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– Yo solo me quedo en casa de Sylvia. Todavía no estoy viviendo con ella -les informó Gray, orgulloso de no haberse rendido.

– Pues lo que pasa con eso es que tienes la ropa repartida por media ciudad y nunca encuentras los zapatos que quieres cuando los necesitas y donde los necesitas -le tradujo Adam. -Y tampoco vas a «quedarte» mucho más en su casa si te niegas a conocer a sus hijos. Bueno, eso pienso yo. Yo diría que es un asunto muy importante para ella. Para mí también lo sería. Me daría algo si la mujer de mi vida se negase a conocer a mis hijos. Sería como romper el trato de convivencia.

Gray lo comprendía, pero de todos modos negó con la cabeza.

– ¿Tus hijos conocen a Maggie? -le preguntó Charlie a Adam con interés.

– Todavía no, pero será pronto, seguramente antes de las vacaciones. Ya no me gustan las madres, por cierto, o por lo menos lo demostré el día de Acción de Gracias. Fui a casa de mis padres, y como siempre, tuve que aguantar todas las gilipolleces que me soltaron. Bueno, pues me levanté y me fui antes de comer. Pensaba que a mi madre le daría un ataque, pero parece ser que no. Por el contrarío, desde entonces está de lo más educada cuando la llamo.

– ¿Y qué dijo tu padre? -preguntó Gray.

– Se quedó dormido.

El resto de la cena transcurrió sin nada digno de mencionar. Hablaron de política, de negocios, de inversiones y por Gray de arte. Iba a hacer una exposición en abril, pero ya había vendido tres cuadros que estaban colgados en la galería. Sylvia había acertado plenamente abriéndole aquella puerta, y él le estaba muy agradecido… pero no lo suficiente para conocer a sus hijos. Había ciertas cosas que Gray sencillamente no podía hacer. Adam y Charlie hablaron entusiasmados sobre las dos semanas que iban a pasar en el Blue Moon e intentaron animar a Gray para que los acompañara, pero él declinó la invitación. Dijo que tenía mucho trabajo para la exposición.

Gray volvió a su apartamento aquella noche. Maggie estaba dormida cuando Adam entró en casa, y Charlie se fue a la suya, contento por los días que iba a pasar en el barco. Iba a marcharse cuatro días antes de Navidad, la forma ideal de fingir que esas fiestas no existían.

CAPÍTULO 21

Adam le contó a Maggie lo del fin de semana en Las Vegas a la mañana siguiente, y Maggie se puso contentísima. Además, no iba a trabajar esos días, y aunque tenía que preparar un trabajo para la escuela, dijo que se llevaría los libros y lo haría mientras Adam estuviera ocupado. Le echó los brazos al cuello, sin poder creer la suerte que tenía. Iban a ir en el avión privado de Adam.

Y de repente lo miró horrorizada.

– ¿Y qué me voy a poner?

Desde que vivía con él no tenía acceso al vestuario de sus compañeras de piso, aunque de todos modos no podrían haberle prestado ropa adecuada. Adam ya lo había pensado. Sonriendo, le dio una tarjeta de crédito.

– Vete de compras -le dijo con generosidad.

Maggie se quedó mirándolo unos momentos y se la devolvió.

– No puede ser -dijo con tristeza. -Vale, soy pobre, pero no me rebajo, -Sabía que otras mujeres lo habían aceptado de Adam, pero, pasara lo que pasase, ella nunca lo haría. Algún día también ella tendría dinero, y hasta entonces se arreglaría con lo que ganaba, que consistía en el sueldo y las propinas del Pier 92. -Gracias, cielo, ya pensaré algo.

Adam sabía que lo haría, pero siempre le daba mucha pena. La vida de Maggie era mucho más difícil que la suya, y siempre lo había sido. Quería ayudarla más, y ella no lo dejaba. Pero la respetaba por eso. Era una mujer completamente distinta de todas las que había conocido.

Iban a ir a Las Vegas el viernes por la tarde, y Maggie apenas podía contener su entusiasmo. Volvió a echarle los brazos al cuello y le dio las gracias. A Adam le encantaba hacer cosas así por ella. Estaba deseando enseñarle sitios y que todo le resultara especial. Quería compensarla por la dureza de la vida que había llevado, y ella siempre se lo agradecía y no esperaba nada. Después del viaje a Las Vegas, Adam le dijo que quería celebrar la Janucá con ella y con sus hijos, y a su madre le comunicó que no iba a ir a su casa. Al fin habían cambiado las cosas.

