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– En cualquier otra podría resultar grande, pero en ti es perfecta -alzó una mano hacia la trenza de Flora y le quitó la goma. Ella hizo otro movimiento para distanciarse-. Déjame hacer esto. Quiero tomar una foto tuya y de la princesa para que lo veas por ti misma -mientras empezaba a soltarle el pelo, añadió-: ¿Querías preguntarme algo?

Flora permaneció muy quieta mientras él se afanara con su pelo.

– Es algo personal, no sobre la empresa.

Cuando los dedos de Bram rozaron su cuello sintió que sus pezones se tensaban como rogando que los acariciara.

– Pregunta lo que quieras, Flora.

– Sólo quería saber si… has estado enamorado alguna vez.

No era la pregunta que esperaba Bram.

– No sé lo que es el amor.

– Sabía que no contestarías -dijo Flora a la vez que deslizaba la luz de la linterna por la pared.

Bram la tomó por la muñeca y volvió a enfocar la linterna sobre el grabado de la princesa.

– ¿Eso es lo que tienen en el museo? ¿Enterraron las joyas y la corona con ella?

– Eso supongo.

– ¿Dijo Tipi Myan que la tumba estaba decorada?

– ¿Bromeas? Debía saber que si lo decía no habría habido forma de convencerme de que no vinieran -tras una pausa, Flora preguntó-: ¿Tienes alguna idea de por qué pretende mantenerme alejada de este lugar?

Por su voz, Bram percibió que estaba enfadada, no con él sino consigo misma por haber creído que hablaba en serio cuando le había dicho que podía preguntarle lo que quisiera.

– Una vez estuve enamorado -dijo-. Durante un tiempo pareció amor.

– ¿Qué sucedió?

– Nada. Estuvimos dos meses juntos. Un día, ella me besó y me dijo que se tenía que ir. Que todo había acabado.

– ¿Le pediste que se quedara? ¿Que se casara contigo? -Flora hizo aquella pregunta a toda prisa, como si se odiara a sí misma por haberla hecho a pesar de que tenía que saber la respuesta.

Bram sonrió. De manera que sí iba a ser la pregunta que esperaba. Flora sólo estaba dando rodeos.

– Sí, le pedí que se casara conmigo -contestó.

– ¿Porque estaba embarazada?

– No. No se lo pedí entonces sino varios años más tarde, mucho después de que me hubiera dado cuenta de que lo que había considerado amor sólo había sido un encaprichamiento por mi parte, y por la de ella…, bueno, algo distinto.

Él mismo se había hecho aquella pregunta. ¿Qué haría falta para que abriera su corazón? Y tenía la respuesta; la necesidad de compartir su corazón y su alma con otra persona. Alguien que había surgido de la oscuridad y lo había iluminado con su calidez interior, el recuerdo de un amor inocente que no pedía nada y lo daba todo.

– Le pedí que se casara conmigo el día que entré en el jardín de una embajada en Londres y vi a un niño pequeño jugando con la esposa del embajador. Por pura casualidad descubrí que tenía un hijo de cinco años.

– Pero… podría haber sido…

– No. Tú viste la fotografía. En cuanto lo vi no tuve la más mínima duda. Fue como ver una foto de mí mismo cuando era pequeño.

– ¿No supiste hasta entonces que tenías un hijo? preguntó Flora, asombrada-. ¿Ella no te lo dijo?

Bram acarició su pelo. Deseaba quitarle la blusa, verlo extendido sobre sus pechos, pero no allí, aquello tendría que esperar. Lo dividió en dos y lo colocó delante para que quedara como el del grabado de la pared.

– Podríais ser hermanas. O madre e hija. No creo que fuera sólo una princesa, estoy seguro de que debió ser una reina -frunció el ceño-. ¿Has oído algo?

Ambos escucharon en silencio. Se oía un ligero susurro.

– Son las hojas -dijo Flora, impaciente-. Bram… -se inclinó hacia él, animándolo a contestar.

