Maggie saltó de la cama y casi lo fulminó con la mirada.
– ¡No te estoy tendiendo ninguna trampa! ¡Nunca te he pedido que te casaras conmigo, ni te lo pienso pedir! Me he quedado embarazada, y tú tienes tanta culpa como yo.
– ¿Cómo demonios puedes llevar tres meses sin saber que estás embarazada? -Parecía increíble. -Ya ni siquiera puedes abortar, o no fácilmente. Es un lío tremendo después de los tres meses.
– Pues ya me encargaré yo sola. ¡Y no quiero casarme contigo!
– ¡Mejor, porque yo tampoco! -le gritó Adam.
Maggie entró furiosa en el cuarto de baño y le dio con la puerta en las narices. Estuvo allí encerrada dos horas y, cuando salió, Adam estaba en la cama, viendo la televisión, y no le dirigió la palabra. Ninguno de los dos había cenado. Maggie había vomitado, llorando.
– ¿Por eso te mareaste en el barco? -le preguntó Adam, sin mirarla.
– A lo mejor. Pensé que podía ser por eso, y también cuando volvimos. Por eso me he hecho la prueba.
– Al menos no has esperado otros seis meses. Quiero que vayas a un médico -dijo Adam, mirándola al fin. La pobre estaba hecha un asco. Notó que había llorado; tenía los ojos enrojecidos y la cara muy pálida. -¿Tienes médico?
– Una chica del trabajo me ha dado un teléfono -contestó Maggie, sollozando.
– No quiero que vayas a cualquier matasanos. Mañana me enteraré de alguien.
– Y entonces, ¿qué? -preguntó Maggie. Parecía asustada.
– Ya veremos qué dice.
– ¿Y si es demasiado tarde para abortar?
– Entonces ya hablaremos. En ese caso, a lo mejor tengo que matarte. -Lo decía en broma; se había calmado un poco, pero Maggie volvió a estallar en llanto. -Vamos, Maggie, por favor… Claro que no voy a matarte, pero estoy muy disgustado.
– Y yo -repuso Maggie, sollozando. -También es mi niño.
Adam soltó un gruñido y se dejó caer en la cama.
– Maggie, por favor, no es un niño. Es un embarazo, y nada más, de momento.
No quería pronunciar la palabra «feto», y mucho menos la palabra «niño».
– ¿Y adonde nos lleva esto? -preguntó Maggie, sonándose la nariz con un pañuelo de papel.
– Sé adónde nos lleva, y por eso estoy tan disgustado. Vamos, duerme un poco. Ya hablaremos mañana -dijo, apagando el televisor y la lámpara de su mesilla de noche. Era temprano, pero quería dormir. Necesitaba evadirse. Lo que le faltaba. Esas cosas les pasaban a sus clientes, no a él.
– Adam -dijo Maggie en voz baja.
– ¿Qué?
– ¿Me odias?
– Pues claro que no. Te quiero. Es solo que estoy disgustado, porque no ha sido buena idea.
– ¿Qué?
– Quedarte embarazada.
– Ya lo sé. Lo siento. ¿Quieres que me marche?
Adam la miró y sintió lástima. También a ella le iba a resultar difícil, especialmente teniendo en cuenta que eran más de tres meses. Sabía que algunos médicos accedían a hacerlo, pero era mucho más complicado que si se pillaba a tiempo.
– No quiero que te marches. Solo quiero que lo solucionemos, lo antes posible.
Maggie asintió con la cabeza.
– ¿De verdad crees que estaré hecha polvo durante seis meses?
Parecía preocupada. A ella también le daba miedo, más que a él. A Adam le parecía algo de lo más inoportuno, pero ella tenía que enfrentarse al asunto, de una u otra forma, por traumático que le resultara.
– Espero que no -respondió Adam. -Vamos, duerme un poco.
Maggie se pasó la noche dando vueltas en la cama, y cuando Adam se despertó, la oyó vomitar en el cuarto de baño. Se quedó en la puerta, crispado. Parecía que la cosa iba mal.
– Joder -dijo en voz alta, y entró a ducharse y afeitarse en el otro baño, dejando la puerta abierta para ver a Maggie. Ella apareció al cabo de diez minutos. Estaba verde. -¿Te encuentras bien?
– Sí, estupendamente.
