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Hasta el domingo por la noche Adam no le pidió a Maggie lo que llevaba pensando todo el fin de semana. Suponía un gran paso, pero no podía consentir que volviera a aquel agujero después de lo que había visto. Se sentía aterrado, pero al fin y al cabo no significaba casarse, se decía.

En esos momentos recogían los platos de la cena, antes de que Maggie se marchara. Habían terminado los restos del pavo a mediodía, que estaban riquísimos. El mejor día de Acción de Gracias para Adam hasta la fecha, y sin duda también para Maggie.

– Oye, ¿y si te vinieras a vivir aquí? O sea… para ver qué tal… cómo nos va… Te pasas aquí la mayor parte del tiempo… y así podría ayudarte con los deberes…

Se calló cuando Maggie lo miró, confusa. Estaba emocionada, pero le daba miedo.

– No sé -dijo, perpleja. -No quiero depender de ti, Adam. Lo que has visto es lo único que puedo pagar. Si me acostumbro a esto y un día me das una patada en el culo y me echas de aquí, me costará mucho trabajo volver a lo de antes.

– Pues no vuelvas. Quédate aquí. Maggie, no pienso darte una patada en el culo ni echarte de aquí. Te quiero, y de momento funciona.

– Precisamente de eso se trata. Tú lo has dicho: de momento. ¿Y si empieza a no funcionar? Ni siquiera puedo contribuir al alquiler.

Aquellas palabras enternecieron a Adam, y contestó, encantado:

– Ni falta que hace. La casa es mía.

Maggie sonrió y le dio un beso.

– Te quiero. No quiero aprovecharme de ti. No quiero nada de ti, solo a ti.

– Ya lo sé. Pero yo quiero que te vengas a vivir aquí. Te echo de menos cuando no estás. -Puso cara de perrito desamparado. -Cuando no estás me duele la cabeza. -Además, le gustaba saber dónde andaba Maggie.

– Ya está bien de culpabilidad judía. -Maggie se levantó, lo miró y asintió lentamente. -Vale… Me vengo aquí, pero voy a mantener el apartamento una temporada, por si acaso. Si no nos funciona o nos hartamos el uno del otro, volveré allí.

No era una amenaza, sino una actitud muy sensata, y Adam la respetó aún más.

Maggie se quedó allí aquella noche, y justo cuando Adam se acurrucó junto a ella, a punto de quedarse dormido, le dio un golpecito en un hombro y él abrió un ojo. Maggie tenía la costumbre de querer discutir asuntos tremebundos o tomar decisiones capaces de cambiarle la vida justo cuando a él le entraba el sueño. Ya le había pasado con otras mujeres, y pensaba que era cuestión de cromosomas, algo genético. Las mujeres querían hablar cuando los hombres querían dormir.

– ¿Sí? ¿Qué pasa? -Apenas podía mantenerse despierto.

– Entonces, ¿qué es esto ahora? -Parecía completamente despierta.

– ¿Eh?¿Qué?

– Pues que si estamos viviendo juntos y hemos celebrado el día juntos, supongo que es una verdadera relación, ¿no? O si estamos viviendo juntos, ¿cómo lo llamas?

– Lo llamo dormir… Me hace falta, y a ti también… Te quiero. Ya hablaremos mañana… Se llama vivir juntos, y está muy bien…

Casi se había quedado dormido.

– Sí, desde luego -repuso Maggie, sonriendo, demasiado excitada para dormirse. Se quedó allí mirando a Adam, que se dio la vuelta y se puso a roncar.

CAPÍTULO 19

Charlie recogió puntualmente a Carole el viernes a mediodía y la llevó a comer a La Goulue. Era un restaurante de moda de Madison Avenue, con buen menú y una clientela muy animada. Ya no se sentía tan obligado a llevarla a restaurantes más modestos, ahora que sabía quién era, y a los dos les apetecía ir a un sitio agradable. Comieron estupendamente y después dieron un paseo por Madison Avenue, viendo escaparates.

