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Toda la familia, excepto Webb, permanecía sentada en el espacioso salón. La Abuela lloraba quedamente y sus manos retorcían incesantemente un delicado pañuelo bordado mientras permanecía sentada con los hombros hundidos. Su rostro estaba devastado por el dolor. Tía Gloria se sentaba a su lado, dándole palmaditas y murmurando palabras tranquilizadoras pero sin sentido. Tío Harlan estaba justo detrás de ellas, balanceándose sobre sus talones, contestando con importancia las preguntas y ofreciendo sus propias opiniones sobre cada teoría o detalle, disfrutando de estar en el candelero por haber tenido la suerte de ser la primera persona en la escena del crimen, sin contar desde luego a Roanna.

Roanna estaba sentada sola al otro lado de la habitación lejos de todos. Un ayudante del sheriff estaba parado cerca de ella. Era perfectamente consciente de que era un guardián, pero no le preocupaba. Permanecía inmóvil, sus ojos un pozo de oscuridad en su blanco rostro, su mirada ciega y al mismo tiempo abarcándolo todo mientras miraba sin pestañear a su familia al otro lado de la habitación.

El Sheriff Samuel “Booley” Watts se detuvo justo en la entrada y la miró, preguntándose incómodamente que estaría pensando, como se sentiría ante este silencioso pero implacable rechazo. Evaluó la delgada fragilidad de sus desnudos brazos, fijándose en lo irreal que parecía con ese camisón tan blanco, casi tanto como su cara. El pulso en la base de cuello le latía visiblemente, demasiado rápido y débil. Con la experiencia de treinta años al servicio de la ley, se giró hacia uno de sus ayudantes y le dijo quedamente, -Ve a por uno de los médicos para que le eche un vistazo a la chica. Parece que esta conmocionada.- La necesitaba lúcida y receptiva.

El Sheriff conocía a Lucinda de casi toda la vida. Los Davenport habían efectuado siempre fuertes contribuciones a sus fondos de campaña cuando llegaba la época de elecciones. Tal y como era la política, durante años él había hecho bastantes favores a la familia, pero en el fondo de su larga relación había un cariño genuino. Marshall Davenport había sido un duro y astuto hijo de puta, pero decente. Booley sólo sentía respeto hacia Lucinda, por su fortaleza interior, su oposición a rebajar sus valores en pos de la modernidad y su intuición en los negocios. En los años posteriores a la muerte de David, hasta que Webb fue lo suficientemente mayor como para aligerarle algo de la carga, había dirigido un imperio, se había hecho cargo de un inmenso patrimonio y criado a sus dos nietas huérfanas. Por supuesto tenía el beneficio de una inmensa fortuna que le allanaba el camino, pero la carga emocional había sido la misma para ella que para cualquier otra persona.

Pensó, que Lucinda había perdido a muchos seres queridos. Ambos, los Davenport y Tallant habían sufrido intempestivas muertes, demasiados jóvenes. El querido hermano de Lucinda, el primer Webb, había muerto a los cuarenta años, después de haber sido pateado en la cabeza por un toro. Su hijo, Hunter, había muerto a la edad de treinta y uno, cuando su pequeño avión se estrelló en una violenta tormenta en Tennessee. Marshall Davenport sólo tenía sesenta cuando murió de una apendicitis, que ignoró, creyendo que era una simple indigestión, hasta que la infección se había extendido tanto que su sistema inmunológico no lo pudo soportar. Y luego David y Janet, así como la mujer de David, se habían matado hacia diez años en un accidente de coche. Esto casi quebró a Lucinda, pero cuadró hombros y siguió adelante.

Y ahora esto; no sabía si podría soportar este nuevo golpe. Siempre había adorado a Jessie, y la chica había sido muy popular entre la élite de Colbert County, aunque Booley tenía sus reservas sobre ella. A veces su expresión parecía fría, desprovista de emoción, igual a la de algunos asesinos que había visto a través de los años. No es que hubiese tenido ningún problema con ella, nunca había sido llamado para tapar algún pequeño escándalo; a pesar de cómo era en realidad Jessie, de su manera de coquetear o de sus fiestas, se había mantenido limpia. Jessie y Webb habían sido las niñas de los ojos de Lucinda, y la anciana estaba muy orgullosa cuando dos años atrás los chavales se casaron. Booley odió lo que tenía que hacer; ya era bastante duro haber perdido a Jessie, sin involucrar a Webb, pero ese era su trabajo. Política o no, esto no se podía barrer debajo de la alfombra.

