– Vi la maldita prueba-, contestó Corliss.-Estaba en lo alto del cesto de la basura, así que debe habérsela hecho esta misma mañana. Y después bajaron todo “caras-sonrientes” y Webb dijo que se iban a casar. ¿Y mi dinero?
Harper le sonrió, con sus ojos tan azules y vacíos. -¿Dinero?
El pánico hizo presa de sus nervios. Necesitaba algo de dinero; había estado muy apurada por largarse de la habitación de Roanna, y ahora ansiaba una raya o dos para mantenerse firme. Estaba al límite; le quedaban sólo dos días antes de que Webb la hiciera irse. Harper tenía que hacer algo, pero la espera la estaba matando. No sería capaz de aguantar a menos que pudiera conseguir un poco de coca para resistirlo.
– Nunca dijiste nada sobre dinero-, arrastró las palabras, y su sonrisa hizo que los temblores fríos la recorrieran otra vez. Nerviosamente miró alrededor. No le gustaba este lugar. Se encontraba con Harper en un lugar diferente cada vez, pero antes, siempre había sido en sitios públicos: una parada de camiones, un bar, sitios así. Después de la primera vez, se encontraban siempre también fuera de la ciudad.
Esta vez él le había dado su dirección en una andrajosa rulote en las afueras, en medio de ninguna parte. Había chatarra de coches en diez metros a la redonda, y armazones desechados de viejas sillas y cajas de muelles amontonadas sin orden ni concierto contra el remolque, como si simplemente las hubieran sacado afuera y nunca hubiesen vuelto a pensar en ellas. El remolque era diminuto, consistía en una pequeña y estrecha cocina con una pequeña mesa empotrada y dos sillas como zona de comedor, un sofá de vinilo agrietado y una televisión de diecinueve pulgadas situada en el extremo de una desvencijada mesa, y además de todo eso pudo ver un baño del tamaño de un armario y un dormitorio en el cual la cama de matrimonio ocupaba la mayor parte del espacio. Los platos sucios, las botellas de cerveza, paquetes de cigarros arrugados, los ceniceros desbordados y la ropa sucia cubrían todas las superficies.
Aquí no era donde vivía Harper. Había un nombre diferente, toscamente escrito, sobre el buzón, pero no podía recordar cuál era. Él le había dicho que el remolque pertenecía a un amigo. Ahora ella se preguntaba si “el amigo” había oído hablar alguna vez de Harper Neeley.
– Tengo que conseguir dinero-, balbució. -Ese era el trato.
– Nop. El trato era que tú me pasabas información sobre Tallant, y yo me ocuparía de resolver el problema para ti.
– ¡Bueno, pues has hecho una mierda de trabajo!- estalló ella. Él parpadeó despacio, su fría mirada azul se volvió aún más helada, y ella tardíamente deseó haber mantenido la boca cerrada.
– Está llevando más de lo que esperaba-, dijo ella, moderando su tono al de súplica. -Estoy pelada y necesito cosas. Ya sabes cómo somos las chicas…
– Se cómo son las cocainómanas-, dijo él, indiferentemente.
– No soy una cocainómana-, dijo furiosa. -Solo tomo un poco de tanto en tanto para calmar mis nervios.
– Claro y seguro que tu mierda tampoco huele.
Ella enrojeció, pero algo en el modo en que la miraba le hizo sentir miedo de seguir pinchándolo. Nerviosamente se levantó del sofá, pelándose los muslos con el vinilo donde el sudor había hecho que se le quedaran pegados a la maldita cosa. Vio que la mirada de él se posaba en sus piernas, y deseó no llevar puestos pantalones cortos. Es que hacía un condenado calor, y no esperaba tener que sentarse sobre vinilo, por Dios. Deseó no llevar puestos estos short en especial, pero eran sus favoritos porque eran muy cortos y apretados, y además eran blancos con lo que resaltaban su bronceado.
– Tengo que irme-, dijo, tratando de esconder su nerviosismo. Harper nunca había intentado algo con ella, pero tampoco habían estado nunca en un sitio donde él pudiera hacerlo. No es que fuera feo, lejos de ello para un tipo de su edad, pero la asustaba hasta la médula. Tal vez si estuvieran en algún sitio donde no estuviera tan sola, como un motel, donde alguien la oyera si gritaba, porque Harper parecía un hombre que hacía gritar a las mujeres.
