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Pero no era sólo por Lucinda. Webb necesitaba la venganza tanto como Lucinda el perdón. Si esto ayudaba a igualar la balanza, si después podía regresar a Davencourt, entonces Roanna estaba dispuesta a hacerlo. Y en lo mas profundo, esa oculta y secreta parte de ella sentía vértigo de puro placer. No importaba cuales eran sus razones, por un breve momento sería suyo, guardaría la experiencia cerca de su corazón para poder saborearla durante los estériles años venideros.

El tiró su sombrero sobre la silla y se tumbó de espaldas en la cama, ahuecando la almohada detrás de su cabeza. Sus ojos verdes escudriñaron entrecerrados su cuerpo.

– Desnúdate.

Atónita de nuevo, se quedó allí parada con los brazos caídos a los lados. ¿Quería que se desvistiera hasta quedar desnuda, mientras él permanecía ahí tumbado y la observaba?

– Me parece que has cambiado de opinión,- dijo arrastrando las palabras, levantándose y alcanzando su sombrero.

Roanna se calmó y alcanzó los botones de su blusa. Había decidido hacerlo, así que, ¿qué importaba si primero quería mirarla? En poco tiempo estaría haciendo mucho más que mirar. Lo que la pasmaba era la atrocidad que iba a cometer, y sus manos temblaban mientras luchaba con los botones. Qué raro que le resultara tan difícil desnudarse para él, cuando había soñado durante años con hacerlo. ¿Sería porque siempre soñó que vendría a ella con amor, y ahora la realidad era lo contrario?

Se decía a si misma una y otra vez que no importaba, utilizando la letanía como defensa para no pensar demasiado en ello. No importaba, no importaba.

Finalmente los botones estuvieron desabrochados, y la blusa abierta. Tenía que mantenerse en movimiento o perdería totalmente la calma. Con un movimiento veloz y nervioso se apartó la tela de sus hombros y la dejó resbalar por sus brazos. No podía mirarlo, pero notaba su mirada sobre ella, intensa y profunda, esperando.

Su sujetador se abrochaba por delante. Por un instante, temblando de frío y de vergüenza, deseo que fuese algo sexy y de encaje, pero en vez de ello era de simple algodón blanco, diseñado para ocultar más que para incitar. Lo desabrochó y bajó los tirantes, para que la prenda cayese también al suelo a sus pies. El aire frío le acarició los pechos, haciendo que sus pezones se contrajesen, convirtiéndose en duros picos. Sabía que sus senos eran pequeños. ¿Los estaba mirando? No se atrevía a echar un vistazo en su dirección para comprobarlo, ya que la aterrorizaba descubrir en su mirada la desilusión.

No sabía cómo desvestirse para complacer a un hombre. Mortificada por su propia torpeza, sabía que existía un modo de hacerlo con gracia, de provocar y mantener el interés de un hombre con la promesa de la lenta revelación de su piel, pero ella lo desconocía. Lo único que sabía era desabotonar, desenganchar y bajar cremalleras, como una colegiala cambiándose de ropa para la clase de gimnasia.

Así que lo mejor sería terminar lo antes posible, antes de perder la calma. Rápidamente se quitó las sandalias, bajó la cremallera de sus pantalones, y se inclinó para quitárselos. Ahora la habitación estaba helada, y se le había puesto piel de gallina por los estremecimientos.

Sólo quedaban las bragas, y su magro suministro de valor estaba ya casi agotado. Sin darse tiempo para pensar, enganchó los pulgares en la cinturilla y deslizó esta ultima prenda hacía abajo, a la altura de su pies y los sacó.

Aún así él no habló, ni se movió. Sus manos se movieron, un gesto que murió antes de completarse, como si fuera a cubrirse, pero dejo caer los brazos a ambos lados y simplemente se quedó allí parada, mirando ciegamente el desgastado suelo bajo sus pies desnudos, preguntándose si era posible morir de vergüenza. Los últimos días se había obligado a comer un poco más pero aún así estaba delgada, una pobre ofrenda en el altar de la venganza. ¿Y qué pasaría si su cuerpo desnudo no era lo suficientemente deseable para que él tuviese una erección? ¿Y si se reía?

