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Lo primero que hizo Adam cuando volvió a casa aquella noche fue darle una tarjeta de crédito a Maggie. Ella estaba con sus libros de derecho y ni siquiera levantó la vista. Adam tiró la tarjeta sobre la mesa.

– ¿Y eso qué es? -preguntó Maggie, Seguía enfadada con él después del viaje a Las Vegas. El fin de semana con los hijos de Adam no había sido sino un alto el fuego en la declaración de guerra. Habían vuelto a la guerra fría.

– Pues que tienes que ir de compras -contestó Adam. Se quitó la corbata y la tiró sobre un sillón.

– ¿Para qué? Ya sabes que no uso tus tarjetas.

Maggie se la devolvió, también tirándosela; Adam la recogió y se quedó allí plantado,

– Pues esta vez tienes que hacerlo.

Se la dejó en la mesa.

– ¿Porqué?

– Porque necesitas un montón de cosas. Bañadores, pareos, sandalias… cosas de chicas, yo qué sé. Tú sabrás.

– ¿Que yo sabré qué? Maggie no lo pillaba.

– Pues lo que necesitas para el viaje.

– ¿Qué viaje? ¿Adónde vamos?

Pensó que a lo mejor la llevaba a Las Vegas otra vez, a modo de premio de consolación.

– Nos vamos a San Bartolomé, en el barco de Charlie. Adam lo dijo como si se lo estuviera recordando a Maggie, y ella lo miró sin dar crédito a lo que oía.

– No, tú te vas a San Bartolomé, en el barco de Charlie, pero yo no. ¿O es que no te acuerdas?

– Me ha llamado para decirme que tú estás invitada -dijo Adam con dulzura.

Maggie dejó el bolígrafo y miró a Adam.

– ¿Lo dices en serio?

– Totalmente en serio, y también Charlie. Le he explicado que no quería fastidiarte, y él tampoco quiere fastidiar a Carole, así que también la ha invitado.

– ¡Dios, Dios, Dios! -Maggie besó a Adam y se puso a dar vueltas por la habitación; después se echó en sus brazos, y Adam se rió.

– ¿Qué? ¿Contenta?

– Pero ¿qué dices? ¡Dios santo! ¡Si me voy contigo en un yate por el Caribe! ¡Madre mía! -Lo miró agradecida. -Te quiero, Adam. Te querría de todas maneras, pero es que me habías hecho daño con eso.

– Lo sé -dijo Adam, y la besó.

– Te quiero de verdad, y espero que lo sepas -insistió Maggie, aún colgada de su cuello.

– Yo también, cielo… -Y volvió a besarla.

El veintiséis de diciembre partirían rumbo al Caribe.

CAPÍTULO 23

La pelea entre Sylvia y Gray por los hijos de ella se prolongó prácticamente hasta Navidades. Gray dormía en su estudio casi todas las noches, y Sylvia no hacía muchos esfuerzos para que se quedara en su casa. Estaba demasiado enfadada con él. Sí, comprendía que tuviera «sus problemas», pero le parecía que en este caso se pasaba, porque ni siquiera quería enfrentarse con ellos. Gilbert iba a llegar al cabo de dos días, y Emily al día siguiente. Y Gray se había cerrado en banda; no aceptaba siquiera verlos.

– ¡Si tanto te afecta, empieza una terapia! -le había dicho a gritos Sylvia en el transcurso de su última pelea. Tenían una pelea casi a diario, y les ponía los nervios de punta a los dos. -¿De qué te sirve tanto libro de autoayuda si no estás dispuesto a hacer nada?

– Sé lo que me hago: respetar mis límites, lo mismo que deberías hacer tú. Conozco mis limitaciones, y las familias me ponen enfermo.

– Pero si tú ni siquiera conoces a la mía.

– ¡Ni falta que me hace! -gritó Gray, y salió corriendo.

Sylvia se sentía profundamente deprimida por lo que había ocurrido y por la actitud de Gray. Llevaban así casi un mes, y había afectado a su relación. Prácticamente había desaparecido la alegría que compartían al empezar a descubrirse mutuamente. Y cuando llegó Gilbert, dos días antes de Navidad, no se veían desde hacía otros tantos días. Sylvia intentó explicárselo a su hijo cuando él le preguntó por Gray, pero incluso a ella le parecía una locura. Como le había dicho a Gray, las personas de su edad supuestamente estaban más cuerdas que todo eso, pero al parecer no era su caso y no hacía nada para controlar sus neurosis. Por el contrario, se deleitaba con ellas, se revolcaba en ellas como un cerdo en el fango.

