– … ¿Sí?… ¿Qué pasa?
– Que ya viene el niño -susurró Maggie, con un dejo de pánico. Adam estaba demasiado cansado y no se despertó. Como todos en la boda, había disfrutado sin límites del excelente vino. -Adam, cielo… despierta. -Intentó incorporarse en la cama, pero tenía demasiadas contracciones. Le dio otro golpecito con la mano, mientras se sujetaba la enorme tripa con la otra.
– … Vamos… Estoy dormido… Vuelve a dormirte -dijo Adam, dándose la vuelta.
Maggie intentó seguir su consejo, pero apenas podía respirar. Empezó a asustarse, y aquello iba muy rápido.
Eran casi las seis cuando no solo le dio un golpecito, sino que lo sacudió por un brazo, jadeando. Le dolía terriblemente, y ningún truco funcionaba.
– Tienes que despertarte, Adam…
No podía bajarse de la cama, e intentó mover a Adam, pero él le lanzó un beso al aire y siguió durmiendo.
Eran las seis y media cuando le dio un golpetazo y gritó su nombre. En esa ocasión Adam se despertó, sobresaltado.
– ¿Qué? ¿Qué pasa? -Se apretó la cabeza con las manos y la dejó caer sobre la cama. -Joder, mi cabeza… -Y entonces miró a Maggie, que tenía la cara contraída en un gesto de dolor, y se despertó de golpe. -¿Estás bien?
– No… -Estaba llorando y apenas podía pronunciar palabra. -Adam, el niño ya viene, y tengo miedo.
Antes de terminar la frase tuvo otra contracción. Los dolores eran incontenibles y constantes.
– Vale. Un momento. Voy a levantarme. No te asustes. Todo va bien.
Sabía que tenía que saltar de la cama y ponerse los pantalones, pero tenía la cabeza como un bombo.
– No va bien… El niño viene… ¡ya!
– ¿Ya?
Adam se incorporó de golpe y la miró.
– ¡Ya! -gritó.
– No puedes tenerlo ya. Lo esperas para dentro de dos semanas… Maldita sea, Maggie… Te dije que no bailaras tanto.
Pero Maggie no podía oírlo. Lo miró, desencajada, y Adam saltó de la cama.
– ¡Llama al 911! -dijo Maggie sin aliento, entre dos contracciones.
– Joder… Sí, vale.
Adam llamó, y le dijeron que enviarían enfermeros inmediatamente, que dejara abierta la puerta, se quedara junto a ella y le dijera que no empujara, sino que soplara.
Se lo dijo a Maggie, que no empujara, que soplara, y ella le gritaba entre una contracción y otra, que ya eran prácticamente seguidas.
– Maggie… cielo… por favor, sopla. ¡Sopla! ¡No empujes!
– Yo no estoy empujando. Es el niño -dijo, haciendo una terrible mueca, y de repente soltó un chillido espeluznante. -¡Adam! Ya sale…
Adam le mantuvo abiertas las piernas y vio cómo su hijo llegaba al mundo justo cuando aparecieron los enfermeros. El niño había nacido sin ayuda, y Maggie se quedó apoyada en las almohadas, exhausta, mientras Adam lo sujetaba. Al mirar al niño, los dos lloraron.
– ¡Buen trabajo! -exclamó el enfermero jefe, ocupando el lugar de Adam mientras otro enfermero limpiaba al bebé y lo dejaba sobre el vientre de Maggie. Adam los miró a los dos, atónito, sin poder dejar de llorar. Maggie sonrió, tranquila, como si no hubiera pasado nada, mientras la tapaban. Después cortaron el cordón umbilical, y el niño miró a Adam como si ya se hubieran visto en alguna parte.
– ¿Ya tiene nombre el jovencito? -preguntó el segundo enfermero.
– Charles Gray Weiss -contestó Adam, mirando a su esposa con adoración. -Has estado maravillosa -le susurró, arrodillándose en el suelo, junto a su cabeza.
– Estaba tan asustada… -dijo ella en voz baja.
– Y yo tan borracho -contestó Adam, riéndose. -¿Por qué no me has despertado antes?
– Pero ¡si lo he intentado!
Le sonrió, con su hijo en brazos.
