– Pobres diablos. Qué forma tan asquerosa de ganarse la vida -se compadeció, mientras Adam, que detestaba a la prensa, gruñía.
– Parásitos. Buitres. Eso es lo que son-dijo.
La prensa creaba continuamente problemas a sus clientes. Había recibido una llamada de su despacho aquella misma tarde. Habían sorprendido a uno de sus clientes saliendo de un hotel con una mujer que no era su esposa, y se había armado la de Dios es Cristo. La airada esposa había llamado diez veces al bufete y amenazaba con el divorcio. No era la primera vez que su marido lo hacía, y ella quería un acuerdo de divorcio carísimo o cinco millones de dólares para seguir casada con él. Todo muy bonito. A Adam ya no le sorprendía nada. Lo único que quería en aquel momento era encontrar a las chicas brasileñas y bailar samba hasta la madrugada. Ya se ocuparía de todas las demás estupideces cuando volviera a Nueva York. De momento no tenía el menor interés en los tabloides ni en las infidelidades de sus clientes. Ya lo habían hecho antes y volverían a hacerlo muchas veces. Era su tiempo, no el de ellos. Tiempo de descansar. Había desconectado su contador.
Fueron a comprar a la ciudad, durmieron la siesta y cenaron en el Spoon del hotel Byblos, donde apareció una espectacular supermodelo rusa con pantalones de seda blanca y un minúsculo bolero de cuero, desabrochado y sin nada debajo. Todo el restaurante le vio los pechos, y parecían encantados. A Charlie le divirtió, y Adam se rió.
– Tiene unos pechos increíbles -comentó Gray mientras pedían la cena y un vino excelente.
– Sí, pero no son auténticos -dijo Adam con ojo clínico, impertérrito pero también divertido.
Había que tener valor para sentarse a cenar en un restaurante con las tetas fuera, aunque no era la primera vez que veían una cosa así. El año anterior había entrado en un restaurante una chica alemana con una blusa de malla tan transparente que apenas se notaba, y todo el mundo se quedó sin respiración. Ella estaba allí tan tranquila cenando, hablando, riendo y fumando, prácticamente desnuda de cintura para arriba, y a todas luces disfrutando del revuelo que causaba.
– ¿Cómo sabes que no son auténticos? -preguntó Gray con interés.
La chica tenía unos pechos grandes y firmes, con los pezones respingones. A Gray le habría encantado dibujarlos, y ya estaba un poco achispado. Habían estado bebiendo Margaritas en el barco antes de salir, como comienzo de otra noche de disipación y libertinaje.
– Tú créeme -contestó Adam con segundad. -Yo ya llevo pagados unos cien pares. No, cien y medio. Hace un par de años salí con una chica que solo quería uno. Decía que el otro estaba bien, y que solo quería que el más pequeño fuera a juego.
– Es curioso -dijo Charlie, divertido; cató el vino e hizo un gesto de asentimiento al sumiller. Era bueno, más que bueno. Era un Lynch-Bages de una cosecha excelente. -En lugar de llevártelas a cenar y a ver una película, ¿las invitas a pechos nuevos?
– No, cada vez que salgo con una aspirante a actriz se descuelga con que le pague un par nuevo. Es más fácil que discutir sobre el asunto. Después se van tranquilamente, si les gusta lo que les han puesto.
– Antes los hombres les regalaban a las mujeres collares de perlas o pulseras de diamantes a modo de premio de consolación, y ahora les regalan implantes, o eso parece -replicó Charlie secamente.