Carole se abrió a él sobre su vida anterior, por primera vez. Gray tenía razón. La sangre azul y las casas elegantes no suponían necesariamente una infancia feliz. Le habló de lo fríos y distantes que eran sus padres, de la frialdad entre ellos y de que para ella eran emocional y físicamente inaccesibles. La había criado una niñera, nunca veía a sus padres, y al parecer su madre era un bloque de hielo con forma humana. No había tenido hermanos con los que consolarse; era hija única. Le dijo que pasaba semanas enteras sin ver a sus padres, y que ellos estaban profundamente disgustados por el rumbo que le había dado a su vida. Había llegado a odiar todo lo que representaba su mundo, la hipocresía, la obsesión por lo material, la indiferencia hacia los sentimientos de los demás y la falta de respeto por cualquiera que no llevara aquella clase de vida. Al oírla, saltaba a la vista que había sido una niña solitaria. Al final había pasado de la glacial indiferencia de su familia a los malos tratos del hombre que había sido su marido, quien, como sospechaba Gray, se había casado con Carole por ser ella quien era. Cuando la dejó, ella quiso divorciarse no solo de él, sino de todo lo que lo había arrastrado hacia ella y de una serie de valores que Carole había detestado toda su vida.

– No lo puedes hacer, Carole -dijo Charlie con dulzura. Él también había deseado hacerlo en muchas ocasiones, aunque no hasta tal extremo, pero ella había pagado un precio más alto. -Tienes que aceptar quién eres. Haces una labor maravillosa con los niños con los que trabajas, y no necesitas prescindir de todo lo que eres para eso. Puedes disfrutar de los dos mundos.

– No disfruté de mi infancia, nunca -replicó Carole con toda honradez. -Lo detestaba todo desde muy pequeña. Querían jugar conmigo por quién era yo o no querían jugar conmigo precisamente por ser quien era. Nunca sabía qué podía esperar de la gente, y me costaba mucho trabajo averiguarlo.

Charlie comprendió cómo debía de sentirse, y mientras seguían paseando recordó una cosa. Vaciló en contárselo tan pronto, después de tanto tiempo sin verse, pero era como si nunca se hubieran separado. Iban del brazo por Madison Avenue, charlando. Charlie tenía la sensación de formar parte de la vida de Carole, y a ella le ocurría otro tanto con él.

– A lo mejor me matas por esto -empezó a decir Charlie con cautela mientras cruzaban la Setenta y dos en dirección norte.

El tiempo había cambiado y hacía frío, pero el aire era limpio y vigorizante. Carole llevaba un gorro de lana, y guantes y bufanda de cachemir, y Charlie se subió el cuello del abrigo.

– Todos los años voy a una fiesta -prosiguió-que, por lo que me has contado, seguramente a ti no te gustaría, pero pienso que tengo que ir, y este año además presentan en sociedad a las hijas de dos amigos míos. Todos los años voy al baile del Hospital, donde presentan a las debutantes. Aparte de las evidentes complicaciones sociales, siempre es una fiesta agradable. ¿Querrías venir conmigo, Carole? -preguntó, esperanzado, y ella se rió. Después de los discursos que le había soltado sobre lo mucho que detestaba «su mundo», Carole sabía que seguramente a Charlie lo aterrorizaba invitarla a una fiesta a la que acudirían las chicas de sangre azul para ser «presentadas en sociedad». Era una tradición arcaica, esnob, pero que Carole conocía muy bien.

Le sonrió.

– No me gusta tener que reconocerlo, pero allí fui presentada yo -dijo como arrepentida, pero riéndose. -Mis padres también van todos los años, pero yo no he vuelto desde entonces. Podría ser divertido, contigo. Si no, no iría.

– ¿Eso quiere decir que sí? -preguntó Charlie, con una amplia sonrisa. Se moría de ganas de ir a algún sitio agradable con ella y lucirla por ahí con un vestido bonito. Le encantaba verla en el centro infantil, pero seguían gustándole algunos acontecimientos sociales, como el del baile. Era divertido ponerse de punta en blanco de vez en cuando, y al baile había que ir de etiqueta.

– Quiere decir que sí -respondió Carole, mientras seguían andando. Tendría que comprarse un vestido de fiesta, aunque podía pedírselo a su madre, pero no le apetecía. Tenían la misma talla. Quería ponerse guapa para Charlie, pero un vestido de su madre le daría demasiado aspecto de señora.