Adam le preparó té y tostadas cuando se vistió, le dijo que la llamaría desde el bufete, le dio un beso y se marchó. Y de repente, cuando se dirigía al trabajo, se le pasó por la cabeza una idea espantosa: que Maggie era católica. ¿Y si se negaba a abortar? Eso sí que sería un auténtico lío. ¿Qué iba a decirles a sus hijos? ¿Y a sus padres? No quería ni pensarlo. Hizo todas las llamadas necesarias en cuanto llegó al bufete, y por la tarde llamó a Maggie al bar. Le dio los nombres de dos médicos, por si acaso uno de ellos tenía demasiadas pacientes y no podía atenderla, y le dijo que intentara que le dieran hora lo antes posible.
Maggie llamó a los dos médicos aquel mismo día, diciendo que llamaba de parte de Adam, como él le había indicado, y le dieron hora para el día siguiente por la tarde. Adam se ofreció a acompañarla, pero ella prefirió ir sola. Al menos parecía llevarlo bien, pero apenas se hablaron aquella noche. Estaban los dos demasiado tensos.
La noche siguiente, tras la consulta, Maggie había vuelto ya a casa cuando llegó Adam. Era su día libre, y estaba estudiando.
– ¿Qué tal ha ido?
– Bien.
No levantó la vista.
– ¿Bien? ¿Qué ha dicho?
– Que es un poco tarde, pero que pueden decir que está en juego mi salud mental, por si amenazo con suicidarme o algo por el estilo.
– Entonces, ¿cuándo vas a hacerlo?
Adam parecía aliviado, y Maggie guardó silencio mientras lo miraba con unos ojos enormes a la cara pálida. No tenía buen aspecto.
– No voy a hacerlo.
Adam tardó un buen rato en comprender y se quedó mirándola estupefacto.
– ¿Cómo dices?
– Que no voy a abortar -dijo Maggie lentamente, y Adam vio en su expresión que hablaba en serio.
– ¿Y qué vas a hacer? ¿Darlo en adopción?
Era mucho más complicado y requería más explicaciones, pero Adam estaba dispuesto, si era lo que ella prefería. Al fin y al cabo era católica.
– Voy a tener el niño y a quedármelo. Te quiero, y quiero a tu hijo. Lo he visto en la ecografía. Se mueve, y se estaba chupando el dedo. El embarazo es de tres meses y medio. Dieciséis semanas, calcula el médico, y no voy a deshacerme de él.
– Oh, Dios mío -dijo Adam, desplomándose en el primer sillón que encontró. -Es una locura. ¿Y lo vas a cuidar tú? No voy a casarme contigo, y lo sabes, ¿no? Si crees que es eso lo que va a pasar, lo llevas claro. No pienso volver a casarme, ni contigo ni con nadie, ni con niño ni sin él.
– De todas maneras yo no querría casarme contigo -replicó Maggie, irguiéndose en la silla. -No me hace falta que te cases conmigo. Puedo valerme por mí misma.
Siempre lo había hecho. Estaba aterrorizada, pero no pensaba reconocerlo ante Adam. Había pasado toda la tarde calculando el precio que iba a pagar. No iba a aceptar nada de Adam. Tenía que hacerlo ella sola, incluso si eso significaba dejar el trabajo y las clases nocturnas y acogerse a la segundad social.
– ¿Qué van a pensar mis hijos? -preguntó Adam con expresión de horror. -¿Cómo se lo vamos a explicar?
– No lo sé. Tendríamos que haberío pensado en Yom Kipur.
– Por lo que más quieras, en lo único que pensaba yo en Yom Kipur era en lo mucho que odio a mi madre, no en un niño, -A lo mejor tenía que ocurrir -dijo Maggie, intentando tomárselo con filosofía, pero Adam no quería ni hablar de ello.
– No tendría por qué haber ocurrido. Nos ha pasado por imbéciles.
– Quizá. Pero yo te quiero y, aunque me dejes ahora mismo, voy a tener el niño.
Se había cerrado en banda y no estaba dispuesta a ceder ni un ápice. Tras la ecografía, no quería matar a su hijo.
– Yo no quiero un bebé, Maggie -insistió Adam, intentando razonar con ella.
– Yo no estoy muy segura de quererlo, pero es lo que tenemos. O lo que yo tengo.
Parecía tranquila, pero también desdichada. Era un grave problema, para ambos.