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– De acuerdo -sería un placer ganarle una apuesta a Bram. Flora volvió a prestar atención a los pendientes-. Estoy de acuerdo contigo en que quienquiera que ha hecho esto hace el mejor trabajo posible con las herramientas de que dispone. Si alguien le proporcionara un buen equipo, la calidad sería tan buena como el diseño.

– En un mundo ideal, todos tendríamos un hada madrina.

– El mundo es tal y como queramos hacerlo.

– ¿Cómo queramos? ¿Quiénes, los Claibourne y los Farraday?

– ¿Por qué no? Nada nos impide utilizar nuestra varita mágica.

Flora todavía no había dado forma a la idea, pero si hacía una propuesta como aquélla estaría dando un paso importante para demostrar su valía como miembro del Consejo de Administración de Claibourne & Farraday. Y con toda seguridad, India la apoyaría.

Bram hizo ademán de levantarse al ver que Flora se ponía de pie.

– No te molestes -dijo ella-. Termina el postre. Enseguida vuelvo.

Sin soltar los pendientes, tomó el bolso y salió en busca del puesto donde los había comprado.

Bram no le hizo caso. Masculló un comentario poco halagador sobre las mujeres en general y Flora Claibourne en particular, dejó dinero sobre la mesa y salió tras ella.

Flora lo miró sorprendida al verlo llegar. Estaba escribiendo su nombre y el del hotel en un papel.

– No hacía falta que vinieras, Bram -dijo con fingida amabilidad-. Te va a dar una indigestión -añadió, al tiempo que le daba el papel al vendedor, quien la miró desconcertado.

– No entiende qué quieres -dijo Bram.

Flora sacudió los pendientes en alto y, por medio de mímica, representó el corte de un prototipo sobre metal.

– Quiero conocer a la persona que hizo esto -dijo a la vez que señalaba el papel.

El hombre la miró, inexpresivo. Bram sacó un billete de cincuenta dólares de la cartera y se lo mostró; después señaló el pendiente y el papel a la vez, y la conexión entre el uno y el otro adquirió de pronto un nuevo interés. Los ojos del hombre se iluminaron y asintió enfáticamente.

– El dinero es el idioma universal -dijo Bram, y devolvió el dinero a la cartera.

– Alguien vendrá a vemos -confirmó Flora.

– Y en el hotel habrá un intérprete.

– Así podremos montar un negocio de…

Bram miró a Flora para comprobar qué la había distraído y descubrió que miraba fijamente su cartera. Siguió su mirada hasta la fotografía y, con un gesto brusco, cerró la cartera y se la guardó en el bolsillo.

– ¿Qué tipo de negocio? -preguntó con un ímpetu que sobresaltó a Flora.

– No lo sé exactamente -Flora hizo un esfuerzo por recuperar el hilo de sus pensamientos y apartar la mirada del bolsillo donde Bram había guardado la cartera-. Me gustaría ir al taller en el que producen estos pendientes y ver si puedo ayudarles.

– ¿Por qué? -preguntó él con intención de distraerla.

Flora levantó la barbilla y lo miró en silencio, con el ceño fruncido.

– ¿Por qué quieres hacer eso? -insistió Bram-. Seguro que ese tipo de joyas se producen en serie en cualquier fábrica del mundo.

– Debes estar confundiendo Claibourne & Farraday con algún otro gran almacén.

– ¿Sí?

– ¿Te has dado una vuelta por la tienda últimamente?

– No. Pero aunque fuera todos los días, nunca me compraría ese tipo de pendientes.

– Por supuesto que no. No son lo bastante caros para ti ni para el tipo de mujeres con las que sales.

Bram arqueó una ceja inquisitivamente. ¿Qué sabía Flora de las mujeres con las que él salía?

– Estos pendientes los compraría una chica joven para sí misma, para una hermana o para una amiga -continuó Flora.

– ¿Tú se los regalarías a India?

– No. A ella le gusta un estilo más clásico. Pero se los compraría a Romana. Es más joven y más moderna; y le quedarían fenomenal. Tenemos mucho interés por satisfacer a la clientela juvenil.

– ¿Representa un sector importante?

– Si aciertas con lo que les gusta, sí.