A las mujeres con las que salía Charlie jamás se les habría ocurrido pedirle que les regalara pechos nuevos ni ninguna de las cosas que costeaba Adam. Si los ligues de Charlie se hacían algún arreglillo, ellas sufragaban los gastos, y ni siquiera se hablaba del tema. No tenía noticia de que ninguna de las mujeres con las que había salido se hubiera sometido a cirugía estética. A las chicas de Adam, como las llamaban Gray y él, las habían remodelado de pies a cabeza. Y las mujeres de Gray requerían una lobotomía o sedación más que otra cosa. Gray les había costeado terapeutas, programas de rehabilitación, loqueros y minutas de abogados por órdenes de alejamiento a los anteriores hombres de sus vidas, que las acosaban o amenazaban con matarlas, a ellas o a él. Al final iba a resultar que lo de los implantes resultaba más sencillo. Después de la operación de estética, las mujeres de Adam le daban las gracias y desaparecían. Las de Gray siempre se quedaban una temporada, o lo llamaban cuando el nuevo hombre en su vida empezaba a maltratarlas. Raramente estaban con Gray más de un año. Las trataba demasiado bien. Las mujeres de Charlie siempre acababan como amigas y lo invitaban a sus bodas después de que él las dejaba al haber sacado a la luz su imperdonable defecto.
– A lo mejor yo debería probar con eso -dijo Charlie, riendo con la copa de vino en la mano.
– ¿Qué vas a probar? -preguntó Gray con expresión de perplejidad. La rusa y sus pechos lo tenían mareado.
– Pagar los implantes. Podría ser un bonito regalo de Navidad, o de boda.
– Sería de mal gusto -replicó Adam, moviendo la cabeza. -Ya es bastante con que lo haga yo. Las chicas con las que tú sales tienen demasiada clase para pedirte que les regales unas tetas.
Las mujeres con las que salía Adam lo necesitaban para abrirse camino como actrices o modelos. A Adam le daba igual lo de la clase, e incluso le habría supuesto un impedimento. Para él, las mujeres con las que salía Charlie solo le habrían dado quebraderos de cabeza. Al contrarío que Charlie, él no quería quedarse colgado de nadie, mientras que Gray dejaba que las cosas pasaran, porque no tenía planes en firme sobre nada, y vivía la vida tal y como llegaba. Adam lo tenía todo programado y planeado.
– Sería un regalo más original, desde luego. Yo estoy harto de regalarles objetos de porcelana -dijo Charlie, sonriendo entre el humo del puro.
– Confórmate con no tener que pagarles la pensión alimenticia y la pensión de los niños. La porcelana es mucho más barata, puedes creerme -replicó Adam en tono cortante.
Había dejado de pasarle k pensión alimenticia a Rachel cuando ella volvió a casarse, pero su ex mujer se había llevado la mitad de lo que él tenía, y seguía aportando una cuantiosa suma para el mantenimiento de sus hijos, algo que no le importaba en absoluto. Pero se arrepentía de haberle concedido tanto a Rachel en el divorcio. Lo había puesto en un buen aprieto hacía diez años, cuando se divorciaron, y eso que él ya era socio del bufete. Se llevó mucho más de lo que a su juicio se merecía. Sus padres habían contratado a un abogado estupendo. Y Adam seguía guardándole rencor al cabo de diez años. No había llegado a reponerse del daño que le había hecho, y probablemente nunca lo superaría. En su opinión, estaba muy bien pagar implantes pero no una pensión alimenticia. Nunca jamás.
– Pues, si a eso vamos, a mí me parece terrible que haya que regalarles nada -intervino Gray. -Yo preferiría regalarle algo a una mujer porque quiero, en lugar de pagarle el abogado, el terapeuta o un arreglo de nariz -añadió con aire inocente.
Teniendo en cuenta lo poco que Gray tenía, siempre que se enrollaba con alguien acababa soltando una fortuna en comparación con lo que ganaba, a pesar de lo cual siempre quería ayudarlas. Era como la Cruz Roja a la hora de salir con alguien. Adam era el trapichero, que establecía límites claros e imponía compensaciones. Charlie era el príncipe azul, atento y romántico. Claro que Gray decía que él también era romántico, pero las mujeres con las que se relacionaba no lo eran; estaban demasiado desesperadas y necesitadas para que les importara el romanticismo. Pero le habría gustado un poco de romanticismo en su vida, si lograba liarse con una mujer cuerda, algo que parecía cada día más improbable. Adam aseguraba que no le quedaba ni una sola célula romántica en el cuerpo y se enorgullecía de ello. Decía que prefería el buen sexo al mal romance.