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La camarera les preguntó qué querían desayunar, y Ushi se empeñó en que solo muesli y café. Adam pidió beicon, huevos y tortitas. Parecía de muy buen humor, y sus dos compañeros intentaban no dirigirse sonrientes miradas de complicidad.

Los cuatro charlaron amigablemente, y en cuanto Ushi hubo terminado de desayunar, el sobrecargo llamó un taxi. Adam la llevó a dar una vuelta por el barco, y mientras la acompañaba al taxi, a la chica le hacían los ojos chiribitas.

– Te llamaré -prometió Adam con vaguedad, y le dio un beso. Había sido una noche inolvidable, pero sus dos amigos sabían que Adam se olvidaría muy pronto de la chica y que al cabo de un año, si se les antojaba, tendrían que recordársela,

– ¿Cuándo? ¿Vas a ir a la discoteca esta noche? -preguntó Ushi mientras Adam se quedaba unos momentos junto al taxi. -A lo mejor nos marchamos -dijo en respuesta a la segunda pregunta, pero no a la primera.

Ushi le había dado su número de teléfono en Ramatuelle y le había dicho que pasaría allí todo el mes de agosto. Después volvería a Munich con sus padres. También le había dado su dirección en Alemania, porque Adam le había dicho que iba allí con frecuencia por cuestión de negocios. Ushi le había dicho que tenía veintidós años y que estudiaba medicina en Frankfurt.

– Si nos quedamos, pasaré por la discoteca, pero lo dudo. Intentaba ser mínimamente honrado con las mujeres con las que se acostaba y no darles falsas esperanzas, pero él también sabía que no podía hacerse demasiadas ilusiones. Aquella chica alemana, una perfecta desconocida, había ligado con él en una discoteca, habían pasado la noche juntos, a sabiendas de que lo más probable era que no volviera a verlo. Iba en busca de lo mismo que él, y al menos por una noche había conseguido lo que quería. Y también Adam. Había pasado una noche estupenda, pero a plena luz del día no cabía duda de que eran dos perfectos desconocidos, y que difícilmente volverían a verse. Ambos tenían las reglas bastante claras.

Adam le dio otro beso cuando la chica estaba a punto de subir al taxi, y ella se quedó unos momentos con expresión soñadora, y dijo:

– Adiós… Gracias…

Y Adam volvió a besarla.

– Gracias a ti, Ushi -le susurró Adam, dándole unas palmaditas en el trasero.

La chica se subió al taxi, saludó con la mano y desapareció. Otra diversión de una noche. Era una forma de pasar el tiempo, e indudablemente daba realce a sus vacaciones. El cuerpo de la chica era mucho mejor sin ropa, tal y como había sospechado Adam.

– Bueno, ha sido una bonita sorpresa -comentó Charlie con sonrisa irónica, al tiempo que Adam volvía a sentarse a la mesa del desayuno. -Me encanta que los invitados desayunen con nosotros, sobre todo sí son tan guapas. ¿Crees que deberíamos marcharnos antes de que sus padres vengan con una escopeta?

– No creo -replicó Adam sonriendo satisfecho. De vez en cuando le gustaba hacer del yate de Charlie una especie de fiesta. -Tiene veintidós años y estudia medicina. Y no es virgen.

Aunque a Adam le costara reconocerlo, Ushi parecía más joven de lo que era.

– Que desilusión -dijo Charlie en tono de broma, al tiempo que encendía un puro.

En verano, mientras estaba en el barco, a veces fumaba habanos incluso después del desayuno. Lo que más disfrutaban de la vida, aquellos tres amigos, era poder hacer lo que quisieran, por muy solos que se sintieran a veces. Era una de las grandes ventajas de estar solteros. Comían cuando les venía en gana, vestían como querían, bebían cuanto les apetecía y pasaban el tiempo con quienes querían. No había nadie a quien tuvieran que rendir cuentas, incordiar, molestar, pedir disculpas, a quien acoplarse ni con quien adquirir un compromiso. Lo único que tenían era los* unos a los otros, y de momento era todo cuanto querían. Para los tres, en aquella época la vida era perfecta.

– A lo mejor te encontramos una virgen en el próximo puerto en que nos paremos -añadió. -Por aquí me parece que no se encuentran fácilmente.

– Muy gracioso -replicó Adam, sonriendo y satisfecho por su conquista de la noche anterior. -Lo que te pasa es que tienes envidia. Por cierto, ¿dónde nos vamos a parar?

A Adam le encantaba la libertad con la que iban de un sitio a otro; era como llevar la casa o el hotel a cuestas. Podían vivir rodeados de lujos, decidir su itinerario y cambiarlo en cualquier momento, mientras les servía la tripulación, de trato impecable. Para los tres amigos, aquello era el paraíso. Era precisamente lo que le gustaba a Charlie de tener un yate y la razón por la que pasaba el verano y varias semanas del invierno en él.

