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– No es hasta dentro de unas semanas. Ya lo miraré en el despacho.

Carole asintió. Ir al baile de debutantes con Charlie suponía un gran paso para ella, como retroceder a su antigua vida, pero también sabía que sería una excepción de una noche, no una forma de vida. Podía soportarlo como turista, pero no quería nada más. Era un compromiso y un gesto que estaba dispuesta a hacer por él.

Siguieron andando en silencio hacía la casa de Carole, y torcieron en la Noventa y uno. Estaban los dos helados. Seguramente iba a nevar. Cuando llegaron a la puerta de su casa, Carole se volvió hacia Charlie y le sonrió. Podía invitarlo a entrar, puesto que ya sabía que era su casa y ya no creía que estuviera de alquiler en un estudio.

– ¿Quieres pasar? -le preguntó con timidez mientras buscaba la llave, que al fin encontró en el fondo del bolso, donde siempre iba a parar.

– ¿Te parece? -preguntó a su vez Charlie con cautela, y Carole asintió con la cabeza.

Quería que entrase en su casa. Había empezado a oscurecer. Estaban juntos desde la hora de comer, y había sido un almuerzo largo. Tenían que recuperar el tiempo perdido, y habían reconocido durante la comida lo mucho que se habían echado de menos el uno al otro. Charlie había echado en falta hablar con ella, saber lo que hacía y compartir el entusiasmo y las complicaciones de los detalles cotidianos de su vida. Se había acostumbrado a sus sabios consejos durante el mes que se habían visto, y había sufrido con su ausencia, como Carole con la suya.

Entraron en un refinado vestíbulo con un elegante suelo de mármol blanco y negro. En la planta baja había dos salitas, una de las cuales daba a un jardín precioso, y por un tramo de escaleras se llegaba a un bonito salón con cómodos sofás y sillones, chimenea y antigüedades inglesas que Carole se había llevado de una de las casas de sus padres, con el permiso de estos. Tenían más en un guardamuebles. La casa era elegante, pero al mismo tiempo cálida y acogedora, como Carole, distinguida pero animada. Por todos lados había objetos que significaban mucho para ella, incluso obras de los niños del centro. Era una extraordinaria mezcla de lo nuevo y lo viejo, de objetos caros y de cosas inestimables hechas por los niños, y de objetos insólitos que había encontrado en el transcurso de sus viajes. La cocina era amplia y cómoda, y el comedor pequeño, con paredes rojo oscuro y escenas de caza inglesas pertenecientes a su abuelo. Más arriba estaban su dormitorio, amplio y soleado, y la habitación de invitados. Utilizaba el último piso como despacho. Lo llevó hasta allí, y a Charlie le impresionó toda la casa. Después bajaron a la cocina.

– Nunca invito a nadie, por razones obvias -dijo Carole con tristeza. -Me encantaría que viniera gente a cenar de vez en cuando, pero es que no puedo.

Se hacía pasar por pobre, y tenía que llevar una vida secreta. Charlie sabía que debía de sentirse muy sola, como se sentía él, pero por razones distintas. Los padres de Carole aún vivían, pero a ella no le gustaban y nunca había estado unida a ellos. Llevaba toda la vida sufriendo su ausencia emocional. El no tenía a nadie. Habían llegado al mismo sitio, pero por caminos diferentes.

Carole le ofreció chocolate caliente en la acogedora cocina, y lo tomaron sentados a la mesa mientras fuera oscurecía. Charlie volvió a hablar de lo mucho que detestaba las festividades y de lo que las temía. Carole no le preguntó qué planes tenía; le parecía demasiado pronto. Charlie acababa de entrar de nuevo en su vida aquel mismo día. Él se ofreció a encender la chimenea, y se acomodaron en el sofá del salón principal una vez encendido el fuego. Se pasaron horas enteras hablando, reuniendo lentamente las piezas del rompecabezas de sus vidas, una a una: un trocito de cielo por aquí, una nube por allá, un árbol, una casa, un trauma de infancia, un desengaño amoroso, una mascota, cuánto quería Charlie a su hermana, lo destrozado que quedó cuando ella murió, lo solitaria que había sido la infancia de Carole. Todo empezaba a encajar, mucho mejor de lo que ninguno de los dos podía imaginarse.

