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Bram rió.

– ¿He dicho algo divertido? -preguntó ella.

– Deberías comprarte unas pestañas postizas para poder pestañear con coquetería cuando adoptas ese papel de damisela en apuros -dijo él, a la vez que aparcaba. Apagó el motor-. Está bien, lo siento -continuó, y giró la cabeza hacia Flora-. No es cuestión de que seas mujer o no. Cuando voy en coche, necesito ser el conductor. Debo estar obsesionado con estar al mando.

– No lo sientes en absoluto, Bram. Eres un dinosaurio, igual que tus primos. Sois los Farradaysaurios, tan anticuados que estáis en peligro de extinción. Os resistís a morir.

– ¿Además somos testarudos? -preguntó Bram, con una sonrisa-. Por lo que dices necesito ayuda urgentemente. Tal vez tú…

– No -Flora alzó una mano para detenerlo-. Ahora es cuando te ablandas, prometes que vas a cambiar drásticamente y me entregas las llaves para que conduzca yo de vuelta al hotel. Y se supone que yo te tengo que estar eternamente agradecida porque a partir de este momento sólo puedo beber tónicas mientras tú te vas dulcificando con unas cuantas copas.

No era eso lo que Bram había planeado, pero no podía culpar a Flora por creerlo capaz de algo así.

– Me has pillado. En fin, vamos a buscar un sitio para comer algo. Mientras cebamos puedes enumerar todos mis defectos.

– Eso nos llevaría mucho tiempo.

– Estoy seguro. Por mi parte prometo dedicarte toda mi atención si, a cambio, me cuentas por qué llevas las uñas de los pies pintadas de azul.

– ¿Qué te llama la atención, que me las pinte o que sean azules?

– Las dos cosas -Bram tomó la mano de Flora al adentrarse en el bullicio. Ella intentó soltarse, pero él se la apretó con fuerza-. Nos podemos perder con facilidad.

– Bram, a ver si te enteras de que no soy una niña. Tengo veintiséis años y dirijo los grandes almacenes de mayor prestigio de Londres.

– Dame ese capricho -dijo él-. Recuerda que no soy más que un dinosaurio.

Flora desconfiaba aún más de Bram cuando intentaba ser amable con ella y hacerla reír, pero, con un encogimiento de hombros, cerró los ojos y dejó que la condujera entre la multitud.

– ¿Flora?

Flora abrió los ojos. Bram la miraba con el ceño fruncido.

– Perdona -dijo Flora, sonriente-. Estaba intentando imaginar si serías uno de esos dinosaurios con un cuerpo enorme y un cerebro muy pequeño, o de los carnívoros que…

– Me hago una idea. Preferiría que te guardaras la conclusión a la que llegues.

– Vamos, Bram. Si he aprendido algo de mi madre es que los hombres adoran hablar de sí mismos.

– Debe de ser toda una experta. Tantos matrimonios han debido enseñarle unas cuantas lecciones. A parte de haberle proporcionado una cuenta bancaria millonaria.

– Ya no se comporta así.

– No, claro. Esta vez ha decidido casarse por pura lujuria.

A Flora la asombró descubrir el detalle con el que Bram había estudiado su vida familiar. No permitió que la sonrisa se borrara de sus labios.

– Al menos sabe lo que quiere y lo consigue -afirmó. Y para demostrar lo que quería decir, añadió-: Por eso estoy segura de que ansias saber que has sido clasificado como un primo carnal del Tirannosauros Rex.

– «Ansiar» es una palabra un poco exagerada -Bram le devolvió la sonrisa-. Pero estoy dispuesto a admitir que estaba un poco expectante.

Bram miró a Flora con una intensidad que la perturbó.

– ¿Tienes apetito? -dijo ella para cambiar de tema.

Estaban rodeados de tiendas, restaurantes y puestos de mercadillo. Flora necesitaba cualquier excusa para distraerse y evitar caer en la tentación de intimar con Bram. Debía estar alerta. No podía arriesgarse a bajar sus defensas ante un hombre cuyo objetivo era descubrir sus debilidades y aprovecharse de ellas.

