– No lo estás haciendo bien-, dijo él.
Se quedo congelada, su mirada seguía clavada en aquellas dulces rayitas. Tenía que tenerlas. No podía esperar mucho más. Pero le daba miedo moverse, miedo de lo que pasaría si se movía antes de que Harper dijera que podía.
– Tienes que ponerte de rodillas primero.
Su voz era inexpresiva, como si esto sólo fuera un juego. Pero ahora ella sabía lo que él quería, y el alivio le aflojó las rodillas. Se trataba sólo de echar un polvo, nada importante. ¿Y qué si era más viejo que cualquier otro al que se hubiera follado antes? Las rayitas la llamaban con insistencia, y lo viejo que él fuera no tenía importancia.
A toda prisa se enderezó y se desabotonó los pantalones cortos, dejarlos caer hasta sus tobillos. Comenzó a sacar un pie, pero él la detuvo otra vez. -Déjalos ahí. No quiero que se te abran las piernas, es más estrecho cuando están juntas.
Ella se encogió de hombros.-Como más le guste a tu polla.
No le prestó más atención mientras se movía a su espalda. Se inclinó hacia delante, impaciente, concentrada en la cocaína, la mano izquierda apoyada sobre la mesa, la mano derecha sosteniendo la pajilla. La punta del cilindro tocó el polvo blanco, y aspiró bruscamente en el mismo momento en que él se encajaba en ella, profundamente, con tanta fuerza que hizo que la pajilla patinara a través de la mesa y golpeara la cocaína desparramando las ordenadas líneas. Estaba seca, y le hizo daño. Ella se dedicó a perseguir la cocaína con la pajilla y seguía empujando, haciéndola fallar. Gimió, y frenéticamente ajustó la posición, aspirando tan fuerte como podía para inhalar hasta la última partícula que el extremo de la pajilla tocara.
La coca se había dispersado por toda la mesa. No tenía sentido apuntar, sólo había tiempo para aspirar mientras sus rítmicas embestidas la movían de adelante a atrás. Corliss sostuvo la diminuta pajilla pegada a su nariz, barriendo ávidamente con la punta a través de la mesa, aspirando con fuerza por su nariz mientras iba de acá para allá, de acá para allá, y era igual si le estaba haciendo daño, maldito fuera, porque conseguía aspirarlo todo, y el resplandor, el estallido de placer, florecían a través de ella. Le daba igual lo que hiciera mientras le consiguiera cocaína, y mientras se ocupara de Webb Tallant antes de que el bastardo la echara de una patada de Davencourt.
Esa tarde cuando Roanna regresó de una reunión de la Sociedad Histórica, abrió la puerta de garaje y vio que Corliss había vuelto antes que ella y se había aprovechado de su ausencia para ocupar su plaza de aparcamiento otra vez. Suspirando, presionó el botón del mando a distancia para bajar la puerta de garaje, y aparcó su coche al lado del otro. Corliss se habría marchado en dos días; podía mostrarse paciente por ese poco tiempo. Si decía algo sobre el aparcamiento, habría otra gran escena y eso trastornaría a Lucinda, cosa que quería evitar.
Caminaba a través de los pocos metros que había hasta la puerta de atrás cuando el corazón le dio un suave vuelco, y se paró y miró alrededor. Era uno de los días más hermosos que había visto nunca. El cielo era de un azul puro y profundo y el aire estaba excepcionalmente diáfano, sin la habitual neblina causada por la humedad. El calor era tan intenso que casi parecía tener sustancia, liberando la rica y densa fragancia de los rosales, cultivados cuidadosamente a lo largo de décadas y que estaban cargados de flores. Abajo en los establos, los caballos hacían cabriolas en círculos y sacudían sus lustrosas testas, llenos de energía. Esta mañana, Webb le había pedido que se casara con él. Y por encima de todo, ella llevaba a su hijo en su interior.
Embarazada. Estaba embarazada. Se sentía todavía un poco atontada, como si no fuera posible que eso le pasase a ella, y al haber estado así de distraída no tenía ni idea de lo que se había hablado en la reunión de la Sociedad Histórica. Estaba acostumbrada a ser la única persona que habitaba su cuerpo. ¿Cómo se acostumbraría a la idea de alguien viviendo dentro de ella? Era extraño, y aterrador. ¿Como podía algo tan extraño ser tan maravilloso? Era tan feliz que le daban ganas de llorar.
