No lo tenía muy claro. Quizá fuera demasiado tarde. Tenía casi cuarenta y siete años, y no sabía si podría adaptarse a aquellas alturas. Tras toda una vida de buscar a la mujer perfecta, ahora que creía haberla encontrado, no sabía si él era el hombre adecuado. Quizá no, o a esa conclusión estaba llegando.
– Yo he estado casada, y no fue para tirar cohetes -dijo Carole, sonriendo con tristeza.
– Algún día querrás tener hijos.
– A lo mejor sí o a lo mejor no. Ya tengo niños en mi trabajo, y a veces me parece que es suficiente. Cuando me divorcié aseguré que no volvería a casarme. No estoy empeñada en casarme, Charlie. Soy feliz con las cosas tal y como están.
– Pues no deberías. Necesitas algo más -replicó Charlie, sintiéndose culpable. No sabía si él sería el hombre que pudiera ofrecérselo, y si no lo era, pensaba que debía dejarla marchar. Llevaba tiempo dándole vueltas al asunto. La gran evasión. De una u otra forma, al final siempre ocurría lo mismo.
– ¿Por qué no dejas que sea yo quien decida lo que necesito? Si tengo algún problema, ya te lo diré, pero de momento no lo tengo.
– Y después, ¿qué? ¿Nos destrozamos el uno al otro? Es peligroso dejar que las cosas sigan su curso sin más.
– Pero ¿qué dices, Charlie?
Solo de escucharlo le entraba pánico. Se sentía cada día más unida a él, sobre todo tras aquella semana de vivir juntos. Podía convertirse en una costumbre, muy fácilmente, y lo que le estaba diciendo la asustaba de verdad. Daba la impresión de estar a punto de echar a correr.
– No lo sé -contestó Charlie, apagando el puro en el cenicero. -No sé ni lo que digo, Vamos a la cama.
Hicieron el amor y los dos se quedaron dormidos sin volver a hablar sobre el asunto.
La mañana siguiente llegó demasiado pronto. Tenían que levantarse a las seis, y Charlie aún dormía cuando Carole saltó de la cama. Se duchó y ya estaba vestida cuando él se despertó. Se quedó en la cama, mirándola. Carole tuvo la terrible sensación de que lo veía por última vez. No había hecho nada mal durante el viaje, ni se había puesto demasiado pegajosa. Sencillamente había dejado que la vida siguiera su curso, pero la mirada de temor, culpabilidad y pesar de Charlie era inconfundible. Mal presagio.
Charlie se levantó para despedirlos. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta y se quedó en cubierta, observando cómo bajaban la lancha para llevarlos al puerto. Él se iba a Anguilla aquel mismo día. Besó a Carole antes de que subiera a la lancha y la miró a los ojos. A ella le dio la impresión de que le estaba diciendo algo más que adiós. No lo había presionado para saber cuándo pensaba volver. Creía que era mejor no hacerlo y tenía razón. Le parecía que Charlie se sentía como si se encontrase al borde de un terrible abismo.
Charlie le dio unas palmaditas en la espalda y un abrazo a Adam, y un beso en ambas mejillas a Maggie. Ella se disculpó por los mareos, y Charlie los despidió con la mano.
Carole se volvió a mirarlo desde la lancha. Tenía el terrible presentimiento de que no iba a volver a verlo. Se puso las gafas oscuras cuando llegaron al puerto para que no la vieran llorar.
CAPÍTULO 25
La vida empezó a ir a toda velocidad para Adam y Maggie en cuanto volvieron a Nueva York. Adam tenía tres clientes nuevos, sus hijos dijeron que querían verlo con más frecuencia, especialmente tras haber conocido a Maggie, y su padre sufrió un ataque al corazón. Salió del hospital al cabo de una semana, y su madre lo llamaba por teléfono no menos de diez veces al día. ¿Por qué no iba a verlos más a menudo? ¿Acaso no le importaba nada su padre? ¿Qué le pasaba? Su hermano iba allí todos los días. Desesperado, Adam le recordó que su hermano vivía a cuatro manzanas de distancia.
Maggie estaba igualmente enloquecida. Se acercaban los exámenes finales, tenía que preparar dos trabajos para las clases y trabajaba como una posesa en el Pier 92. Adam le decía que buscara un empleo mejor, pero las propinas que sacaba allí eran estupendas. Y, encima, durante las dos primeras semanas después de la vuelta del viaje tuvo la gripe.