Carole ya estaba preparada cuando Charlie pasó a recogerla para ir al baile de las debutantes. Charlie se quedó boquiabierto al verla. Llevaba un vestido de satén rosa, sandalias plateadas de tacón y el pelo recogido en un elegante moño italiano. Le había pedido una chaquetilla de visón a su madre, y el vestido lo había comprado en Bergdorf. También llevaba unos pendientes y una pulsera de diamantes que habían sido de su abuela, un bolsito plateado y guantes largos, blancos, de cabritilla.

Charlie se quedó largo rato allí clavado, mirándola. El iba de frac y pajarita, y hacían una pareja que llamaba la atención. Carole parecía una mezcla de Grace Kelly y Urna Thurman, con un toque de Michelle Pfeiffer, y Charlie estaba a medio camino entre Gary Cooper y Cary Grant.

Cuando entraron en el salón de baile del Waldorf Astoria atrajeron todas las miradas. Carole estaba divina, nada que ver con la mujer de vaqueros y zapatillas Nike del centro infantil, ni con la de la cara pintada de verde y la peluca de la fiesta de Halloween. Pero lo bueno era que a Charlie le encantaban esas tres facetas suyas, y le gustaba estar con ella tan arreglada en público.

Les presentaron a todas las debutantes, y Carole le contó en voz baja a Charlie su presentación en aquel mismo sitio. Dijo que estaba muerta de miedo al principio, pero que al final lo había pasado bien.

– Seguro que estabas preciosa. -Charlie la miraba con admiración. -Pero ahora más. Esta noche estás maravillosa -añadió, muy en serio, mientras giraban lentamente a los sones de un vals. Los dos bailaban con elegancia; en momentos como aquellos afloraba su vida anterior: su educación, la escuela de baile y las fiestas de presentación en sociedad, todo lo que Carole rechazaba e intentaba olvidar; pero aquella noche había vuelto a su mundo, si bien solo para una breve visita. Charlie sabía que no iba a convencerla para que lo hiciera muy a menudo, pero no le importaba. También él estaba un poco harto, pero le gustaba tener la posibilidad de elegir de vez en cuando.

Poco antes de la cena Carole vio a sus padres, le indicó a Charlie quiénes eran y se dirigieron con cortesía a su mesa. Estaban sentados entre los herederos de las grandes familias de Nueva York, y el padre de Carole se levantó en cuanto los vio. Era un hombre alto, de aspecto distinguido, y guardaba un gran parecido con Carole. Cuando esta los presentó le tendió una mano a Charlie, con un rostro que parecía tallado en hielo. Charlie lo había conocido hacía bastantes años, pero dudaba que lo recordase.

– Conocía a su padre -dijo Arthur Van Horn en tono grave. -Estuvimos juntos en Andover. Lamenté profundamente lo ocurrido. Fue una trágica pérdida.

Para Charlie no era un tema agradable, y Carole intentó distraerlo. Su padre tenía una habilidad especial para estropearlo todo; el pobre era así. También le presentó a su madre, que le estrechó la mano con un silencio glacial, inclinó ligeramente la cabeza, y se dio media vuelta. Nada más.

Charlie y Carole bailaron un rato más y después se sentaron a su mesa.

– En fin, me ha dejado un tanto planchado -reconoció Charlie, y Carole se echó a reír.

Sus padres solían saludar así a la gente, y Charlie no tenía nada que ver.

– Y ten en cuenta que, a su entender, han estado de lo más cariñosos. -Eran caricaturas de la clase alta a la que pertenecían. -Creo que mi madre nunca me dio un abrazo ni un beso. Entraba en la habitación de los niños, como ella la llamaba, como si fuera a ver los animales del zoológico, y como le daba miedo que la atacaran o algo, nunca se quedaba mucho tiempo. Nunca la vi más de cinco minutos seguidos. Si alguna vez tengo hijos, pienso tirarme al suelo con ellos, ensuciarme a base de bien y besarlos y abrazarlos hasta que digan basta.