Para él, lo único bueno era que se sentía tan mal que pintaba más que nunca. No había parado de pintar durante varias semanas y había terminado dos cuadros desde el día de Acción de Gracias, cosa insólita en él. El galerista se mostraba encantado. Las nuevas obras eran extraordinarias. Gray sostenía que cuando mejor pintaba era cuando se sentía desgraciado, y lo estaba demostrando. Se sentía fatal sin Sylvia. Como no podía dormir, pintaba, constantemente, día y noche.

Se encontraba enfrascado en su trabajo una noche, ya tarde, tras la última pelea con Sylvia, cuando sonó el timbre de abajo. Pensó que era Sylvia, que había ido a intentar convencerlo una vez más, y sin preguntar quién era apretó el botón para que entrara. Dejó la puerta abierta y se preparó para otro asalto mientras contemplaba el lienzo con el ceño fruncido. Se había convertido en una especie de juego entre ellos. Sylvia le rogaba que accediera a conocer a sus hijos. Él se negaba. Ella se ponía hecha una fiera, y él también. Era un círculo vicioso. Ella no paraba de insistir, y él se empeñaba en no ceder,

Al oír ruido, miró, esperando ver a Sylvia, pero a quien vio fue a un joven que parecía un espectro.

– Perdón… la puerta estaba abierta. No quería molestarte. Eres Gray Hawk, ¿no?

– Sí. -Gray se quedó pasmado. Quienquiera que fuera aquel joven, parecía enfermo. Llevaba el escaso pelo muy corto, su rostro parecía el de un cadáver, tenía los ojos hundidos y la piel del color del cemento. Daba la impresión de tener cáncer, o algo igualmente grave. Gray no tenía ni idea de por qué estaba en su casa, ni quién era. -¿Quién eres? -Quería preguntarle qué hacía en su casa, pero como había dejado la puerta abierta era culpa suya que se le hubiera colado un desconocido.

El chico respondió sin moverse, en voz baja, como sin fuerzas para añadir nada más:

– Soy Boy.

– ¿Boy? -repitió Gray, como sin entender. Tardó unos segundos en caer en la cuenta, y puso una expresión como si le hubieran pegado un tiro. Palideció y se quedó paralizado. -¿Boy? ¡Dios mío!

Había pensado en él alguna vez, pero hacía siglos que no lo veía. Sus padres habían adoptado a un bebé navajo hacía veinticinco años y le habían impuesto el nombre de Boy. Era él. Gray se acercó lentamente y empezaron a rodarle las lágrimas por las mejillas. Nunca habían estado muy unidos, y había una diferencia de edad de veinticinco años entre ellos, pero Boy era un fantasma del pasado que le había rondado durante toda su vida, y aún seguía haciéndolo. Estaba en la raíz misma de su batalla con Sylvia. Por un momento pensó si no sería una alucinación. Boy parecía un espectro. Lo abrazó y los dos se echaron a llorar, a llorar por lo que podría haber sido, por lo que había sido y por toda la locura que habían experimentado, cada cual a su manera, pero en el mismo sitio y por las mismas razones.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó al fin Gray, con voz entrecortada.

Nunca había hecho el menor esfuerzo por verlo, y seguramente no lo habría hecho si no lo hubiera tenido delante de sus narices en aquel momento.

– Nada, es que quería verte -contestó Boy con sencillez. -Estoy enfermo.

Gray ya se había dado cuenta. Su cuerpo parecía translúcido, como si estuviera a punto de desaparecer, inundado de luz.

– ¿Qué enfermedad tienes? -preguntó Gray con tristeza. Solo el ver a Boy lo devolvía al pasado.

– Tengo sida. Me estoy muriendo.

Gray no le preguntó cómo había contraído la enfermedad. No era asunto suyo.

– Lo siento -dijo con toda sinceridad. Se miraron con cariño. -¿Vives aquí, en Nueva York? ¿Cómo me has encontrado?

– Busqué tu nombre en la guía de teléfonos. Vivo en Los Ángeles. -No perdió tiempo explicándole su vida a Gray. Se limitó a añadir: -Solo quería verte… una vez… Por eso he venido. Vuelvo mañana.