No lograba quitársela de encima pero no podía faltar más días al bar o la despedirían. Se hallaba trabajando una tarde cuando Adam volvió a casa y se encontró una nota, en la que decía que la mujer de la limpieza había dejado el trabajo. El apartamento estaba hecho un asco. Sabía lo cansada que regresaría Maggie, así que decidió sacar la basura y recoger los cacharros antes de que ella volviera. Vació la papelera del cuarto de baño de Maggie en una bolsa de plástico grande, y cuando iba a atarla con un nudo algo le llamó la atención. Era una varilla de un azul muy vivo. Ya las había visto antes, pero hacía tiempo que no. Mucho tiempo. La sacó con cuidado y se quedó mirándola, incrédulo. Se sentó en el retrete y siguió mirándola. Volvió a tirarla a la bolsa de basura y la ató, con expresión sombría. Cuando Maggie volvió a casa, estaba hecho un basilisco. Ella se fue directamente a la cama, diciendo que se encontraba fatal.
– No me extraña -contestó Adam entre dientes. Había limpiado el apartamento de arriba abajo, y en esos momentos pasaba la aspiradora.
– Pero ¿qué haces? -preguntó Maggie, y Adam siguió zascandileando por la habitación.
– La mujer de la limpieza lo ha dejado.
– No tienes por qué hacerlo tú. Ya lo haré yo.
– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?
– Dentro de un rato. Acabo de volver a casa. Por Dios, Adam, ¿qué pasa? ¿Por qué vas por ahí como si te hubieran puesto un cohete en el culo?
– ¡Estoy limpiando la casa! -gritó Adam.
– ¿Porqué?
Adam se volvió bruscamente hacia ella, rabioso.
– Porque si no, podría matar a alguien, y no me gustaría que fueras tú.
– ¿Por qué estás tan cabreado?
Maggie había pasado un día terrible en el trabajo y se sentía enferma.
– Estoy cabreado contigo. Por eso estoy cabreado.
– Pero ¿qué demonios he hecho yo? Yo no le he dicho a la mujer que se fuera.
– ¿Cuándo pensabas decirme que estás embarazada? ¿Por qué te callabas esa bonita noticia? Por Dios, Maggie, he encontrado tu prueba del embarazo en la basura, y es positiva, ¡maldita sea! -Estaba fuera de sí. -¿Cuándo fue?
– En Yom Kipur, creo -respondió Maggie en voz baja.
Desde aquel día habían tenido cuidado. Fue la única vez que no lo habían tenido. A partir de entonces tomaban precauciones, cuando ya era demasiado tarde.
– Estupendo -dijo Adam, tirando la aspiradora. -En Yom Kipur. No, si tenía razón mi madre. Tendría que haber ido a la sinagoga y no haberte llamado.
Se desplomó en un sillón, y Maggie se echó a llorar.
– Qué egoísta eres.
– Peor es que estés embarazada y no me lo hayas dicho. ¿Se puede saber cuándo pensabas contármelo?
– Me he enterado esta mañana, y no quería que te enfadaras. Iba a decírtelo esta noche.
Y de pronto Adam la miró y cayó en la cuenta de lo que había dicho.
– ¿Cómo que en Yom Kipur? ¿Lo dices en broma? Yom Kipur fue en septiembre. Estamos en enero. ¿No querrás decir Janucá?
Maggie no era judía, y evidentemente se había equivocado de fecha.
– No, Yom Kipur. Tuvo que ser el primer fin de semana que vine aquí. Fue la única vez que no tuvimos cuidado.
– Maravilloso. ¿Y no te has dado cuenta de que no tenías la regla durante los últimos tres meses?
– Pensaba que era por los nervios. Me pasa muchas veces. Una vez no me vino durante seis meses.
– ¿Y estabas embarazada?
– No. Hasta ahora nunca había estado embarazada.
Maggie parecía destrozada.
– Todavía mejor. El primero. Mira, Maggie, es lo que nos hacía falta. Y encima, cuando abortes, te pasarás seis meses llorando y hecha polvo. -Ya había pasado por aquello, demasiadas veces, y no quería pasar por lo mismo, ni con ella, ni con nadie. La miró con recelo. -¿Qué es esto? ¿Me estás tendiendo una trampa para que me case contigo? Pues te aviso que no va a funcionar.