Ella perdería Davencourt. Había bloqueado sus emociones, no había dejado ver a Lucinda el dolor y el pánico que amenazaban con derribar su barrera protectora. Era humana; lamentaría perder el dinero. Pero Davencourt significaba mucho más para ella que cualquier fortuna. Davencourt era su hogar, su santuario, y cada pulgada le era amadísima y familiar. Se le rompería el corazón al perderlo, pero no albergaba ilusiones de ser bienvenida allí cuando Webb heredara. Los querría a todos fuera, inclusive a ella.
Pero él podía cuidarlo mejor que ella. El había crecido con el convencimiento de que a través de su alianza con Jessie, Davencourt sería suyo. Se había pasado toda la adolescencia y la juventud entrenándose para ser el mejor custodio posible, y había sido culpa de Roanna que lo perdiese.
¿Cuál era el precio de la expiación?
Ella sabía el precio, sabía exactamente lo le iba a costar.
Pero estaba Lucinda, desesperada por verlo antes de morir. Y también estaba el mismo Webb, el príncipe exiliado. Davencourt era su legítimo lugar, su legado. Tenía una deuda con él que jamás podría pagarle. Renunciaría a Davencourt para conseguir que regresara. Sería capaz de renunciar a todo que tuviese.
Sin saber cómo, su cuerpo empezó a moverse inconscientemente, y se encontró de pie y caminando a través del humo ambiental. Se detuvo detrás de él, a su derecha, con mirada febril y hambrienta mientras contemplaba con fijeza la marcada línea de su pómulo y su mandíbula. Dudando, anhelando el contacto pero temiéndolo, alzó la mano para tocar su hombro y llamar su atención. Pero antes de poder hacerlo, el sintió su presencia y volvió la cabeza hacia ella.
Unos ojos verdes, entrecerrados y gélidos la recorrieron de arriba a abajo. Una oscura ceja se arqueó en muda pregunta. Era la mirada de un macho valorando a una mujer por su disponibilidad y su atractivo.
No la reconocía.
Respiraba veloz y profundamente, pero se sentía como si no pudiese inhalar suficiente aire. Dejó caer la mano, y sintió dolor, ya que el breve contacto que había temido le había sido negado. Quería tocarlo. Quería estar en sus brazos como cuando era pequeña, reposar su cabeza sobre su ancho hombro, y esconderse del mundo. En cambio se armó de toda la compostura que tanto esfuerzo le costó conseguir y dijo en voz baja, -Hola Webb. ¿Puedo hablar contigo?
Sus ojos se abrieron un poco y se giró en su taburete para enfrentarse a ella. En su expresión hubo un destello de reconocimiento y después incredulidad. Luego no hubo nada, y su mirada se endureció. De nuevo la volvió a mirar de arriba a abajo, pero esta vez con deliberada lentitud.
El no dijo nada, sólo se la quedó mirando. El corazón de Roanna retumbaba contra sus costillas con desmesurada fuerza. -Por favor,- dijo ella.
El se encogió de hombros, el movimiento tensó sus poderosos músculos contra su camisa. Sacó unos cuantos billetes de su bolsillo y los tiró sobre la barra, luego se levantó, cerniéndose sobre ella y obligándola a retroceder un paso. Sin decir ni media palabra la cogió por el brazo y la guió hacia la salida, sus largos dedos cerrados alrededor de su codo como una banda de hierro. Roanna se preparó a si misma ante el cosquilleo de placer causado por ese contacto tan impersonal, y deseó haberse puesto una blusa sin mangas para poder sentir su mano sobre su piel.
La puerta del achaparrado edificio se cerró tras ellos. Dentro la iluminación había sido pobre, pero aún así tuvo que pestañear para acostumbrar a sus ojos a esta oscuridad. Se veían un montón de vehículos aparcados de cualquier modo, el guardabarros y las lunetas reflejaban la luz roja parpadeante del rótulo de BAR que estaba situado en la ventana. Después de la cargada y humeante atmósfera del bar, el aire limpio de la noche se sentía fresco y claro. Roanna tembló con un repentino escalofrío. El no la soltó pero tiró de ella a través de la gravilla y arena del aparcamiento hacía una camioneta. Sacando las llaves de su bolsillo, abrió la puerta del conductor y la empujó con fuerza adentro. -Entra.
