Выбрать главу

– ¿Antes de ir al museo? -preguntó Bram cuando esperaban a que las envolvieran. Flora lo miró sin comprender-. Has dicho que irías al taller el domingo. ¿No estabas ansiosa por ver el tesoro de la princesa?

Flora decidió aprovechar a su favor el error que acababa de cometer. Demostraría a Bram que el trabajo que realizaba para Claibourne & Farraday era tan importante para ella como sus investigaciones académicas.

– Tengo trabajo que hacer -dijo, para dar a entender que siempre daba prioridad a los negocios-. Tengo que hacer algunos contactos y organizar el envío de muestras a Londres.

– ¿Y para qué has comprado todo esto?

– Tengo que ver qué tal se adaptan las telas a la costura. Necesito encontrar un sastre -Flora miró en tomo, le dio el paquete a Bram para que pudiera ejercer de macho y, diciéndose que aquel gesto no significaba nada, le dio la mano para adentrarse entre la gente-. Muchas gracias por tener tanta paciencia.

– De nada. Estoy comprobando que hacer compras es un trabajo duro. Además, estás trabajando fuera de tu horario, entregándote a la empresa en cuerpo y alma.

– Te recordaré ese comentario cuando las dientas se agolpen a la entrada de los grandes almacenes, peleándose para conseguir un vestido hecho con telas de Saraminda, diseño exclusivo de Claibourne & Farraday.

– ¿Quieres decir que seguirás diseñando para nosotros cuando nos hagamos con la compañía?

Rora sonrió.

– Bram, es mejor que te hagas a la idea de que eso no va a pasar nunca. Olvídalo.

– Tienes razón.

– ¡No puedo creerlo! ¿Te das por vencido?

– Tienes razón en que este no es el lugar para hablar. ¿Por qué no vamos a comer algo exótico y discutimos este asunto con el estómago lleno?

Hora sabía que Bram bromeaba, pero no se molestó en contestar.

– Mira, ahí -exclamó.

Bram miró en la dirección que Flora señalaba esperando ver un restaurante.

– ¿Dónde?

– Una sastrería.

– ¿Y la comida?

– Primero el deber. Luego la comida.

Flora cruzó la calle y Bram no tuvo más remedio que seguirla. Para evitar separarse de ella, posó la mano en su espalda, y Flora sintió su tacto quemándola a través de la ropa.

– ¿Cuánto tardaremos? -preguntó Bram.

– No lo sé, pero ya sabes que el tiempo vuela cuando estás trabajando. No hace falta que te quedes a mirar -dijo Flora, separándose de él lo suficiente para escapar a su mano-. Hay un bar al lado. Iré a buscarte en cuanto acabe.

– Recuerda: si tú trabajas, yo también.

– En teoría. Pero seguro que has ido a más de un sastre. Visto uno, vistos todos.

– ¿Y que le cuentes a tu hermana que soy tu sombra únicamente de nueve de la mañana a cinco de la tarde? Ni hablar -Bram señaló con la barbilla la tienda en la que un hombre mayor, vestido con una túnica tradicional, los miraba expectante-. Cuando quieras.

Flora se encogió de hombros. Estudió el catálogo del sastre detenidamente, eligió los modelos apropiados para cada una de las telas, seleccionó forros y botones. Y todo el tiempo sintió los ojos de Bram siguiendo cada uno de sus movimientos.

El sastre le tomó la medida del pecho, la cintura y las caderas. Flora dobló el brazo para que se lo midiera y se dio la vuelta para acabar con la espalda, de hombro a hombro y del cuello a la cintura.

La mirada de Bram seguía cada uno de sus movimientos como una mano acariciadora. Era como si fuera él, y no el sastre, quien le rozaba el cuerpo con los dedos, quien le pasaba la mano por la espalda, por la cintura. Y su cuerpo, tan necesitado de la atención de un amante, respondió instintivamente. Sus pechos se llenaron y una sensación dolorosa se cobijó en su vientre.

Flora acababa de descubrir que una mirada podía ser tan física como una caricia.

Capítulo Seis

– Flora, ha terminado.

– ¿Qué?

– Que el sastre ha terminado con las medidas.

