Lo estaban esperando. Niall Macaulay fue rápidamente conducido al despacho de la planta superior. Le entregó el abrigo y el paraguas a la recepcionista, y se dirigió al servicio para limpiarse las manchas de café. Arrojó la toalla de papel a la basura y miró el reloj con irritación. Apenas había tenido tiempo para preparar la cita y, para colmo, esa estúpida lo había hecho llegar tarde.
¿Qué diablos estaría haciendo con un vaso de cartón lleno de café y las suficientes compras como para saldar la deuda externa de todo un país?
Bueno, no importaba. Romana Claibourne también llegaba tarde. Declinó el café que le ofreció la secretaria, pero aceptó la invitación de esperar en la exquisita oficina de la señorita Claibourne. Cruzó la estancia hasta llegar a la ventana, tratando de no pensar en la docena de cosas más importantes que debería estar haciendo en ese momento.
Romana continuaba mirando fijamente el lugar por donde aquel hombre se había ido.
– Hoy no es su día, ¿eh, señorita? -exclamó el taxista-. Menudo cascarrabias… ¿Quiere usted recibo?
– ¿Cómo? Sí, claro. Quédese con el cambio.
Todavía llevaba en la mano el vaso pringoso. No había ninguna papelera en la calle, así que se vio obligada a cargar con él hasta la oficina.
Su secretaria la liberó del vaso y se hizo cargo de las bolsas y el abrigo.
– Estoy esperando a un tal señor Macaulay -comenzó a decir-. No puedo perder más de cinco minutos con él, así que espero que me rescates.
La mirada de advertencia de la joven la hizo detenerse.
– El señor Macaulay ha llegado hace un par de minutos, Romana -murmuró-. Te espera en tu despacho.
Romana se dio la vuelta y vio la figura de un hombre apoyado en la ventana, mirando por encima de los tejados de Londres. «Maldita sea», se dijo Romana. «Seguro que me ha oído». Magnífico comienzo. Echó mano de un pañuelo de papel, se limpió las manos y desechó la idea de pintarse los labios o arreglarse el pelo, para lo cual habría necesitado toda una vida. Se alisó la falda, se colocó la chaqueta en su sitio y se dispuso a entrar.
Niall Macaulay era impresionante, al menos por detrás. Alto, de pelo negro perfectamente peinado, y un traje hecho a medida que cubría sus anchos hombros.
– ¿Señor Macaulay? -preguntó mientras cruzaba el despacho con la mano extendida para darle la bienvenida-. Siento haberlo hecho esperar.
Cuando estaba a punto de explicar el motivo de su retraso, sin mencionar el asunto del café, se dio cuenta de que sus explicaciones serían redundantes. Abrió la boca como un pez sorprendido mientras él se daba la vuelta para estrechar su mano.
Niall Macaulay y el cascarrabias al que había duchado con café eran la misma persona.
– ¿Le ha ofrecido mi secretaria…?
– ¿Un café? -completó la frase por ella.
Hablaba en un tono de voz bajo, y ella se dio cuenta de que nunca rebasaría aquel nivel suave y controlado, cualquiera que fuera la provocación. Ella misma había sido testigo de su extraordinaria capacidad para controlarse.
– Gracias, pero creo que ya he tomado todo el café que usted pueda ofrecerme en un solo día.
Mientras él le soltaba la mano, a Romana le pareció que todavía la tenía pegajosa.
¿Era aquel hombre uno de sus socios? Romana los había imaginado más mayores y tal vez no muy interesados en ponerse a trabajar, teniendo en cuenta que los dividendos de la empresa eran más que suficientes para mantener a tres millonarios perezosos.
Cuando su padre había sufrido aquel fatal ataque al corazón, sus hermanas y ella habían descubierto la verdad. Sus socios, el capitalista, el banquero y el abogado, estaban muy lejos de ser unos ricachones sin inquietudes. Estaban construyendo un verdadero imperio, y querían también el imperio de las Claibourne.
