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– Yo te despierto -le prometió Gray. Lo arropó con cariño y le dio un beso en la frente. Era casi como si Boy fuera su hijo, El chico le dio las gracias y se quedó dormido antes de que Gray cerrase la puerta.

Gray se pasó toda la noche trabajando. Dibujó bocetos de Boy, docenas, para no olvidar ni un solo detalle de su rostro, y empezó a bosquejar un cuadro. Tenía la sensación de estar librando una carrera contra la muerte. No se acostó en toda la noche, despertó a Boy a las ocho y le preparó unos huevos revueltos. Boy se tomó la mitad y un poco de zumo, y dijo que tenía que marcharse. Iba a tomar un taxi para ir al aeropuerto, pero Gray dijo que quería acompañarlo, y Boy le sonrió. Tenían que llegar allí a las diez para el vuelo que salía a las once.

Después de facturar se quedaron juntos hasta que anunciaron el vuelo. Boy se asustó unos momentos, pero Gray lo estrechó entre sus fuertes brazos, y se echaron a llorar. Derramaron aquellas lágrimas no solo por el presente, sino por el pasado perdido, por todas las oportunidades que habían desaprovechado y que habían intentado recuperar en una sola noche. Y en cierto modo lo habían conseguido, los dos.

– Vamos, todo irá bien -dijo Gray, pero ambos sabían que no sería así, a menos que fueran ciertas las teorías de Boy sobre el cielo. -Te quiero, Boy. Llámame.

– Sí, te llamaré.

Pero Gray sabía que quizá no lo hiciera. Quizá aquel fuera el último momento, la última vez que se veían, que estaban en contacto. Y, tras haberle abierto su corazón, a Gray le iba a doler mucho, pero en aquel caso era una herida limpia, la cuchillada de la pérdida. Era como si le amputaran un miembro con cirugía, no como si se lo arrancaran.

– ¡Te quiero! -gritó Gray cuando Boy estaba a punto de subir al avión, y lo repitió una y otra vez para que lo oyera. Cuando llegó a la escalerilla, Boy se dio la vuelta, sonrió, saludó con la mano y desapareció. El Principito se esfumó, y Gray se quedó allí, llorando.

Deambuló por el aeropuerto largo rato. Tenía que reflexionar y recuperarse un poco. Boy era lo único en lo que podía pensar, y en las cosas que le había dicho. ¿Y si jamás hubiera existido, y si él no hubiera vuelto a verlo? ¿Y si no hubiera recorrido tan largo camino para verlo? Parecía un mensajero de Dios.

Ya era mediodía cuando Gray llamó a Sylvia por el móvil. Llevaba dos días sin hablar con ella, y toda la noche sin dormir.

– Estoy en el aeropuerto -dijo con voz ronca.

– Y yo. -Sylvia parecía sorprendida. -¿Dónde estás tú?

Gray le dijo en qué terminal se encontraba, y Sylvia dijo que ella estaba en el internacional, para recoger a Emily. Era Nochebuena.

– ¿Pasa algo?

Sí. No. Había pasado, pero ya estaba todo bien. No estaba bien, nunca lo había estado, pero él sí. Se sentía sano por primera vez en su vida.

– ¿Y qué haces en el aeropuerto? -preguntó Sylvia.

Empezaba a preocuparse, pensando que a lo mejor Gray se iba a algún sitio. Su relación estaba destrozada.

– He venido a despedir a mi hermano.

– ¿Cómo que a tu hermano? Si no tienes hermanos…

Y de repente lo recordó, y le pareció una locura, como en realidad lo era.

– Boy, Ya te lo contaré. ¿Dónde estás?

Sylvia se lo repitió, y Gray colgó.

Sylvia lo vio cruzando la terminal. El pobre iba hecho un asco, con unos vaqueros y un jersey viejos y una chaqueta que tendría que haber tirado hacía años. Boy se había llevado su abrigo, y Gray se alegraba de haber podido darle algo. Gray parecía un loco, o un artista, con aquellos pelos de punta, como si llevara días sin peinarse. Y de pronto estrechó a Sylvia entre sus brazos, los dos se echaron a llorar y él le dijo que la quería. Seguían abrazados cuando Emily salió de la aduana y al ver a su madre puso una sonrisa de oreja a oreja.