Eran más de las ocho cuando Carole se brindó a hacer la cena y Charlie se ofreció cortésmente a invitarla a cenar fuera. Había empezado a nevar, y coincidieron en que estarían más a gusto en casa. Al final hicieron pasta y tortillas, y lo acompañaron con una barra de pan, queso y una ensalada. Cuando terminaron de cenar, no paraban de reírse de las cosas divertidas que contaba Carole, y él le habló de los lugares exóticos a los que había llegado en el barco. Y, mientras volvían al salón, la tomó entre sus brazos, la besó, y de repente se echó a reír.

– ¿De qué te ríes? -preguntó Carole con cierto nerviosismo.

– Me acordaba de Halloween y de tu cara pintada de verde. Estabas muy graciosa.

Fue la primera vez que se habían besado, y los dos lo recordaban muy bien. Y poco después se había armado la gorda entre ellos.

– Pues no tan graciosa como tú, con la cola de león toda tiesa. Los niños todavía hablan de eso. Les encantó. Les pareciste estupendo, y Gabby pudo sujetarse a algo para seguirte por todos lados. -No habían pasado por el centro aquel día, y Carole dijo que iría al día siguiente. Charlie quería ir con ella. Echaba en falta a los niños, sobre todo a Gabby. -Le he dicho que estabas fuera.

Charlie asintió. El había echado de menos a todos, pero sobre todo a Carole. Volvió a besarla, y ella lo miró a los ojos. Vio algo tan dulce y tranquilo en ellos que se sintió como si hubiera vuelto a casa.

– ¿Quieres que vayamos arriba? -le preguntó con dulzura.

Charlie se limitó a asentir, y no dijo nada mientras la seguía escaleras arriba hasta su dormitorio. Después se quedó mirándola durante unos momentos interminables.

– ¿Estás bien?

No quería empujarla a nada. Recordó lo reacia que se había mostrado incluso a empezar a salir con él, y de eso solo hacía dos meses. Entretanto habían ocurrido muchas cosas, y la ausencia de cuatro semanas le había servido a Carole para darse cuenta de que lo quería. Estaba dispuesta a correr el riesgo. Para ella había sido demasiado tiempo.

Por toda respuesta a la pregunta de Charlie asintió con la cabeza, y se tendieron en la amplia cama, en cuyo centro dormía ella cuando estaba sola. Junto a él, le dio la impresión de que ya habían estado allí antes juntos. Hacer el amor los reconfortó, los alegró; fue todo íntimo y apasionado a la vez, precisamente lo que los dos deseaban. Y con la nieve tras los cristales aquella noche, como en una postal navideña, siguieron abrazados, como en un sueño.

CAPÍTULO 20

Gray y Sylvia pasaron un fin de semana de Acción de Gracias muy tranquilo. Ella fue a la galería el sábado, y después hizo unos recados. Gray fue a su estudio a pintar, y el domingo se quedaron en la cama, con las páginas de The New York Times desparramadas por todos lados. Gray ayudó a Sylvia con el crucigrama, hicieron el amor y volvieron a dormirse.

No tenían noticias de Charlie desde la cena, y esperaban que hubiera seguido su consejo, pero no lo sabían. El domingo por la mañana había diez centímetros de nieve en la calle, y por la noche Sylvia preparó la cena mientras Gray leía un libro en el salón. Estaban cenando tranquilamente, charlando, cuando de repente Gray le preguntó cuándo iban a llegar sus hijos. No había pensado en el asunto hasta entonces, y cuando lo preguntó parecía preocupado. Sylvia sabía que le angustiaba conocerlos y que pudieran no aceptar la relación que mantenían.

– Creo que unos días antes de Navidad. Gilbert me ha dicho que el veintitrés, pero Emily nunca concreta nada. Cogerá un avión en el último momento y aparecerá aquí como un ciclón. Es lo que hace siempre.

– Eso es lo que me da miedo -dijo Gray, angustiado. -Sylvia, no me parece buena idea.

– ¿Cómo? ¿Que no vengan mis hijos en Navidad? No lo dirás en serio. -Se quedó atónita. Sus hijos eran, y siempre ha nos. No estaba dispuesto a hacer ningún esfuerzo por conocer a sus hijos, ni a formar parte de su vida, una parte que, a ojos de Sylvia, era muy importante. -Quería que vinieras a esquiar con nosotros -dijo, desilusionada. Había alquilado una casa preciosa en Vermont.