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– ¿En Navidad?

Parecía muy triste viajar en un día así.

– Estoy en tratamiento, y tengo que volver. Ya sé que te parecerá una estupidez, pero es que quería decirte adiós.

La verdadera tragedia consistía en que en realidad nunca se habían dicho hola. Gray solo lo había visto en dos ocasiones, cuando Boy era un niño, y después otra vez, en el funeral de sus padres. Desde entonces ni lo había visto ni había sentido el menor deseo de verlo. Se había pasado toda una vida cerrándole las puertas al pasado, y de repente aquel chico había metido un pie y le impedía cerrarla, e incluso la abría aún más con sus enormes ojos hundidos.

– ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?

A lo mejor necesitaba dinero. No es que Gray tuviera mucho, pero el joven negó con la cabeza.

– No, gracias. Estoy bien.

– ¿No tienes hambre?

Gray sentía que tenía que hacer algo por él, y le preguntó si le apetecía salir a tomar algo.

– Estaría bien. Estoy en un hotel aquí cerca. Sí, podríamos salir a tomar un bocadillo o algo.

Gray se puso el abrigo y pocos minutos después estaban en la calle. Entraron en un restaurante de comida rápida, y Gray invitó a Boy a un sándwich de carne y una Coca-Cola. No quería nada más. Él pidió un café y una rosquilla, y hablando, hablando, empezaron a adentrarse en el pasado, cada cual con su versión. Para Boy había sido distinto, porque sus padres ya eran mayores y no se movían tanto, pero seguían estando igual de locos. Cuando murieron volvió a vivir en la reserva india, después se fue a Alburquerque y por último a Los Ángeles. Dijo sin ambages que se había prostituido a los dieciséis años, y que había llevado una vida de pesadilla. Lo que le sorprendía a Gray era que Boy siguiera vivo. Los recuerdos se le agolparon al mirarlo, intentando comprender lo sucedido. Apenas se conocían, pero lloraron juntos, cogidos de la mano. Boy lo miró a los ojos y le besó las yemas de los dedos.

– No me preguntes por qué, pero tenía que verte. Supongo que quiero saber que al menos una persona en este mundo me recordará cuando muera.

– Siempre me he acordado de ti, a pesar de que la última vez que te vi no eras más que un crío.

Para él solo había sido un nombre, y de repente era una cara, un corazón, un alma, otra persona más que iba a perder y por la que llorar. No lo había deseado, pero le había llegado, como si le hubieran hecho un regalo. Aquel chico había recorrido casi cinco mil kilómetros para verlo y despedirse de él.

– Y seguiré acordándome de ti -añadió Gray con dulzura, grabándolo en su memoria. Sabía que algún día pintaría un retrato de él, y así se lo dijo.

– Pues sí me gustaría -repuso Boy. -Así la gente siempre podría verme. No le tengo miedo a la muerte. No quiero morirme, pero qué le vamos a hacer. ¿Crees en el cielo?

– No sé en lo que creo -contestó Gray con franqueza. -Quizá en nada. O a lo mejor en Dios, pero para mí tiene una forma muy libre.

– Yo sí creo en el cielo, y en que las personas volveremos a encontrarnos allí.

– Pues esperemos que no -replicó Gray, riéndose. -Yo he conocido a muchas personas que no me gustaría volver a ver. A nuestros padres, sin ir más lejos. -Si es que se los podía llamar así.

– ¿Eres feliz? -le preguntó Boy, que parecía irreal, etéreo, transparente.

Estar allí con él era como un sueño, y Gray no supo qué contestarle. Era feliz hasta hacía poco. Llevaba un mes muy mal, por las gilipolleces con Sylvia. Se lo contó a Boy.

– ¿Por qué tienes miedo de conocerlos?

– ¿Y si no les caigo bien, o no me caen bien ellos a mí? Entonces Sylvia empezaría a odiarme. ¿Y si nos caemos bien y me encariño con ellos y de pronto Sylvia y yo rompemos? Entonces no volvería a verlos, o si los veo a ellos no veo a Sylvia. ¿Y si son unos puñeteros niños mimados y nos hacen la vida imposible? Es todo demasiado complicado, y ya tengo suficientes quebraderos de cabeza.