Sylvia los presentó y, aunque Gray estaba un poco nervioso, le estrechó la mano a Emily con una sonrisa. Le preguntó qué tal le había ido el viaje y le cogió la maleta. Echaron a andar por el aeropuerto, Gray con un brazo sobre los hombros de Sylvia y Emily de la mano de su madre. Fueron a casa de Sylvia; Gray saludó a Gilbert, y Sylvia preparó la comida. Por la noche, Gray la ayudó a hacer la cena, y después le contó lo de Boy, ya en la cama. Se pasaron muchas horas hablando, y a la mañana siguiente se dieron los regalos. Gray no le había comprado nada a Sylvia, pero a ella no le importó. Los chicos pensaron que Gray era un poco rarito, pero les cayó bien. Y, lo más sorprendente, a Gray también le cayeron bien. Boy tenía razón.

Un amigo de Boy llamó a Gray la noche de Navidad. Boy había muerto, y aquel amigo quería enviarle su diario y algunas cosas. A la mañana siguiente Sylvia y sus hijos se fueron a Vermont, y Gray los acompañó. Un día, al atardecer, Gray salió a ver la nieve y se puso a contemplar las montañas. Sintió la cercana presencia de Boy, e incluso oyó su voz. Después volvió lentamente a la casa en la que Sylvia lo estaba esperando. Al verlo, en el porche, Sylvia sonrió, Y aquella noche, contemplando el cielo y las estrellas junto a Sylvia, Gray pensó en Boy y en el Principito.

– Está ahí arriba, no sé dónde -dijo con tristeza.

Sylvia asintió y volvieron a la casa abrazados.

CAPÍTULO 24

Carole, Maggie y Adam fueron a San Bartolomé en el avión de este. Ni Maggie ni Adam conocían a Carole, y al principio resultó un poco embarazoso, pero cuando aterrizaron en San Bartolomé las dos mujeres se habían hecho muy amigas. No podían ser más distintas, pero mientras Adam dormía, Carole habló del centro infantil y de los niños, y Maggie de su vida anterior, la época que había pasado en hogares de acogida, las clases de preparación para la facultad de derecho y la suerte que tenía por estar con Adam. Carole empezó a quererla incluso antes de bajar del avión. Era honrada y auténtica, cariñosa e increíblemente inteligente. Era imposible que no te gustara, y Maggie pensaba lo mismo de Carole. Incluso se rieron con complicidad al hablar de lo furiosas que se habían puesto las dos cuando Charlie y Adam querían irse solos de vacaciones y de lo mucho que agradecían que no lo hubieran hecho.

– Yo estaba cabreada de verdad -confesó Maggie en susurros, y Carole se rió.

– Yo también… Bueno, más bien dolida. Charlie dice que no celebra las Navidades, y es muy triste.

Hablaron de la familia que Charlie había perdido, y de lo unidos que estaban los tres hombres. Maggie se alegraba de que Charlie y Carole hubieran vuelto a estar juntos. Sabía que habían roto durante una temporada, pero no se lo dijo a Carole, y después le contó la Navidad con los hijos de Adam, que había sido estupenda. Iban a llevarlos a esquiar en enero, durante un puente. Habían hablado de todos los temas cuando Adam se despertó, justo antes de aterrizar.

– ¿Qué habéis estado tramando? -preguntó Adam, bostezando.

– Nada -contestó Maggie con una sonrisita culpable, y añadió que esperaba no marearse.

Nunca había estado en un barco. Carole sí, en muchos, aunque casi todos eran veleros. A Maggie le sorprendía lo práctica y realista que era Carole, porque Adam, impresionado por su belleza, su amabilidad y su dulzura, le había contado quién era. Era una persona tan normal… Charlie había acertado en esta ocasión, y Adam esperaba que no la pifiara ni se rajara. Iba a ser divertido que estuvieran dos parejas, para variar. Suponía una gran diferencia en sus vidas.

Gray lo había llamado justo antes de marcharse. Iba de camino a Vermont, y le contó que había conocido a los hijos de Sylvia. Todo iba bien. Adam no tenía ni idea de cómo había ocurrido, y Gray le dijo que ya se lo explicaría a la vuelta, cuando se vieran un día para comer.

Charlie los esperaba en el aeropuerto, con dos miembros de la tripulación y el capitán, y ya estaba bronceado. Parecía feliz y relajado, y entusiasmado de ver a Carole.