– No llevas bragas-, comentó él, sin abandonar en ningún momento su posición en equilibrio sobre las patas traseras de la silla. -Puedo ver el pelo de tu coñito a trabes de tus pantaloncitos.
Ella ya lo sabía; era una de las razones por las que le gustaban tanto esos short. Le gustaba la forma en que los hombres le echaban un vistazo, después se sobresaltaban y la miraban otra vez, con los ojos desorbitados y las lenguas colgando como perros. La hacía sentirse atractiva, caliente. Pero cuando Harper la miraba, no se sentía caliente, se sentía asustada.
Se reclinó aún más hacia atrás en la silla y se metió la mano en el bolsillo derecho de sus vaqueros. Sacó una bolsa transparente de auto cierre llena con aproximadamente unos treinta gramos de polvo blanco, guardado en una bolsa más pequeña de plástico y asegurada con un hilo rojo atado alrededor del borde. El hilo atrajo su mirada, la atrapó. Nunca había visto una bolsa de cocaína atada con un hilo rojo antes. Tenía un aspecto exótico, irreal.
El balanceó el paquete de un lado a otro. -¿Prefieres tener esto mejor, o dinero?
Dinero, trató ella de decir, pero sus labios no formaban las palabras. La bolsa se balanceaba de un lado a otro, de un lado a otro. Ella la contemplaba, hipnotizada, fascinada. Había nieve en esa bolsita, un regalo de Navidad empaquetado con hilo rojo.
– Puede…puede que solo una raya,- susurró. Sólo probarla. Era todo lo que necesitaba. Una pequeña esnifada para ahuyentar el nerviosismo.
Despreocupadamente él se giró y barrió con el brazo toda la superficie de la sucia mesita, tirando de golpe los periódicos, los ceniceros y los platos sucios al suelo donde se unieron el resto de la basura y se confundieron con ella. El dueño del remolque ni notaría la diferencia. Entonces desató el hilo rojo y con cuidado dejo caer parte del polvo blanco en la mesa. Con impaciencia Corliss comenzó a acercarse, pero él le lanzó una gélida mirada que la hizo detenerse de golpe.-Espera un momento-, dijo él.-Aún no esta listo para ti.
El cupón de una revista, una de esas estúpidas tarjetitas que las revistas incluían en las páginas finales, para que los lectores se subscribieran, estaba tirada sobre el suelo. Harper lo recogió y comenzó a dividir el diminuto montículo blanco en líneas paralelas sobre la mesa. Corliss observaba sus movimientos rápidos y seguros. El había hecho eso antes, muchas veces. Esto la intrigó, porque creía que ella sabía reconocer a los cocainómanos, y Harper no mostraba ninguno de los signos.
Ahora las pequeñas rayas eran perfectas, las cuatro. No eran muy largas, pero servirían. Tembló, mientras permanecía inmóvil mirándolas, esperando la palabra que la liberaría de su posición.
Harper se sacó un trozo de pajilla del bolsillo. Era de una pajilla para beber refrescos, de una longitud de apenas cinco centímetros. Era más corta de lo que le gustaba, tan corta que tendría que casi pegar la nariz a la mesa y llevar cuidado de que su mano no rozara las otras rayas y las estropeara. Pero era una paja, y cuando él se la tendió, la cogió impaciente.
Él señaló un lugar sobre el suelo.-Puedes ponerte ahí.
El remolque era tan diminuto que sólo tenía que avanzar un paso. Lo dio, miró hacia la mesa y después volvió la vista atrás, hacia él. Tendría que inclinarse totalmente hacia delante y estirarse para llegar hasta las rayas.-Aquí es demasiado lejos-, dijo.
Él se encogió de hombros.-Te las apañaras.
Ella estiró los brazos y apoyó la mano izquierda sobre la mesa, sosteniendo con cuidado la pajilla en la derecha. Doblada por la cintura se estiró hacia delante, sólo unos centímetros, esperando no caerse y volcar la mesa. Las rayas estaban más cerca y se llevó la pajilla a la nariz, saboreando con anticipación la esnifada, el chisporroteo de éxtasis mientras su mente se expandía, el brillo…