– ¿Y cómo es posible saber…? -Bram se detuvo bruscamente y se volvió hacia Flora-. ¡Póntelos!

– ¿Qué?

– Que te pongas los pendientes -insistió Bram-. Quiero vértelos puestos. Ver lo que tú ves en ellos.

– ¿Aquí, en medio de la calle? -preguntó Flora.

– Sólo son un par de pendientes, Flora, no un conjunto de ropa interior.

Durante varios segundos Bram estuvo seguro de que Flora iba a mandarlo al diablo. Pero, de pronto, se encogió de hombros y le dio los pendientes para que se los sujetara mientras ella, inclinando la cabeza, se quitaba las bolitas de oro.

Podía no ser ropa interior, pero para ella, ponerse pendientes era un acto íntimo que realizaba en su dormitorio, sola y con el espejo como único testigo.

Sus movimientos delicados hicieron pensar a Bram que realmente se estaba desnudando ante él. Y cuando ella dejó sobre la palma de su mano las bolitas de oro, rozándolo con sus dedos, sintió una oleada de calor.

La voluptuosidad de Flora, de la que ella parecía ser completamente inconsciente, le cortaba la respiración.

– ¿Qué te parece? -dijo ella al ver que no reaccionaba.

– Tengo que acostumbrarme.

Bram metió los pendientes de Flora en el bolsillo, le lomó la mano y la condujo hacia el Jeep, volviéndose cada poco tiempo para contemplar la forma en que los pendientes reflejaban la luz y alargaban su elegante cuello.

Ella lo vio mirarla y se llevó la mano a la oreja, tal j como solía hacer con las peinetas, para esquivar su airada.

– No te los quites -dijo Bram con brusquedad. Para disimular, añadió-: Explícame tu plan.

– No llega a ser un plan.

– Cuéntamelo. Me interesa.

Flora lo miró para asegurarse de que hablaba en serio.

– Encuentro constantemente artesanos que hacen cosas hermosas, pero el acabado es siempre demasiado tosco. Puede que gracias a ti demos con una solución que nos satisfaga a todos.

– ¿Gracias a mí?

– Tú has dicho que seguramente trabajan lo mejor que pueden con los medios de que disponen. No creo que costara demasiado proporcionarles un taller y herramientas nuevas, incluso algo de formación.

– ¿Y eso lo pagaría Claibourne & Farraday? -preguntó Bram, que deseaba obtener más información sobre un plan que a Jordan le parecería completamente absurdo.

– «Para especular hay que acumular.» Es la primera ley de todo negocio -dijo Flora, sarcástica-. Como abogado deberías saberlo, Bram.

Bram tenía que aceptar el sarcasmo y admitir que no sabía nada de la venta al público o de cómo atraer clientes a la tienda. Tampoco los demás Farraday. Ni Jordan ni Niall habían tenido el más mínimo contacto con el negocio que sus antepasados habían fundado en el siglo XIX. Se limitaban a sentarse en el Consejo de Administración, pero no tenían ni idea de cómo funcionaba la tienda.

Sólo les importaban las grandes cifras, saber qué precio podría alcanzar la empresa en el mercado y venderla a una gran multinacional que estuviera interesada en los grandes almacenes con más prestigio de todo Londres.

Cuando los Farraday se hicieran con el control del negocio, las Claibourne tendrían que limitarse a aceptar la parte que les correspondiera de las ganancias.

Los Farraday no eran sentimentales. Nunca hubieran dedicado su atención a unos pendientes de mercadillo o a la gente que los fabricaba.

– ¿Y cuál es la segunda ley? -preguntó Bram mientras se abría paso por las calles abarrotadas de gente.

– No entiendes nada, Bram. Llevo explicándote la segunda ley desde que empezaste a supervisarme. Hay que comprometerse. Hay que atender hasta el menor detalle para que el conjunto sea homogéneo. Los pendientes y la ropa son sólo el principio. A partir de ahí hay que decidir qué otros accesorios completarán la imagen deseada. ¿Pantalones de seda? ¿Sandalias de tacón? -Flora sonrió como si pudiera ver lo que describía-. Si compran una cosa, querrán comprar el resto.