No podía pensar en nada que la angustiara más que en encontrarse con Webb cara a cara otra vez.
– ¿Y si no quiere regresar?- murmuró.
– Convéncele,- contestó Lucinda, con brusquedad. Entonces suspiró, y su voz se tornó más suave. -Siempre ha mostrado debilidad por ti. Le necesito de vuelta aquí. Lo necesitamos. Tú y yo juntas nos las hemos arreglado bien para que las cosas siguiesen funcionando, pero ya no me queda mucho tiempo y tu corazón y tu alma no están puestos en esto de la manera en que lo estuvo Webb. Cuando se trataba de negocios, Webb tenía el cerebro de un ordenador y el corazón de un tiburón. Era honrado pero despiadado. Esa son cualidades raras, Roanna, no son el tipo de cualidades que se puedan reemplazar con facilidad.
Por eso mismo puede que no nos perdone.- Roanna no reaccionó ante el menosprecio de Lucinda por su aptitud para dirigir el imperio familiar. Era la verdad pura y dura; por eso la mayoría de las veces todas las decisiones importantes recaían sobre los cada vez más frágiles hombros de Lucinda, mientras que Roanna se limitaba a llevarlas a la práctica. Se había adiestrado a si misma, se había disciplinado hasta donde pudo, pero aunque diese lo mejor de ella misma nunca era suficiente. Lo aceptaba y se protegía a si misma al no darle importancia. Nada había tenido importancia en realidad durante los últimos diez años.
La pena destelló en la arrugada cara de Lucinda. -Desde que se marchó lo he echado de menos cada día, dijo con suavidad. -Jamás me perdonaré el haber permitido lo que le pasó. Le tenía que haber dicho a todo el mundo que creía en él, que confiaba en él, sin embargo me regodeé en mi propio dolor y no vi lo que mi dejadez le estaba haciendo. No me importa morir, pero no me puedo ir tranquila hasta que arregle las cosas con Webb. Si alguien lo puede traerlo de vuelta, Roanna, esa eres tú.
Roanna no le contó a Lucinda que en el funeral de Jessie le tendió una mano a Webb, y fue fríamente rechazada. En su fuero interno pensaba que tenía menos posibilidades de convencer a Webb de regresar a casa que cualquier otro, pero eso era otra cosa que había aprendido por si misma. Si ella conseguía bloquear sus sentimientos entonces sus emociones y miedos privados, serían justo eso, privados. Si los mantenía encerrados en su interior, entonces nadie más que ella sabría que existían.
No importaba lo que ella sintiera; si Lucinda quería Webb de vuelta en casa, haría lo que pudiese, sin importar lo que le costara.- ¿Dónde está?
– En alguna pequeña ciudad dejada de la mano de Dios en Arizona. Te daré la carpeta con la información que recabó el investigador para mí. Le… han ido muy bien las cosas. Posee un rancho, nada del tamaño de Davencourt, pero no está en Webb el fracasar.
– ¿Cuándo quieres que me marche?
– Lo antes posible. Lo necesitamos aquí. Yo le necesito. Antes de que me muera quiero hacer las paces con él.
Lo intentaré,- dijo Roanna.
Lucinda miró durante un prolongado momento a su nieta, luego una cansada sonrisa curvó su boca. -Eres la única que no aparenta falsa alegría y me dice que cumpliré los cien, dijo, con una amarga insinuación de aprobación en su voz. -Malditos idiotas. ¿Es que se creen que no sé que me estoy muriendo? Tengo cáncer, y soy demasiado vieja para malgastar mi tiempo y mi dinero en un tratamiento cuando de todas formas la vejez se me llevará bien pronto. Por el amor de Dios, yo vivo en este cuerpo. Siento como se está apagando lentamente.
No existía respuesta que no sonase falsamente alegre o cruel, así que Roanna no dijo nada. Muy a menudo permanecía callada, dejando que las conversaciones pasaran por encima de ella, sin hacer el menor esfuerzo para integrarse en ellas. Era verdad que todos los demás en la casa hacían lo posible por ignorar la enfermedad, como si fuese a desaparecer al ignorarla. Ya no sólo vivían allí Gloria y Harlan; sin saber bien cómo, al año de la muerte de Jessie y de la partida de Webb, Gloria había conseguido instalar a más miembros de su familia en Davencourt. Su hijo, Baron, había decidido quedarse en Charlotte, sin embargo, todos los demás estaban ahí. La hija de Gloria, Lanette, había instalado a toda su familia; a su esposo Greg y a sus hijos Corliss y Brock. No es que fuesen unos niños; Brock tenía treinta años y Corliss la edad de Roanna. Lucinda dejó que se llenase la casa, posiblemente en un intento por desterrar el vacío que quedó al perder a Jessie y a Webb. Suponiendo que Roanna pudiera convencer a Webb de que regresara -una gran suposición- se preguntaba qué haría con toda esta situación. Cierto, todos eran primos suyos, pero por alguna razón pensaba que se mostraría algo impaciente con ellos por aprovecharse del dolor de Lucinda.
– Sabes que cambié mi testamento después que se marchara Webb,- continúo tras un momento Lucinda, tomando otro sorbo de té. Miró fijamente por la ventana hacia la profusión de rosas color melocotón, sus favoritas, y cuadró los hombros como para tomar fuerzas. -Te nombré heredera universal; Davencourt y la mayor parte del dinero irían a parar a ti. Creo que es justo decirte que si puedes convencer a Webb de que vuelva, lo pondré todo a su nombre.
Roanna asintió. Eso no influiría en sus esfuerzos; nada lo haría. Haría todo lo posible para convencer a Webb de que regresara y de hecho no sentiría ninguna pérdida personal cuando Lucinda cambiase su testamento. Aunque lo intentaba con ahínco, Roanna lo aceptaba, sencillamente no poseía el don para los negocios como Lucinda y Webb. No era una persona que corriese riesgos y no podía mostrar entusiasmo por el juego de los grandes negocios. Davencourt estaría mucho mejor con él al cargo así como la miríada de inversiones financieras e intereses.
– Ese fue el pacto que hice con él cuando tenía catorce años,- continúo Lucinda, con voz áspera y los hombros todavía en tensión. -Si trabajaba duro, estudiaba, y se formaba para poder hacerse cargo de Davencourt, entonces todo sería suyo.
– Lo entiendo,- murmuró Roanna.
– Davencourt… – Lucinda seguía con la vista fija sobre el perfectamente cuidado césped, el jardín de flores, los pastos más al fondo, donde sus queridos caballos agachaban sus elegantes y musculosos cuellos para pastar. -Davencourt se merece estar en las mejores manos. No es sólo una casa, es un legado. Ya no quedan muchos como éste y tengo que elegir a quién creo será el mejor para cuidar de él.
– Intentaré traerlo de vuelta,- prometió Roanna, su cara tan serena como un estanque en un caluroso día de verano, cuando ni un soplo de brisa ondulaba la superficie. Era el rostro tras el cual se ocultaba, una máscara de indiferencia, insondable y serena. Nada podía traspasar el seguro velo que ella había tejido, excepto Webb, su única debilidad. A su pesar, sus pensamientos echaron a volar. Tenerlo de vuelta… sería como el cielo e infierno al mismo tiempo. Poder verlo todos los días, escuchar su voz, abrazar en secreto su cercanía en las largas y oscuras noches, cuando todas las pesadillas se volvían reales… eso era el cielo. El infierno era saber que él ahora la despreciaba, que cada una de sus miradas sería de condena y repulsa.
Pero, no, tenía que ser realista. Ella no estaría aquí. Cuando Lucinda -ya nunca pensaba en ella como Abuela – muriese, Davencourt ya no sería más su hogar. Sería de Webb, y el no la querría aquí. No lo vería todos los días, posiblemente nunca más. Tendría que mudarse, encontrar un trabajo, enfrentarse a la vida real. Bien, por lo menos con su licenciatura y su experiencia, sería capaz de encontrar un buen trabajo. Tal vez no en el área de Shoals; puede que tuviese que trasladarse, en ese caso estaba segura que jamás volvería a ver a Webb. Eso tampoco importaba. Su lugar estaba aquí. Sus irreflexivas acciones le costaron su herencia, así que era justo que ella hiciese lo posible para traerlo de vuelta.
– ¿No te importa?- le preguntó abruptamente Lucinda. -¿Perder Davencourt si haces esto por mí?