– Me gustaría visitar ese mercadillo -dijo, al fin.

– Tú mandas -contestó Bram.

– Me cuesta creerte.

– ¿No has conseguido que viniera contigo?

Bram tenía razón, pero Flora no estaba segura de cuáles eran sus motivos reales, ni de por qué no había aceptado la invitación muda de la mujer rubia que los observaba en la piscina.

Avanzaron por la calle y Flora, distraída con el bullicio y la actividad que los rodeaba, se olvidó del tema.

Había puestos de comida y de artesanía, con máscaras, tallas de madera y pequeñas figuras de dioses labradas en piedra.

Bram compró una máscara de un espíritu para el hijo de un amigo y se cubrió el rostro con ella para enseñársela a Flora.

– Le va a dar pesadillas -comentó ella. Un puesto de joyas reclamó su atención.

– Va a ser la envidia de sus amigos -dijo Bram. Eligió un par de pendientes de plata y los sujetó junto a la oreja de Flora, rozando levemente su mejilla-. ¿Por qué no usas joyas? ¿No deberías servir de escaparate de tus propios diseños?

– India y Romana lo hacen mucho mejor que yo -replicó Flora. El roce de los pendientes y de la mano de Bram en su mejilla le dio un escalofrío. Tomó los pendientes de la mano de Bram y los contempló. Estaban hechos a mano, con el dibujo de un pictograma que representaba una palabra de la lengua de Saraminda. No eran una pieza refinada, pero resultaban elegantes.

Flora eligió una docena de pendientes y, por medio de signos y mucha simpatía, llegó a un acuerdo sobre el precio con el dueño del puesto.

– ¿Te has dado cuenta de que no hay nada de oro? -preguntó a Bram mientras esperaban a que envolvieran los pendientes.

– ¿No sería raro que hubiera piezas de oro en un mercadillo?

– Tal vez -Flora metió el paquete en el bolso. Quiso quitar importancia a su comentario-. Da lo mismo.

– Te estás preguntando de dónde salió el oro de la princesa. ¿No hay oro en la isla?

– Que yo sepa, no. Puede que hubiera alguna veta que se haya agotado. O puede que lo trajeran de otro lugar para intercambiarlo por otro metal precioso.

– O quizá los antiguos samarindanos eran piratas -propuso Bram-, y lo robaron.

– Es posible. También es posible que la princesa no fuera de aquí, que muriera durante un viaje y que la enterraran en la isla con el ceremonial que le correspondía por su rango.

– ¿Y su séquito se quedaría aquí tanto tiempo como para construirle una tumba?

– Si era una mujer de una posición muy elevada, sí. Por eso es importante tener datos históricos.

– ¿Y por eso estás empeñada en visitar las excavaciones?

– Desde luego. Sin información sólo puedo hacer un inventario de los objetos, sin magia ni misterio -Flora se dio cuenta de que estaba dejándose llevar por el entusiasmo y trató de disimular-. ¡Mira qué preciosidad!

Se dirigió con rapidez hacia un puesto de telas. Las había de todos los tipos y diseños, tejidas con hilo de plata y ricamente decoradas con figuras de animales y dibujos geométricos. Se echó uno de los cortes sobre el hombro para mostrárselo a Bram.

– ¿Qué te parece?

– Que deberíamos ir a los talleres textiles mañana por la mañana para que puedas apreciar las telas a la luz del día.

Puesto que el plan de excursión del día siguiente no había sido más que una excusa para que Bram no la creyera capaz de ir por su cuenta a explorar, Flora había olvidado completamente las visitas que tenían seleccionadas.

– Si esta es la calidad de las telas de Saraminda, iré a los talleres a primera hora del domingo. ¿Qué tela prefieres?

Bram eligió una tela ricamente bordada en plata, azul y bronce. Cuando el dueño del puesto cortó la pieza, Bram la tomó y envolvió los hombros de Flora con ella.

– Me gusta -comentó, convencido de que le quedaría aún mejor si ella se dejara el cabello suelto-. Hace juego con las uñas de tus pies.

Flora se volvió hacia el dueño del puesto para evitar que Bram viera su rubor y eligió más telas.