– ¿Y qué te queda sin los quebraderos de cabeza? ¿Qué sería de tu vida sin Sylvia? Si te niegas a conocer a sus hijos, la perderás. Ella los quiere, y me da la impresión de que también te quiere a ti.

– Y yo la quiero, pero no a sus hijos, porque no me da la gana.

– ¿A mí me quieres? -preguntó Boy, y de repente a Gray se le vino a la cabeza el Principito, de Saint-Exupéry, que muere al final de libro. Y, sin saber por qué, le contestó con sinceridad, como si fueran hermanos y amigos de toda la vida.

– Sí, pero hasta esta noche no te quería. No te conocía, ni quería conocerte. Me daba miedo, pero ahora sí. O sea, que sí te quiero.

No había querido conocerlo durante todos aquellos años, ni siquiera verlo. Tenía miedo al dolor de preocuparse por él, de tener una familia. Lo único que sabía Gray era que las familias hacían daño y acababan por decepcionarte. Pero Boy no lo había decepcionado; había ido a verlo, en un gesto de cariño, le había ofrecido el regalo de amor que nadie le había dado en su familia. Era doloroso y hermoso a la vez, como solo puede serlo el amor.

– ¿Y por qué me quieres, Gray? ¿Porque me estoy muriendo? -preguntó Boy con aquellos ojos penetrantes que llegaban al alma.

– No. Porque tú eres mi familia -contestó Gray con voz entrecortada, sin poder contener las lágrimas. Se le habían abierto las puertas del corazón, de par en par. -Eres lo único que me queda.

Se sintió mejor al confesarlo, y los dos hombres se apretaron con fuerza las manos.

– Yo no voy a durar mucho -dijo Boy con naturalidad. -Y entonces solo te quedará Sylvia. Bueno, y sus hijos. Es lo único que tienes. Y a mí.

No era demasiado, y Gray lo sabía. Para llevar cincuenta años en este planeta, no era gran cosa. Por locos que estuvieran, sus padres habían tenido más. Habían adoptado a tres niños, que habían resultado un desastre, pero al menos habían hecho todo lo que estaba en sus manos, dentro de sus limitadas posibilidades. Se tenían el uno al otro, y a todas las personas con las que habían estado en contacto en su vida errante. Incluso los cuadros de Gray y el sufrimiento que los inspiraba eran en cierto modo el producto de las dos personas que los habían adoptado. Habían hecho mucho, más de lo que Gray había querido reconocer hasta entonces. Sus padres estaban medio locos y tenían sus limitaciones, pero al menos habían hecho un esfuerzo. Y también Boy. En comparación, Gray pensaba que había hecho muy poco con su vida emocional, hasta la aparición de Sylvia, y resultaba que también le estaba imponiendo límites a eso y haciéndole daño a ella porque tenía miedo. No: estaba aterrorizado.

– Te quiero, Boy -susurró Gray, mientras seguían cogidos de la mano.

No le importaba quién pudiera verlos ni lo que pudieran pensar. De repente había dejado de sentir miedo por todo lo que lo atemorizaba desde hacía tanto tiempo. Boy era el último símbolo viviente de la familia de la que Gray llevaba años huyendo.

– Yo también te quiero -dijo Boy.

Cuando al fin se levantaron, Boy parecía agotado, y con frío. Temblaba, y Gray le puso su abrigo. Era el mejor que tenía. Lo había cogido descuidadamente al salir de casa, pero parecía el gesto adecuado para el hermano moribundo que nunca había llegado a conocer. Deseó que hubiera ido a verlo antes, pero nunca se le había pasado por la cabeza, o en realidad sí, pero era él quien había rechazado la idea. En aquel momento se dio cuenta de que lo había rechazado todo, de que había huido de la vida para que no volvieran a hacerle daño. Su familia era el símbolo de todos sus temores, y Boy empezaba a disipar esos temores.

– ¿Por qué no te quedas esta noche conmigo? -dijo. -Yo puedo dormir en el sofá.

– No, me voy al hotel -repuso Boy, pero Gray no estaba dispuesto. Fueron al hotel a recoger sus cosas y volvieron a casa de Gray. Boy dijo que tenía que salir antes de las nueve de la mañana para coger el avión.