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– Oh, Dios santo…

La entrada no era más que una grieta en la pared rocosa de un imponente precipicio. Sostuvo su sombrero de paja mientras echaba la cabeza atrás para observar la pared. En circunstancias normales no habría localizado aquella entrada aunque hubiera pasado la vista por ella mil veces, pero, aunque la vegetación ya estaba invadiendo de nuevo la zona, había sido recientemente eliminada para revelar una talla en la roca. Dio un paso atrás para ver de qué se trataba. Era un pájaro de dos cabezas, parecido a un cuervo, con las alas extendidas protectoramente en tomo a la entrada. Casi parecía vivo y Flora sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

– Es sobrecogedor.

– En todo el sentido de la palabra -corroboró Bram-. Majestuoso. Poderoso. Probablemente se hizo con intención de inducir temor.

– Su tamaño es impresionante -dijo Flora-. Pero yo nunca lo habría encontrado por mi cuenta. Está a varios metros del sendero y cubierto de plantas trepadoras. ¿Qué te ha hecho subir aquí?

Bram se volvió y señaló la vista, que a sólo unos metros del sendero se perdía hasta el océano.

– Eso. Me ha parecido… apropiado.

– Desde luego -asintió Flora-. Es absolutamente perfecto.

– Perfecto y sobrecogedor, como tú has dicho. ¿Crees que ése es «el problema» de los habitantes de la isla? ¿Considerarán este un lugar prohibido, o algo parecido?

– Es posible -contestó Flora, dubitativa. Sin embargo, y a pesar de su propia reacción, sabía que no había nada que temer.

– Imagina que estuvieras aquí apartando lianas y enredaderas para echar un vistazo y se produjera otro terremoto.

– ¿Otro?

– Esta parte del mundo es muy activa geológicamente. Algo debió hacer que eso cayera -Bram señaló un gran pedazo de roca que había caído al suelo y estaba prácticamente cubierta de vegetación. Se trataba de parte de un ala del cuervo-. No habría hecho falta que fuera un terremoto fuerte. Un ligero temblor habría bastado para sugerir que los dioses estaban enfadados.

– Los curiosos no se asustaron lo suficiente como para no llevarse el oro de la princesa -dijo Flora mientras empezaba a tomar fotos del lugar.

– Puede que ya lo tuvieran -Bram se acercó al borde de la enorme fachada, donde el suelo se hundía abruptamente, dejando al descubierto tierra y raíces-. Esta zona parece haber sido erosionada por la lluvia, y es probable que ésta acabara socavando el lateral de la tumba. Puede que quienes se llevaron el oro volvieran a echar un vistazo.

– ¿Y eso es todo? ¿Misterio resuelto?

– Hasta cierto punto -Bram se encogió de hombros-. Creo que haría falta más que eso para asustar a Tipi Myan, pero no parece que se haya hecho ningún trabajo para apuntalar la estructura -miró a Flora y, ras una pausa, añadió-: ¿Vas a entrar?

– ¿Crees que es seguro?

– No soy ingeniero, Flora. No puedo ofrecerte ninguna garantía.

Flora decidió que lo único que iba a obtener de Bram Gifford y sus promesas eran problemas, pero sus dudas la inquietaron.

– Me basta con tu opinión -replicó sin mirarlo-. Eres un hombre, así que supongo que tendrás una.

– No hagas eso, Flora.

Ella parpadeó al captar la repentina dureza de su voz.

– ¿Qué estoy haciendo?

– Estás volviendo a tratarme como a un enemigo. Estoy aquí -sus miradas se encontraron un momento-. Estoy contigo, no contra ti. Si quieres entrar, te acompañaré.

Flora se sintió como si el suelo se estuviera hundiendo bajo sus pies, como si los cimientos sobre los que basaba su vida estuvieran siendo socavados por Bram Gifford.

Primero la había tomado de la mano y ella no se había apartado, convencida de que ella era la fuerte y de que no bajaría la guardia. Pero había averiguado demasiado tarde que no era indiferente al contacto de la mano de aquel hombre, al brillo de sus ojos, a la presión del deseo.