Esto, también, le resultaba ajeno. Era feliz. Examinó la emoción con cautela. Iba a casarse con Webb. Iba a criar niños y caballos. Alzó la vista hacia la enorme y vieja casa y sintió que una oleada de pura euforia y posesividad la recorría de la cabeza a los pies. Davencourt era suya. Ahora era su hogar, real y verdaderamente. Sí, era feliz. Incluso con la inevitable marcha de Lucinda que se acercaba a pasos agigantados, estaba repleta de pura felicidad.
Webb tenía razón; Jessie le había amargado bastante la vida, la convenció de que era demasiado fea y torpe para que nadie la amara. Bueno, Jessie había sido una bruja rencorosa, y había mentido. Roanna sintió que la comprensión de esto le calaba hasta los huesos. Era un ser humano competente, agradable, y con un talento especial para los caballos. La amaban; Lucinda la quería, Loyal la quería, Bessie y Tansy la querían. Gloria y Lanette se habían preocupado cuando la habían herido, y Lanette se había revelado sorprendentemente protectora. A Brock y a Greg les caía bien. Harlan, bueno, ¿quién sabía lo que pensaba Harlan? Pero sobre todo, Webb la amaba. En algún momento, a lo largo del día, la certeza de ello había calado en su alma. Webb la amaba. La había amado toda su vida, tal y como le había dicho. Indudablemente lo excitaba, lo que significaba que tampoco carecía de atractivo.
Esbozó una pequeña e íntima sonrisa cuando recordó cómo le había hecho el amor la noche anterior, y otra vez esa misma mañana, después de que la prueba de embarazo hubiera dado positivo. No había ninguna duda de su reacción física ante ella, al igual que él no podía dudar de que el deseo de ella fuera recíproco.
– He visto eso-, dijo él, desde la entrada de la cocina, donde holgazaneaba. Ella no lo había oído abrir la puerta. -Has estado ahí de pie soñando despierta durante cinco minutos, y tienes una pequeña sonrisa misteriosa en la cara. ¿En qué estabas pensando?
Sonriendo aún, Roanna caminó hacia él, dejando que los párpados velaran sus ojos castaños llenos de una expresión que lo hizo contener la respiración. -En cabalgadas-, murmuró mientras pasaba a su lado, rozando deliberadamente su cuerpo contra el de él. -Y en jadeos.
Sus propios ojos se tornaron apasionados, y el rubor oscureció sus pómulos. Era el primer movimiento incitante que Roana le hacía, y le provocó una inmediata y rotunda erección. Tansy estaba detrás de él, en la cocina, felizmente atareada con su diaria confección y elaboración de comidas. No se preocupó por si notaba su estado de excitación. Se giró y en silencio, siguió resueltamente a Roanna.
Ella le echó una mirada por encima del hombro mientras se dirigían hacia arriba, su rostro brillaba con una promesa. Caminó más rápida. La puerta del dormitorio apenas había terminado de cerrarse tras de ellos antes de que Webb la tuviera en sus brazos.
Casarse en poco tiempo implicaba tener que ocuparse a la carrera de muchas diligencias, pensó Roanna a la mañana siguiente mientras conducía por el largo y tortuoso camino privado. La lista de invitados a la boda era mucho más pequeña que la que había confeccionado para la fiesta de Lucinda, con un total de cuarenta personas, incluida la familia, pero tenía todavía multitud de detalles de los que ocuparse.
Ella y Webb tenían cita para hacerse los análisis de sangre esa misma tarde. Esta mañana, había arreglado lo de las flores, contratado al proveedor del catering y encargado la tarta de boda. Estas tartas, por lo general, tardaban semanas en confeccionarse, pero la señora Turner, que se especializaba en ellas, le había dicho que podía hacerle algo “elegantemente sencillo” en los once días que faltaban hasta la fecha elegida para la boda. Roanna entendió que “elegantemente sencillo” era un modo discreto de decir poco complicado, pero lo prefería así de todos modos. Tenía que parar en casa de la señora Turner y elegir el diseño que más le gustara.