Un achaparrado paramédico, Turkey MacInnis, entró en la habitación y la cruzó hasta donde estaba sentada Roanna, agachándose frente a ella. Le llamaban Turkey por su habilidad para imitar el sonido de un pavo sin ayuda de ningún artilugio, era competente y reconfortante, uno de los mejores sanitarios del condado. Booley prestó atención al tono casual y desenfadado de su voz mientras le hacía a la chica unas cuantas preguntas, evaluando sus respuestas al tiempo que iluminaba con una pequeña luz sus ojos, luego le tomó la presión arterial y controló su pulso. Roanna contestaba a las preguntas en un tono apagado, casi inaudible, su voz sonaba forzada y dolorida. Observaba al sanitario con una total falta de interés.

Trajeron una manta y se la pusieron alrededor, y el sanitario la instó a tumbarse en el sofá. Entonces le trajo un taza de café, que Booley suponía estaría muy dulce, y la convenció para que se lo tomase. Booley suspiró. Satisfecho de que Roanna hubiera sido atendida, ya no podía posponer por más tiempo su pesada obligación. Se frotó la parte de atrás de la cabeza mientras caminaba hacia el pequeño grupo al otro lado de la habitación. Harlan Ames había contado, por lo menos por décima vez, el suceso según su interpretación, y Booley se estaba cansando de esa untuosa y excesivamente estridente voz.

Se sentó al lado de Lucinda.

– ¿Ya has encontrado a Webb? Le preguntó ella con voz estrangulada, mientras que más lágrimas corrían por sus mejillas. Pensó que por primera vez, Lucinda aparentaba su edad, setenta y tres años. Siempre había dado la impresión de ser esbelta y fuerte, como el más fino acero, pero ahora se la veía encogida en su camisón y su bata.

– Aún no-, dijo, incomodo. -Lo estamos buscando-. Se había quedado corto como nunca había hecho.

Hubo un pequeño alboroto en la puerta, y Booley se giró, frunciendo el ceño, pero se relajó cuando Yvonne Tallant, la madre de Webb, entró en el salón. Técnicamente se suponía, que no se permitía a nadie entrar, pero Yvonne era de la familia, aunque se había distanciado durante varios años al mudarse de Davencourt a su propia y pequeña casa cruzando el río en Florence. Yvonne siempre había sido una mujer con una vena independiente. Aunque ahora, Booley hubiese preferido que no apareciera, y se preguntaba cómo se había enterado de lo ocurrido aquí esta noche. Demonios, no tenía sentido preocuparse por ello. Ése era el problema de las pequeñas ciudades. Puede que alguien de la oficina, hubiese llamado a casa y le hubiese dicho algo a un familiar, quien habría llamado a un amigo, quien a su vez habría llamado a un primo que conocía personalmente a Yvonne y se había tomado la libertad de avisarla. Así es como funcionaba siempre.

Los ojos verdes de Yvonne se desplazaron por la habitación. Era una mujer alta y delgada con reflejos canosos en su pelo oscuro, del tipo que se describiría más como atractiva que guapa. Incluso a esta hora, estaba impecablemente vestida con traje de chaqueta y una pulcra camisa blanca. Su mirada se centró en Booley.

– ¿Es verdad?- preguntó, su voz se quebró un poco.- ¿Lo de Jessie?- A pesar de las reservas de Booley sobre Jessie, ella siempre se había llevado bien con su suegra. Además, las familias Davenport y Tallant siempre habían estado muy unidas y Yvonne conocía a Jessie desde la cuna.

Junto a él, Lucinda ahogó un sollozo, con todo el cuerpo temblando. Booley contestó a Yvonne asintiendo, quien cerró los ojos para evitar derramar las lágrimas.

– Lo hizo Roanna,- siseó Gloria, clavando la mirada al otro lado de la habitación sobre la pequeña figura que estaba envuelta en una manta y tumbada en el sofá.