Ella obedeció, deslizándose por el asiento hasta que estuvo en el sitio del pasajero. Webb se sentó a su lado, encogiendo sus largas piernas bajo el volante y cerrando la puerta.
Cada vez que el letrero parpadeaba, podía apreciar su rígida mandíbula. En la cerrada atmósfera de la cabina podía aspirar el fresco y penetrante olor del tequila que él había estado tomando. Permanecía sentado en silencio, mirando a través del parabrisas. Arropándose a si misma con los brazos para protegerse del frío, ella también se mantenía callada.
– ¿Y bien?- preguntó él, bruscamente después un largo intervalo de tiempo y siendo evidente que ella no tenía ninguna prisa por hablar.
Pensó en todas las cosas que podría decir, todas las disculpas y excusas, todas las razones por las que le había enviado Lucinda, pero todo se redujo a tres simples palabras, y dijo, -Vuelve a casa.
El soltó una áspera carcajada y se giró de forma que sus hombros estuviesen cómodamente apoyados contra la puerta y el asiento.-Estoy en casa, o algo parecido a ello.
Roanna se quedó de nuevo en silencio, como solía hacer a menudo. Cuanto más fuerte eran sus sentimientos más callada se volvía, como si su caparazón interior se endureciese ante cualquier arranque emocional que pudiera hacerla vulnerable. Su cercanía, escuchar su voz otra vez, la hacía sentir como si algo fuera a romperse dentro de ella. Ni siguiera era capaz de devolverle la mirada. En vez de ello la bajo a su regazo, luchando por controlar su temblor.
El murmuró una maldición, luego metió la llave en el contacto y la giró. El motor se encendió de inmediato y se convirtió en un potente y afinado ronroneo Puso en marcha la calefacción, y después giró el torso para alcanzar la parte trasera de la camioneta. Sacó una chaqueta vaquera y se la tiró sobre el regazo. -Móntela por encima antes de que empieces a amoratarte.
La chaqueta olía a polvo y sudor, a caballos e inefablemente a Webb. Roanna deseó enterrar la cara en la tela; sin embargo se la puso alrededor de los hombros, agradeciendo su protección.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó él, finalmente. -¿Te lo dijo mi madre?
Ella negó con la cabeza.
– ¿La tía Sandra?
De nuevo negó con la cabeza.
– Maldita sea, no estoy de humor para acertijos, dijo bruscamente. -O hablas o te bajas de la camioneta.
Las manos de Roanna se aferraron a los bordes de la chaqueta.
– Lucinda contrató a un detective privado para encontrarte. Entonces me mandó para acá. Podía sentir la hostilidad que emanaba de él, una fuerza palpable que atravesó su piel. Había sabido que no tenía muchas posibilidades de convencerle para que volviese, pero no se había dado cuenta hasta ahora de la enorme aversión que sentía hacia ella. Se le revolvió el estómago, sentía el pecho vacío, como si su corazón ya no habitase ahí.
– ¿Así que no viniste por tu cuenta? Preguntó él, con aspereza.
– No.
Inesperadamente alargó la mano y le agarró la mandíbula, sus dedos se clavaron en su suave piel cuando le giró abruptamente la cabeza. Un ronroneo de leve amenaza se filtró en su voz. -Mírame cuando hables conmigo.
Impotente, así lo hizo, sus ojos devorándolo, examinando cada amado ángulo y archivándolo en su memoria. Esta podría ser la última vez que lo viese, y cuando la echase de ahí, otro poquito de ella moriría.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó, sujetado todavía su rostro. Su inmensa mano le cubría la mandíbula de oreja a oreja. -Si es solo que echa de menos mi sonriente cara, que no hubiese esperado diez años para encontrarme. Así que, ¿qué es lo que quiere de mí?