decir. -Ve al médico. Es que necesitas medicación o algo, un terapeuta. Estás pero que muy enfermo, Adam.

– Solo cuando vengo aquí, mamá. Cada vez que salgo de esta casa se me pone el estómago en la boca. No tengo ninguna necesidad de volver aquí para ponerme malo. No estoy dispuesto. Que lo paséis bien. Es el día de Acción de Gracias.

Dio media vuelta y salió de la habitación sin añadir palabra, sin esperar a más insultos. Ya estaba bien. Mae le guiñó un ojo cuando salió. Nadie intentó detenerlo, y nadie dijo nada. Sus sobrinos apenas lo conocían, a su familia no le importaba, y ya no quería que a él le importara su familia. Se los imaginó mirándose unos a otros mientras oían alejarse el Ferrari y después entrando en el comedor, Nadie volvió a mencionar su nombre.

Adam aceleró. Había menos tráfico para volver a la ciudad, y al cabo de media hora entraba en la carretera de F. D. R., sonriente. Se sentía libre, por primera vez en su vida, realmente libre. Se echó a reír. Quizá su madre tuviera razón y estuviera loco, pero en su vida se había sentido más cuerdo. Y tenía el estómago estupendamente. Tenía un hambre de lobo. Y lo único que deseaba en ese momento era a Maggie.

Se paró en el supermercado camino del apartamento de Maggie. Tenían todo lo que necesitaba, y compró un pavo precocinado, prerrellenado, precosido, todo menos precomido, con la guarnición tradicional. Se llevó todo el tinglado de gelatina de arándanos, batatas, guisantes, galletas que solo había que calentar, puré de patatas y tarta de calabaza para el postre. Por 49,99 dólares adquirió todo lo que necesitaba. Diez minutos más tarde llamaba a la puerta de Maggie, que contestó con cautela. No esperaba a nadie, y se quedó pasmada al oír a Adam. Apretó el timbre inmediatamente para dejarlo entrar y le abrió la puerta del apartamento en bata. Estaba hecha un asco, sin peinar y con manchurrones de rímel en la cara. Adam vio que había llorado. Maggie lo miró, confusa y extrañada.

– ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es que no estás en Long Island?

– Vístete. Vamos a casa.

– ¿Adónde? -Adam parecía enloquecido. Llevaba traje gris marengo, camisa blanca, corbata y zapatos relucientes. Iba impecable, pero sus ojos lanzaban destellos. -¿Estás borracho?

– No. No podría estar más sobrio. Anda, vístete. Nos vamos.

– ¿Adónde?

No se movió, y Adam recorrió el apartamento. Era espantoso, peor de lo que se imaginaba. No se le había ocurrido que pudiera vivir en un sitio así. Había dos camitas plegables sin hacer en el dormitorio y sacos de dormir en dos desvencijados sofás en el cuarto de estar. Las dos únicas lámparas de la habitación tenían las pantallas rotas. Todo estaba desparejado y sucio, las persianas rotas y arrancadas, la alfombra mugrienta y en medio de la habitación colgaba una bombilla desnuda de un cable pelado. Los muelles de los sofás estaban hundidos y llegaban hasta el suelo, y un cajón naranja hacía las veces de mesita. Adam era incapaz de imaginarse cómo se podía vivir así, ni que Maggie pudiera salir de aquel agujero con un aspecto medianamente decente. Había ropa sucia tirada en el suelo del cuarto de baño y platos sucios por todas partes, Al subir, en el pasillo había notado olor a gatos y orina. Se le encogió el corazón al ver a Maggie allí, en bata, una bata deshilachada y vieja que la hacía parecer una niña.

– ¿Cuánto pagas por este apartamento? -le preguntó sin rodeos. Prefirió no decir «pocilga», pero eso era.

– Mí parte son 175 dólares -contestó Maggie avergonzada.