Lo peor de todo era que se había preocupado por él, por su seguridad. Él lo había captado y lo había utilizado, besándola con una dulzura destinada a desconcertarla, a hacerle olvidar que eran rivales, que ambos iban tras el mismo premio.

Y lo había olvidado.

No sabía qué pretendía en aquellos momentos. Pero sí sabía que, más que nada en el mundo, quería tenerlo a su lado cuando entrara en la tumba.

Como si hubiera podido leerle el pensamiento, Bram dijo:

– Lo único que tienes que hacer es confiar en mí, Flora. Lo único que tienes que hacer es preguntar. Lo que quieras.

La selva pareció contener el aliento en espera de la respuesta de Flora.

Ella sabía que debía mantenerse firme. Había sido independiente durante mucho tiempo, sin necesitar a nadie. Hasta aquellos momentos. Alzó la mirada hacía la impresionante fachada. Era sobrecogedora, pero no pensaba huir de ella. Ni de Bram.

– ¿Entrarás conmigo? -preguntó con voz ronca.

– Dame la mano -con el corazón latiéndole en la garganta, Flora apoyó su mano en la que le ofrecía Bram. Él la tomó con firmeza-. Lo más probable es que todo vaya bien mientras no respiremos con demasiada fuerza.

– No respirar con demasiada fuerza -repitió ella en an susurro-. De acuerdo.

Bram le apretó la mano.

– ¿Lista?

¿Lo estaba?, se preguntó Flora. ¿Estaba lista para dar un paso hacia lo desconocido? ¿Para arriesgarse?

Respiró profundamente y encendió la linterna.

– Lista -contestó. Mientras avanzaban hacia la oscuridad, miró a Bram y preguntó-: ¿Lo que quiera?

Capítulo Nueve

– ¿Lo que quiera? -repitió Bram. -Has dicho que podía preguntarte lo que quisiera -el haz de luz de la linterna se deslizó por el suelo de piedra. Al fondo había una gran losa de piedra inclinada en el suelo. En la pared opuesta había varios dibujos grabados en la roca-. ¿Hablabas en serio cuando lo has dicho, o te referías a que podía pedirte cualquier cosa?

Bram creía que Flora no había captado su invitación. Al parecer, se había equivocado. Había escuchado atentamente cada una de sus palabras.

– ¿Qué preferirías que significara?

En lugar de contestar de inmediato, Flora alzó la linterna para iluminar los grabados que había en la pared. Se trataba del retrato de una mujer sentada en un trono, con el pelo suelto cayendo en pequeñas ondas sobre sus pechos desnudos. Se acercó a la pared y deslizó los dedos por los delicados detalles del grabado, la diadema de la cabeza, las joyas que decoraban los brazos, los tobillos y la garganta de la mujer.

– Es real -susurró.

– ¿Real?

– Empezaba a pensar que Tipi había inventado todo el asunto con el fin de obtener publicidad para el sector turístico. Antes fue Ministro de Turismo. Pensé que tal vez había encontrado unas viejas ruinas y había introducido en ellas algunas joyas antiguas para hacerlas pasar por auténticos descubrimientos -Flora se volvió hacia Bram-. No sería el primero en hacer algo así.

Él asintió, pensativo. Luego alargó el brazo para tocar el rostro de la «princesa perdida».

– Podrías ser tú, Flora. Con tu pelo suelto y una corona en la cabeza -el perfil de Flora brillaba a la suave luz de la linterna y Bram alargó una mano para tocarle la garganta-. Collares de perlas en tomo a tu garganta… piedras preciosas…

Flora tragó saliva.

– No seas tonto. No me parezco a ella.

– Eres su vivo retrato -Bram apoyó las manos con suavidad sobre su rostro y cerró los ojos-. Cejas… -dijo, a la vez que las trazaba con sus dedos-, nariz… -se la acarició con los pulgares-, boca… -no necesitaba ver su boca. La conocía íntimamente. Sabía que era cálida, dulce, carnosa-. Tenéis los mismos rasgos.

Flora se echó ligeramente atrás.

– Ésa es sólo una forma galante de decir que tengo la nariz grande.

Bram abrió los ojos.