– ¿Dónde os apetece ir? -preguntó Charlie. -Yo había pensado en Mónaco o Portofino.

Tras una larga discusión se decidieron por Mónaco, y Portofino al día siguiente. Montecarlo estaba prácticamente a tiro de piedra, a dos horas de Saint Tropez. Portofino estaba a unas ocho horas de viaje. Tal y como esperaba Charlie, Gray aseguró que a él le daba igual y Adam dijo que le apetecía ir al casino de Montecarlo.

Abandonaron el muelle justo después del almuerzo, que consistió en un excelente bufet de mariscos. Cuando se marcharon eran casi las tres, después de haberse detenido un rato para nadar, y después se dedicaron a dormitar en las tumbonas mientras se dirigían a Mónaco. Cuando llegaron estaban dormidos como troncos, y el capitán y la tripulación anclaron hábilmente el Blue Moon en el muelle, con defensas para protegerse de posibles golpes de las demás embarcaciones. Como siempre, el puerto de Montecarlo estaba lleno de yates tan grandes como el Blue Moon o más.

Charlie se despertó a las seis, vio dónde estaban y que sus amigos seguían durmiendo. Fue a su camarote a ducharse y cambiarse de ropa, y Gray y Adam se despertaron a las siete. Tras los placeres de la noche anterior, era comprensible que Adam estuviera agotado, y Gray no tenía costumbre de trasnochar tanto. Cuando viajaban juntos tardaba unos cuantos días en adaptarse a aquella vida nocturna. Pero, cuando salieron a cenar, los tres se sentían descansados.

El sobrecargo les había pedido un coche y les había hecho reserva en el Louis XV, donde cenaron espléndidamente, en un entorno mucho más serio que el del restaurante de la noche anterior en Saint Tropez. Los tres iban de chaqueta y corbata. Charlie llevaba un traje de lino de color crema, con camisa a juego, Adam vaqueros, blazer y mocasines cíe piel de cocodrilo sin calcetines. Gray se había puesto una camisa azul, pantalones de color caqui y una blazer vieja. Con el pelo blanco, parecía el mayor del trío, pero tenía una elegancia incontestable; a pesar de la corbata roja, y llevara lo que llevase, se notaba que era artista. Se pasó la cena gesticulando, habiéndoles animadamente sobre su juventud. Les describió la tribu de nativos con los que había vivido durante una breve temporada en la Amazonia. Era un buen contador de cuentos, pero para él aún constituía una pesadilla de la infancia, mientras otros chicos iban al colegio, montaban en bicicleta, repartían periódicos por las casas y asistían a bailes organizados por la escuela. En lugar de eso, él había vivido entre los pobres de la India, en un monasterio budista de Nepal y había leído las enseñanzas del Dalai Lama. No le habían dejado disfrutar de su niñez.

– Pero qué queréis que os diga… Mis padres estaban mal de la cabeza, pero supongo que por lo menos no eran aburridos. Adam pensaba que su juventud había sido más que normal y corriente y que no había comparación entre lo que Gray contaba y lo que él había vivido en Long Island. Charlie raras veces hablaba de su infancia. Había sido previsible, respetable y tradicional hasta la muerte de sus padres, y después desgarradora, aún más cuando murió su hermana, al cabo de cinco años. No le importaba hablar sobre ello con su terapeuta, pero sí con los amigos. Sabía que tenían que haber ocurrido cosas divertidas antes de la gran tragedia, pero ya no las recordaba: solo se había quedado con la tristeza. Le resultaba más fácil atenerse al presente, salvo cuando su terapeuta se empeñaba en que recordase. E incluso en esas ocasiones suponía una auténtica lucha evocar tantas cosas sin sentirse destrozado. Todo lo que poseía en el mundo, todas las comodidades que tenía no compensaban las personas que había perdido, ni la vida familiar que había desaparecido al mismo tiempo que ellas. Y, por mucho que lo intentaba, no lograba recrear aquella vida. Siempre acababan por escapársele la estabilidad y la seguridad de la familia y alguien que crease ese vínculo con él. Los dos hombres con los que viajaba eran lo más parecido a una familia en su vida actual y durante los veinticinco años desde la muerte de su hermana. Nunca había sentido tanta soledad como entonces, con el dolor de saberse solo en el mundo, sin nadie que lo quisiera ni se preocupara por él. Ahora al menos tenía a Adam y a Gray. Y sabía que, pasara lo que pasase, siempre tendría a uno de ellos a su lado, o a los dos, como ellos lo tendrían a él. A los tres les proporcionaba gran consuelo. Los unía un vínculo inquebrantable de confianza, cariño y amistad, y eso era inestimable.