Flora volvió a la realidad. La realidad de que Bram, simplemente, estaba aburrido. El sastre asintió y dijo algo que Flora interpretó como «mañana».

– ¿Podemos marchamos?

– Sí -dijo Flora, ansiosa por salir a la calle y respirar aire puro.

La temperatura había bajado y la humedad cayó sobre ellos como una segunda piel.

– Podemos comer algo allí -señaló Bram, y le indicó la dirección poniéndole la mano en la espalda.

– Donde quieras -Flora se apartó como si la hubiera quemado.

Bram la miró.

– ¿Estás bien?

– Claro que sí -replicó ella, malhumorada.

– Si estás cansada, podemos volver al hotel.

– No me pasa nada. Lo siento. Es que tengo hambre.

– ¡Ah! Una de tus bajadas de azúcar.

Bram no la creía. Estaba pálida y parecía a punto de desmayarse. Probablemente necesitaba un poco de comida y bebida y una buena noche de sueño para recuperarse.

El bar estaba lleno. Bram encontró una mesa y fue a buscar unas bebidas. Volvió con el menú.

– Elige tú -dijo Flora-. Tengo que ir a lavarme las manos.

Ella no era la única alterada. Bram había seguido con su mente las manos del sastre mientras le tomaba medidas. Con su imaginación le había rodeado la cintura y se había ceñido a sus curvas, a su cuello, a sus caderas. Hasta el más leve de los movimientos de Flora le había resultado sensual verle levantar los brazos y dejar que la ropa se pegara a sus senos, la inclinación de la cabeza de un lado a otro para facilitar el trabajo del sastre.

Había sido una experiencia hipnótica. Y Bram tenía la sensación de que acababa de desvelar un misterio que no lograba descifrar porque estaba escrito en una lengua desconocida, incomprensible para él.

El camarero acudió a tomar nota y él sintió el alivio de dejar de pensar en Flora Claibourne.

Flora se lavó las manos y la cara. Temblaba. Por un instante, en la diminuta tienda, mientras el sastre le dictaba las medidas a su ayudante y Bram seguía cada uno de sus movimientos, había sentido una fragilidad anhelante. Bram la alteraba sólo con mirarla. Era como volver a tener diecisiete años.

Se aferró al lavabo para no perder el equilibrio. A continuación, se quitó las horquillas y peinetas lentamente y se recogió el cabello. Al acabar, confió en haber recuperado la calma y volvió junto a Bram.

– ¿Vas a copiar los pendientes? ¿Es eso lo que haces?

Flora estaba mirando detenidamente los pendientes que acababa de comprar mientras Bram tomaba el postre. Hacía rato que no hacía ningún comentario para irritarla. Parecía preocupado y pensativo.

– ¿Es que no has visto ninguno de mis diseños? -preguntó a su vez, decidida a no dejarse provocar-. ¡Qué desilusión! Estaba segura de que habrías averiguado todo lo concerniente a mí. Pero veo que los chismorreos sobre mi madre te parecen más interesantes -sin mirar a Bram, tomó uno de los pendientes y lo expuso a la luz-. Estos son especialmente bonitos. Es una pena que el acabado sea tan tosco. Si no, compraría unos cuantos pares para la tienda.

– ¿Por qué no buscas al hombre que los hace y se l comentas? -sugirió Bram-. Puede que se esforzara más si le hicieras una oferta. O quizá no pueda hacer nada, dados los utensilios con los que cuenta.

– ¿Qué te hace pensar que es un hombre?

– He dicho «hombre» igual que podía haber dicho «mujer».

– No mientas. Para ti, si alguien tiene un taller, tiene que ser un hombre. Así pensáis los Farradaysaurios. Ponte al día. Estamos en el siglo veintiuno.

– Puede que tengas razón, pero me apuesto cien libras a que estoy en lo cierto -dijo él, sonriente.

Flora no solía viajar a complejos turísticos de lujo, sino a zonas rurales donde las mujeres hacían el trabajo y llevaban los productos al mercado mientras los nombres arreglaban el mundo alrededor de las cervezas que el trabajo de sus mujeres les permitía pagar. Saraminda podía ser una excepción, pero lo dudaba.