El continuaba en silencio. Ni siquiera lo escuchaba respirar.

La oscuridad invadió su visión, y luchó para llevar oxigeno en sus constreñidos pulmones. No podía mirarlo, pero de repente la asaltó el aterrador pensamiento de que él pudiese haber bebido más de lo que pensaba, y se hubiese quedado dormido mientras ella se desnudaba. ¡Menuda proclamación sobre sus prácticamente inexistente encantos!

Entonces le llegó el susurró, bajo y áspero, dándose cuenta de que después de todo no se había dormido: -Ven aquí.

Ella cerró los ojos, temblando mientras el alivio amenazaba con doblarle las rodillas, y se encaminó hacia el susurro.

– Más cerca, dijo él, y se movió hasta que sus rodillas chocaron con el lateral de la cama.

Entonces la tocó, su mano se deslizó por la parte externa de su muslo izquierdo, las callosas yemas de sus dedos deslizándose sobre la suavidad de su piel, avivando las terminaciones nerviosas, y dejando un rastro de calor. Subiendo y subiendo, deslizó la mano a lo largo de la columna de su muslo hasta llegar a la redondez de su trasero, sus largos dedos ahuecándose bajo la fría curva de ambas nalgas, quemándola con su calor. Ella tembló, y trató de controlar la repentina y fiera necesidad de frotar su trasero contra su mano. No lo logró del todo; sus caderas se movieron casi imperceptiblemente.

El se rió, y sus dedos se apretaron sobre la carne. Le acarició las nalgas, dibujando con su palma la parte inferior, como si quisiera imprimir la suave forma femenina en su mano, y recorriendo con el pulgar la hendidura entre ambas.

Roanna comenzó a temblar con violencia bajo la combinada descarga de placer y conmoción, y ni toda la fuerza de voluntad del mundo podría detener los delatadores temblores. Jamás nadie la había tocado ahí. No sabía que esa lenta caricia pudiera causar un dolor hueco entre sus piernas, o conseguir que sus senos se inflamaran y tensaran. Cerró los ojos con más fuerza aún, preguntándose si volvería a tocarle los senos y si podría aguantarlo si lo hacía.

Pero no fueron sus senos lo que tocó.

– Abre las piernas.

Su voz sonaba ahora ronca y rugosa y aunque no estaba segura de haberlo escuchado bien, una parte de ella sabía que sí. Un zumbido invadió sus oídos, aún cuando se notó cambiar de postura para separar los muslos lo suficiente como para admitir su exploración, y sintió su mano deslizarse entre sus piernas.

Deslizó los dedos a lo largo de su cerrado y sensible pliegue, percibiendo su suave y delicada apretura. Roanna dejó de respirar. La tensión se extendió por su cuerpo, comprimiéndola en una agónica espera que amenazaba con destruirla. Entonces un largo dedo se deslizó audazmente en su cerrado coñito, abriéndolo, hurgando con infalible destreza, empujando profundamente dentro de su cuerpo.

Roanna no pudo detener el grito que brotó de sus labios, aunque rápidamente lo acalló. Sus rodillas temblaban y amenazaban con doblarse de nuevo. Sentía como si la estuviese manteniendo en pie solo con su mano entre sus piernas, con su dedo dentro de ella. Oh, Dios mío, la sensación era casi insoportable, su gran y áspero dedo, frotándose contra su delicada carne interior. Lo sacó, y rápidamente lo volvió a empujar dentro de ella. Una y otra vez volvió a introducirlo en su interior, y al mismo tiempo frotaba su pulgar contra el pequeño botón que coronaba su sexo.

Indefensa sintió como sus caderas empezaban a frotarse contra su mano, y pequeños gemidos se formaban en su garganta y escapaban libres. En la quietud de la habitación lo oía respirar, escuchó lo fuerte y rápido que salía. Ahora no tenía frío; oleadas de calor la embargaban, y el placer era tan agudo que resultaba casi doloroso. Desesperadamente bajó la mano y le sujetó la muñeca, tratando se apartar de ella su mano, porque era demasiado, no podía soportarlo. Algo drástico le estaba pasando, algo mucho más radical estaba a punto de suceder, y gritó llena de un repentino temor.