Cuando llegaron al barco, Maggie no daba crédito a sus ojos. Fue de un extremo a otro, mirándolo todo, hablando con la tripulación, preguntando cosas, y al ver su camarote dijo que se sentía como Cenicienta otra vez, que iba a ser como una luna de miel. Adam le dirigió una mirada asesina.
– Venga, tranquilo -le dijo Maggie, burlona. -No quiero casarme, pero sí me gustaría quedarme en este barco para siempre. A lo mejor debería casarme con Charlie -añadió, en broma.
– Es demasiado viejo para ti -replicó Adam, y la llevó a la cama.
No volvieron a cubierta hasta varias horas después, y Charlie y Carole estaban allí, descansando. Carole daba la impresión de estar como pez en el agua. Se había llevado el vestuario perfecto, a base de vaqueros y pantalones cortos blancos, faldas y blusas de algodón e incluso zapatos náuticos, que impresionaron mucho a Maggie. Ella se había llevado un montón de ropa muy vistosa, además de biquinis y pantalones cortos, pero Carole le aseguró que todo le quedaba estupendamente. Era tan joven y guapa y tenía tan buen tipo que le habría quedado bien incluso una bolsa de basura. Su estilo era completamente distinto del de Carole, pero resultaba exótica y sexy a su manera, y se había pulido considerablemente durante los meses que llevaba con Adam. Lo que se había comprado no era caro, pero lo había pagado de su bolsillo.
Se fueron a sus respectivos camarotes antes de la cena, tras nadar un ratito, y después volvieron a popa a tomar una copa, como de costumbre. Adam tomó tequila, Charlie un martini y las chicas vino. Zarparían al día siguiente, rumbo a San Cristóbal, pero no antes de que las chicas fueran de compras por el puerto, como había prometido Charlie. Aquella noche fueron a bailar. Todos volvieron felices y agotados, y durmieron hasta tarde el día siguiente.
Desayunaron juntos y después Charlie y Adam se fueron a hacer windsurf y Maggie y Carole de compras. Maggie no compró gran cosa, y Carole unos cuantos pareos de Hermés. Le dijo a Maggie que podía prestárselos. Cuando zarparon, a última hora de la tarde, los cuatro tenían la sensación de llevar toda una vida viajando juntos. La única nube negra fue que Maggie se mareó durante la travesía, y Charlie le recomendó que se tumbara en cubierta. Estaba todavía un poco verdosa cuando fondearon en San Cristóbal, pero a la hora de la cena ya se encontraba bien, y contemplaron la puesta de sol juntos. Todo discurrió a la perfección, un día tras otro, y de lo único que se quejaban era de lo rápido que pasaba el tiempo, como ocurría siempre. Sin darse cuenta, llegó el final del viaje, el último día, la última noche, el último chapuzón en el mar, el último baile. Pasaron la última noche en el barco, y Charlie bromeó con Maggie sobre su mareo, pero llevaba dos días mucho mejor. Adam incluso le había enseñado a navegar. Charlie le había enseñado a Carole a hacer windsurf; ella tenía suficiente fuerza, pero Maggie no. A ninguno le gustaba la idea de que el viaje fuera a acabarse.
Carole solo podía quedarse una semana, y Adam y Maggie también tenían que volver: Adam porque sus clientes empezaban a quejarse, y Maggie porque tenía que trabajar. A todos les pasaba lo mismo, salvo a Charlie, que iba a quedarse en el barco. Llevaba dos días muy callado, y Carole se había dado cuenta, pero no dijo nada hasta la última noche, después de que Maggie y Adam se fueron a la cama.
– ¿Estás bien? -le preguntó en voz baja.
Estaban sentados en unas hamacas a la luz de la luna, y Charlie fumaba un puro. Habían anclado fuera del puerto, porque a Charlie le gustaba más. Era preferible estar en mitad del agua que ver pasar gente continuamente por el muelle, y Carole también lo prefería. Lo había pasado estupendamente con Charlie y los demás.
– Sí, muy bien -contestó Charlie, contemplando el mar, como dueño y señor de sus dominios. Carole entendía por qué le gustaba tanto estar en el barco. Todo en el Blue Moon era perfecto, desde los camarotes hasta la comida, pasando por la exquisita tripulación. Era una vida a la cual resultaba fácil adaptarse, a miles de kilómetros de distancia de la vida real y todos sus problemas. Era una vida entre algodones.