– La próxima vez que me hables cuando me estoy quedando dormido, te prometo que te haré caso.
La ambulancia esperaba abajo, pero antes de marcharse llamaron a Carole y Charlie. Los despertaron y les contaron que había nacido el niño, y ellos se alegraron enormemente. De todos modos tenían que levantarse pronto para ir a Mónaco.
Adam llamó a Jacob y Amanda desde el hospital, y el médico dio de alta a Maggie y el niño esa misma noche. Estaban los dos bien, y ella quería estar en casa con Adam. Dijo que había sido el día más bonito de su vida. El bebé era perfecto.
Adam casi se había quedado dormido, con el niño en el moisés, al lado de la cama, cuando Maggie le dio un golpecito. Se incorporó inmediatamente, sobresaltado, y miró a su mujer.
– ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
Había cumplido su promesa. Estaba completamente despierto.
– Sí, bien. Solo quería decirte que te quiero.
– Y yo también te quiero -repuso él. Volvió a tumbarse y la estrechó entre sus brazos. -Te quiero mucho, Maggie Weiss.
Y los dos se quedaron dormidos, sonriendo.
CAPÍTULO 30
Todos subieron a bordo del Blue Moon el primero de agosto, como tenían previsto. Maggie y Adam fueron con el niño y una niñera, como Charlie los había invitado a hacer. Empezaron en Montecarlo, como siempre, jugaron una noche, siguieron hasta Saint Tropez y, cuando se hartaron, fueron a Portofino. Las chicas fueron de compras, los hombres bebieron, todos nadaron y pasearon por la plaza por la noche, tomando helado. Bailaron en las discotecas, y, entre salida y salida y comida y comida, Maggie cuidaba al niño. El día que salieron de Nueva York había cumplido dos meses. Tenía unos ojos grandes y brillantes, y un cuerpecito robusto. Era rubio, como Maggie.
La mañana después de su llegada a Portofino, Sylvia y Gray subieron hasta la iglesia de San Giorgio, y por la noche cenaron todos en el restaurante en el que se habían conocido. Acababan de volver de un viaje con los hijos de Sylvia, y en esta ocasión Gray estaba más relajado. Había hablado con Emily de técnicas pictóricas, y Gilbert y él se habían hecho muy amigos. Reconoció ante Charlie que Sylvia tenía razón: sus hijos eran estupendos. «Tenía razón en muchas cosas», le confesó a su amigo.
Los demás brindaron por la pareja aquella noche. Hacía justo un año que se habían conocido.
– Yo sigo pensando que deberíais casaros -dijo Adam mientras abrían otra botella de vino.
Oficialmente llevaban viviendo juntos siete meses. Sylvia dijo que no le parecía suficiente tiempo, que solo se conocían desde hacía un año. Los demás silbaron, riéndose: Charlie y Carole habían salido ocho meses antes de casarse, Adam y Maggie cuatro, y les iba bien. Mejor que bien. Los cuatro no podían ser más felices.
– No hace falta que nos casemos -insistió Sylvia, y Gray le dijo, riéndose, que parecía él cuando le daba miedo conocer a sus hijos.
– No quiero fastidiar una buena relación -dijo Sylvia con dulzura.
– No la vas a estropear -replicó Charlie. -Y Gray es un buen hombre.
– No me lo plantearía ni dentro de un año -aseguró Sylvia, risueña.
– Vale -terció Adam. -Volveremos el año que viene, el mismo mes, y ya veremos qué hacéis entonces.
Los demás volvieron a brindar a la salud de Sylvia y Gray.
CAPÍTULO 31
Aquel día hacía un calor increíble y el cielo estaba completamente azul, sin una sola nube. Si nadie hablaba, se oían los insectos y los pájaros, y el variopinto grupo subía por la colina. Hacía demasiado calor hasta para moverse, y solo eran las once de la mañana.
La primera era una mujer con falda blanca con bordado de ojales y blusa de amplias mangas, también blanca, y sandalias rojas, como el ramo de rosas que llevaba, con un enorme sombrero de paja y un montón de pulseras de turquesa. Junto a ella iba un hombre de melena blanca, con pantalones blancos y camisa azul. Y detrás de ellos dos parejas, las dos mujeres en avanzado estado de gestación.