Nunca lo había dejado subir, y él no se lo había pedido. Adam empezó a sentirse culpable también por eso. Aquella mujer dormía en su cama casi todas las noches, le había dicho que la quería y cuando ella lo dejaba volvía a aquel agujero. Era peor que lo de Cenicienta teniendo que limpiar la casa de su madrastra y fregar el suelo de rodillas. Era una auténtica pesadilla, y el resto del tiempo lo pasaba en el Pier 92, donde no paraban de pellizcarle el culo.

– No puedo pagar más -añadió en tono de disculpa, y Adam tuvo que contener las lágrimas.

– Vamos, Maggie -dijo con dulzura. La rodeó con los brazos y la besó. -Vamos a casa.

– ¿Y qué vamos a hacer? ¿No tienes que ir a casa de tus padres?

Pensó que a lo mejor no había ido todavía y que había pasado a verla antes de salir de la ciudad. En sus sueños, Adam le pedía que fuera a casa de sus padres con él, pero no comprendía hasta qué punto habría sido una experiencia totalmente deprimente.

– Ya he ido y he vuelto. Me he marchado, sin más. He vuelto para estar contigo. No soporto más esa mierda.

Maggie le sonrió. Se sentía orgullosa de él, y Adam lo sabía. Y él también se sentía orgulloso. Era lo más valiente que había hecho en su vida, y gracias a Maggie. Ella le había abierto los ojos, y al ver y oír, Adam ya no pudo más. Ella le había recordado que sí tenía elección.

– ¿Vamos a comer fuera? -preguntó Maggie, pasándose la mano por el pelo.

Estaba hecha un adefesio, y no esperaba ver a Adam hasta la noche.

– No, voy a prepararte la comida de Acción de Gracias en casa. Venga, vamos.

Se sentó en uno de los sofás, que se hundió hasta el suelo. Todo parecía tan sucio que no le hizo ninguna gracia sentarse. No entendía cómo se podía vivir allí; jamás se le había pasado por la cabeza que hubiera gente viviendo así, y mucho menos Maggie. Se le encogía el corazón solo de pensarlo.

Maggie tardó veinte minutos en vestirse. Se puso unos tejanos, una cazadora Levis y unas botas, se lavó la cara y se peino. Dijo que se ducharía y se maquillaría en casa de Adam, y que allí tenía ropa como es debido. No le gustaba dejarla en el apartamento, porque sus compañeras se la ponían sin pedirle permiso y luego no se la devolvían, ni siquiera los zapatos. Tras haber visto dónde vivía Maggie, a Adam le parecía inconcebible que estuviera siempre tan guapa. Había que ser poco menos que un mago para salir de un agujero inmundo como aquel y parecer, actuar y sentirse como un ser humano, pero ella lo conseguía.

Adam bajó la escalera detrás de Maggie, y a los dos minutos iban como una flecha en el Ferrari camino de la casa de Adam. Maggie lo ayudó a llevar la comida y a prepararla, y después se duchó e hicieron el amor. Maggie puso la mesa mientras Adam trinchaba el pavo, y cenaron en la cocina, los dos en albornoz. Después volvieron a la cama, y Adam la abrazó, pensando en todo lo que había ocurrido aquel día. Habían avanzado mucho en aquel largo camino.

– Pues supongo que tenemos una relación -dijo, estrechándola entre sus brazos y sonriéndole.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó Maggie, y le devolvió la sonrisa. Le parecía tan maravilloso como ella a él.

– Bueno, hemos pasado un día festivo juntos, ¿no? A lo mejor incluso hemos iniciado una tradición, pero el año que viene tendremos que vestirnos, porque vendrán mis hijos, y no pienso llevarlos a casa de mi madre.

Todavía tenía que tomar una decisión sobre Janucá, pero para eso faltaban varias semanas. No quería apartar a los niños de sus padres, pero tampoco estaba dispuesto a seguir sacrificándose ni a dejar que lo torturasen. Aquella época había tocado a su fin. Existía una mínima posibilidad de que el hecho de haberse largado de aquella casa les hubiera dado una lección y empezaran a tratarlo mejor, pero lo dudaba. Lo único que sabía en aquel momento es que se sentía feliz con Maggie y que no le dolía el estómago. Y no era poco; aún más, era un enorme progreso.