– Lo he pasado muy bien -dijo Carole, sonriendo perezosamente.
No pasaba una semana tan relajada desde hacía años, y le encantaba estar con Charlie, incluso más de lo que se esperaba. Charlie era el perfecto compañero, amante y amigo. La miró por entre el humo del puro, de una forma extraña que volvió a preocupar a Carole. Le dio la impresión de que algo lo obsesionaba.
– Me alegro de que te guste el barco -repuso Charlie con expresión pensativa.
– ¿Y a quién no le gustaría?
– Pues mira, a la pobre Maggie, con lo que se ha mareado…
– Al final se ha acostumbrado.
Carole quería defender a su nueva amiga. Estaba deseando volver a verla, y sabía que así sería. Maggie quería ir al centro de acogida, a ver lo que hacían. Le había asegurado que quería defender a los niños cuando acabara de estudiar derecho, para lo que aún le faltaban muchos años.
– Tú sabes navegar, y se te da muy bien el windsurf -dijo Charlie.
Carole había aprendido rápidamente, y había hecho submarinismo con él varias veces, y buceo con Adam. Todos habían disfrutado de las comodidades y los placeres del barco.
– De pequeña me encantaba navegar -dijo Carole con nostalgia.
No le apetecía nada tener que dejar a Charlie al día siguiente. Había sido tan bonito compartir el camarote con él, despertarse a su lado y dormirse abrazados por la noche… Lo iba a echar en falta cuando volviera a Nueva York. Para ella era una de las grandes ventajas de la vida conyugal. No le gustaba nada dormir sola, y en los buenos tiempos disfrutaba plenamente de la compañía de su pareja. Pensaba que a Charlie también le gustaba dormir con ella, y que no le importaba aquella intrusión en su camarote.
– ¿Cuándo piensas volver? -preguntó, sonriéndole. Ella pensaba que se iba a quedar otra semana en el barco.
– No lo sé -respondió Charlie con incertidumbre.
Parecía preocupado, y volvió a mirar a Carole. Llevaba toda la semana pensando en ellos dos. Era perfecta en muchos aspectos: buena educación, buena familia, inteligente, divertida, elegante, seria, amable con sus amigos, y encima lo hacía reír. Le encantaba hacer el amor con ella. En realidad no había nada que no le gustara de Carole, y era precisamente eso lo que le daba miedo. Lo más terrible era que no tenía ningún defecto imperdonable. Siempre acababa encontrándolo, y le servía de escotilla de salvamento; pero en esta ocasión no era así. Le angustiaba que al final no quisiera sentar la cabeza, y entonces todo el mundo se sentiría herido, como pasaba siempre. Al fin había conocido a una mujer a la que no quería hacer daño, ni que ella se lo hiciera a él, pero parecía que no había forma de evitarlo en cuanto la relación llegaba a la intimidad. No sabía qué decisión tomar.
– Algo te tiene preocupado -dijo Carole con dulzura, deseosa de saber qué ocurría.
Charlie titubeó unos momentos, y al final asintió con la cabeza. Siempre era honrado con ella,
– He estado pensando en nosotros. -Sonó como una sentencia de muerte, y Carole se asustó al mirarlo a la cara. Parecía atormentado.
– ¿Sobre qué? -Charlie sonrió por entre el humo del puro. No quería inquietarla sin motivo, pero estaba preocupado.
– No paro de plantearme qué hacen juntas dos personas con fobia al compromiso como nosotros. A lo mejor llega a hacernos daño.
– No si tenemos cuidado con las heridas y las cicatrices de cada uno.
Ella sí tenía cuidado. Ya sabía qué era lo que afectaba a Charlie. A veces simplemente necesitaba su propio espacio. Llevaba solo toda la vida. A veces Carole se daba cuenta de que quería estar solo, y entonces salía del camarote, o lo dejaba a solas en cubierta. Intentaba ser sensible a sus necesidades.
– ¿Y si no quisiera casarme? -le preguntó Charlie con toda sinceridad.