Tenía delante al banquero, un hombre que le había demostrado ser frío hasta llegar al punto de congelación. Y su objetivo era convencerlo de que ella era una mujer de negocios capaz de sacar adelante una gran compañía. De acuerdo, no había tenido un buen comienzo, pero recuperaría terreno enseguida para demostrarle que ella valía mucho. De hecho, hasta que ella no se había hecho cargo del departamento de Relaciones Públicas, los grandes almacenes habían sido tan divertidos como una duquesa viuda. Ella cambió las tornas, y podría manejar aquella situación también.
Romana intentó ponerse a la altura de aquel hombre de hielo con una sonrisa lo más fría posible, sin que dejara de parecer amable.
– Siento mucho lo del café. Me habría gustado disculparme si usted me hubiera dado la oportunidad.
Esperó a que él reconociera que tenía razón. Pero esperó en vano.
– Por favor, mándeme la factura de la tintorería -continuó ella.
Ni un asomo de emoción cruzó los fríos rasgos de aquel hombre, y Romana se encontró diciendo:
– O también puede quitarse los pantalones para que alguien del personal de limpieza les pase una esponja y…
Estaba intentando ayudar, pero tuvo una visión de Niall Macaulay paseándose por su despacho en calzoncillos y se puso colorada. Nunca se sonrojaba, sólo cuando decía algo realmente estúpido. Como en esa ocasión. Echó una ojeada a su reloj.
– Tengo que estar en otro sitio dentro de diez minutos. Pero puede usted hacer uso de mi despacho mientras espera -añadió para que él entendiera que no le iba a hacer compañía mientras anduviera sin pantalones.
Niall Macaulay le dirigió una mirada capaz de congelar un volcán. Estaba claro que ella no podía competir con tanta sangre fría. Romana se ahuecó el cabello en un gesto muy femenino que no tenía término medio para los hombres: o lo adoraban o lo detestaban. Estaba claro que el señor Macaulay lo detestaba. Y como ella prefería cualquier tipo de reacción, aunque fuera negativa, volvió a arreglarse el pelo, aumentando el efecto con una sonrisa, una de ésas que querían decir «ven por mí». Era el tipo de sonrisa que habría hecho que la mayoría de los hombres se pusieran a cuatro patas lloriqueando como cachorrillos hambrientos. Pero no el señor Macaulay. Él no pertenecía a la mayoría. Seguía siendo hielo puro.
– Señorita Claibourne, mi primo me ha pedido que sea su sombra mientras usted trabaja. Siempre y cuando ir de compras le deje algo de tiempo para dedicarse al mundo laboral.
Romana siguió la trayectoria de su mirada, que se había detenido sobre en la pila de bolsas que ella había depositado en el sofá.
– No menosprecie las compras, señor Macaulay. Nuestros antepasados inventaron el ir de tiendas para divertirse. Se hicieron ricos con ello, y es la costumbre de ir de compras la que hace que el dinero siga entrando a raudales por nuestra puerta.
– Seguro que no por mucho tiempo -replicó él alzando una ceja-, si los directivos de esta firma compran en otras tiendas.
– Tiene usted mucho que aprender si piensa que los diseñadores importantes van a vender en los grandes almacenes otra cosa que no sea su línea prét-á-porter. Ni siquiera en uno tan elegante como Claibourne & Farraday.
Romana exhaló un suspiro de satisfacción. Se sentía mucho mejor.
– ¿Nos ponemos de acuerdo para la supervisión? -continuó ella-. ¿Tiene usted tiempo para esta nimiedad?
Por toda respuesta, él encogió levemente los hombros, un gesto que podía significar cualquier cosa.
– No puedo entender por qué usted y sus primos tienen tantas ganas de jugar a las tiendas -lo presionó ella-. ¿Tienen ustedes alguna noción de cómo llevar unos grandes almacenes? Este tipo de empresa no es para principiantes. Puede que usted sea el mejor inversor bancario del mundo, pero ¿sabe exactamente cuántos pares de calcetines hay que encargar para Navidad?
– ¿Lo sabe usted? -respondió él.
Claro que ella lo sabía. Era una pregunta del trivial de la página web de la tienda. Antes de que pudiera darse el gusto de contestarle, él continuó: