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Estaba cansada. Eran las diez de la noche, y su avión había despegado desde Huntsville a las seis de la mañana. Desde allí había volado a Birmingham, y desde Birmingham a Dallas -con una parada en Jackson, Mississippi. En Dallas, había soportado una espera de cuatro horas. Llegó a Tucson a las cuatro y veintisiete minutos, horario local, alquiló un coche y condujo hacia el sur por la autopista interestatal 19 hacia Tumacacori, donde el detective privado de Lucinda les dijo que ahora vivía Webb. Según la información de la ficha, poseía en la zona un pequeño pero próspero rancho ganadero.

No le fue posible encontrarlo. A pesar de tener la dirección, había estando dando vueltas buscando la carretera correcta, volviendo en repetidas ocasiones de vuelta a la autopista interestatal para orientarse. Estaba ya casi al borde las lágrimas cuando finalmente se encontró con un vecino de la localidad que no sólo conocía a Webb personalmente sino que dio indicaciones a Roanna para llegar a este pequeño y cutre bar justo a las afueras de Nogales, dónde solía parar Webb cuando tenía que ir a la ciudad, lo que había hecho este día en particular.

Mientras conducía en dirección a Nogales, la noche del desierto había caído con todo su colorido y dramatismo, y cuando el calidoscopio de matices se había descolorido, había dejado un aterciopelado cielo negro, lleno de enormes y brillantes estrellas como jamás había visto. Para cuando logró encontrar el bar, la hermosa e inhóspita desolación ya la había calmado, y de nuevo lucia su habitual expresión reservada.

Webb ya se encontraba allí cuando ella entró; fue la primera persona que vio. La conmoción casi la hizo derrumbarse. Tenía la cabeza girada hacia el lado contrario y ni se había molestado en mirar hacia la puerta, pero sabía que era él, porque cada célula de su cuerpo clamaba al reconocerlo. Sin hacer ruido se dirigió hacía una de las mesas vacías, escogiendo automáticamente una situada en la esquina más oscura, y aún permanecía allí sentada. La camarera, una mujer hispana de unos treinta y tantos años y con expresión cansada, se acercaba de vez en cuando. La primera vez Roanna había pedido una cerveza, aguantándola hasta que se calentó, para después pedir otra. No le gustaba la cerveza, habitualmente no bebía, pero pensó que debería consumir algo o sino le pedirían que abandonase la mesa para que la ocupasen otros clientes que sí lo harían.

Bajó la mirada hacia el arañado tablero de la mesa, en donde numerosos hojas de cuchillo habían grabado multitud de iniciales y diseños así como surcos aleatorios y agujeros. Esperar no lo hacía más fácil. Debería levantarse, caminar hacía él y terminar con esto de una buena vez.

Pero seguía sin moverse. Sus ojos se posaron hambrientos de nuevo en él, absorbiendo los cambios que estos diez años habían causado.

Tenia veinticuatro años cuando se marchó de Tuscumbia, un hombre joven, maduro para su edad y cargado con responsabilidades que hubieran podido con alguien inferior, pero joven aún. A los veinticuatro años todavía no había descubierto el alcance total de su propia fuerza, su personalidad era un poco maleable todavía. La muerte de Jessie y la subsiguiente investigación, y el modo en que había sido aislado tanto por la familia como por los amigos, lo habían endurecido. Los diez años transcurridos desde entonces lo habían endurecido aún mucho más. Era evidente en la severa línea de su boca y en la fría e imperturbable forma en que contemplaba el mundo a su alrededor, caracterizándolo como un hombre preparado para coger el mundo en sus manos e inclinarlo a su antojo. No importaba el desafío al que se enfrentara, siempre salía victorioso.

Roanna conocía algunos de esos desafíos, ya que el informe sobre él era minucioso. Cuando los cuatreros diezmaron su manada y las fuerzas locales no pudieron detenerlos, Webb había rastreado por su cuenta a los cuatro cuatreros y los siguió hasta Méjico. Los cuatreros lo descubrieron y comenzaron a disparar. Webb devolvió los disparos. Aguantaron así durante dos días. Al final de los cuales, uno de los cuatreros había muerto, otro resultó gravemente herido, y un tercero sufría una conmoción cerebral después de haberse caído desde una roca. Webb resultó levemente herido, una cicatriz que le atravesaba el muslo, y sufría de deshidratación. Finalmente los bandidos decidieron cortar por lo sano y escapar cuando aún podían, y Webb condujo sombríamente su ganado robado de vuelta a través de la frontera. Desde entonces ningún cuatrero le volvió a molestar.

Ahora un aura de peligro que no existía antes lo rodeaba, dándole el aspecto de un hombre de palabra dispuesto a respaldarla con acciones. Su personalidad se había afilado bajo esta coraza de hierro. Webb no tenía debilidades ahora, con certeza ni un resto de la que sentía por aquella estúpida y despistada prima que le había causado tantos problemas.

No era el mismo hombre que conocía antes. Era más duro y tosco, quizás incluso brutal. Se dio cuenta de que en diez años se habían producido muchos cambios, en ambos, pero una cosa permanecía constante, y eso era su amor por él.

Físicamente, parecía más alto y corpulento que antes. Siempre tuvo un cuerpo musculoso, pero años de durísimo trabajo físico habían endurecido y definido esa musculatura, como un látigo a punto de restallar o un cable de acero tensado. Sus hombros se habían ensanchado y su pecho aumentado. Sus antebrazos, que quedaban a la vista bajo las mangas enrolladas de la camisa, eran abultados con músculos y tendones definidos.

Estaba profundamente bronceado, con arrugas a ambos lados de su boca y en las esquinas de sus ojos. Llevaba el pelo más largo y descuidado, el pelo de un hombre que no iba de forma regular a la ciudad para cortárselo. Esa era otra diferencia: ya no era un corte a la moda, sino un simple corte de pelo. Su cara estaba oscurecida por la sombra de la barba, pero no podía ocultar la nueva cicatriz que le recorría la parte inferior de la mandíbula derecha, desde la oreja hasta casi la barbilla. Roanna tragó en seco, preguntándose que le habría pasado, si la herida habría sido grave.

El informe del investigador decía que Webb no sólo había comprado el pequeño rancho y lo había convertido rápidamente en una rentable empresa, sino que había adquirido sistemáticamente más tierras, no para ampliar su rancho, como sería de esperar, sino para la minería. Arizona era rica en yacimientos minerales, y Webb estaba invirtiendo en ellos. Abandonar Davencourt no le había empobrecido; tenía dinero propio, y lo había utilizado inteligentemente. Tal y como había manifestado Lucinda, Webb tenía un talento poco frecuente para los negocios y las finanzas, y lo había usado.

Aun siendo tan próspero como era, sin embargo, nadie lo diría por su ropa. Sus botas estaban usadas y arañadas, sus vaqueros descoloridos, y su fina camisa de cambray había sido lavada tantas veces que estaba casi blanca. Llevaba un sombrero, uno polvoriento de color marrón oscuro. Nogales tenía fama de ser dura, pero a pesar de ello, parecía haberse integrado en esta ruda muchedumbre, en este lúgubre bar de este pequeño y desértico pueblo fronterizo tan diferente a Tuscumbia como el Amazonas del Ártico.

Tenía el poder de destruirla. Con unas cuantas heladas y cortantes palabras podría aniquilarla. Se sentía enferma al saber al riesgo al que se exponía al acercarse a él, pero aún podía ver la esperanza que brillaba en los ojos de Lucinda cuando la besó esa misma mañana al despedirse. Lucinda, encogida por la edad, menguada por el dolor y el remordimiento, indomable pero ya no invencible. Posiblemente, el final estaba más cerca de lo que dejaba ver a los demás. Puede que esta fuese la última oportunidad de salvar el distanciamiento con Webb.

Roanna sabía exactamente a lo que se arriesgaba, financieramente hablando, si convencía a Webb para que regresara a casa. Tal y como estaba en estos momentos redactado el testamento de Lucinda, ella era la principal heredera de Davencourt y del imperio financiero de la familia, aunque se establecía además un modesto legado para Gloria y su prole, algo para Yvonne y Sandra, y pensiones y alguna cantidad fija de dinero para los empleados de toda la vida: Loyal, Tansy y Bessie. Pero a Webb lo habían preparado para ser el heredero, y si regresaba, todo sería suyo de nuevo.