– No, Flora. No lo sabía. Nunca me lo dijo -confirmó Bram-. Pero se suponía que yo no debería haberlo averiguado nunca. Cuando nos conocimos, ella era una mujer rica con una necesidad. Yo estaba en Francia, donde había acudido tras terminar mis estudios en la universidad para mejorar mi francés y poder especializarme en Derecho Europeo. Ella nunca habría imaginado que el camarero que eligió en un café marsellés fuera a ser consejero legal de un embajador seis años después, y menos aún que fuera a entrar en su jardín para reunirse con su familia.

Flora alargó una mano y cubrió con ella la de Bram.

– ¿Te eligió para que la dejaras embarazada? ¿Ésa era su necesidad?

Bram asintió.

– No me dijo lo que quería. Pensé que simplemente me deseaba a mí. Yo me sentí entusiasmado con aquella mujer triste y solitaria que parecía tan sola. Y era cierto que estaba sola. Se hallaba muy lejos de su casa, en un lugar en el que nadie la reconocería. Nadie la recordaría. Al menos, su pesar no era disimulado. Y espero que tampoco lo fuera el placer. Me eligió por mi altura y el tono de mi piel. Y me gustaría creer que también un poco por mí mismo.

– ¿Cómo pudo hacer algo así?

– Por amor, según me dijo. Cuando nos vimos de nuevo trató de explicarme cómo habían sido las cosas. Su marido, el embajador, era un aristócrata cuya familia se había quedado sin herederos. El tiempo corría en su contra. Ella no podía quedarse embarazada de un donante; la familia querría ver certificados médicos, querría averiguar detalles que ella no podría darles. Y ya que el hijo no sería genéticamente de su marido, su derecho a heredar el título y las tierras sería discutido por diversos parientes y primos lejanos. La herencia es muy sustanciosa, de manera que optó por la única solución que parecía quedarle.

– ¿Su marido sabía lo que estaba haciendo?

– Debía sospecharlo, pero nunca hablaron de ello. Ella me rogó que no le dijera quién era. Él quería mucho a su hijo…

– ¡Pero era tu hijo!

– ¿Y qué podía hacer, Flora? ¿Exigir mis derechos? ¿Destrozar tres vidas?

– ¿Tres?

– Eran buenas personas. La desesperación hace que hasta las mejores personas hagan cosas desesperadas. Y querían mucho al niño. Estuve sentado viendo como jugaba el embajador con mi hijo y la sangre me hervía por dentro, pero sólo porque yo no tenía derecho a amarlo de aquel modo.

– ¿Ya pesar de todo le pediste a ella que se casara contigo? ¿Que se divorciara de su marido y se casara contigo?

– Tenía que intentarlo. Ella sólo aceptó reunirse conmigo porque temía lo que pudiera hacer. Me puse nervioso, la amenacé, exigí que dejara a su marido y se casara conmigo. Finalmente le rogué. Ella no dijo nada. Dejó que me desahogara y esperó a que aceptara la verdad; que John podía ser mi hijo biológico, pero que en todos los aspectos verdaderamente importantes era hijo de su marido.

– ¿John? ¿Se llama John?

– Ésa es la versión inglesa de su nombre, pero no lo llaman así.

Bram respiró profundamente. Hacía tiempo que sabía todo aquello, y lo había aceptado, pero habérselo contado por fin a alguien hacía que todo pareciera mucho más claro.

– Yo no estaba allí cuando nació, ni cuando sonrió por primera vez. No fui yo quien tomó su mano cuando dio sus primeros pasos, ni quien permaneció a su lado de noche cuando estaba enfermo -explicar todo aquello a Flora era un alivio. La sensación de culpabilidad se suavizaba-. Para eso está un padre. John era un niño feliz cuando lo vi, y si yo hubiera exigido mis derechos, todo eso habría desaparecido.

Flora le acarició la mano para hacerle ver que comprendía, que había hecho lo correcto.

– ¿Lo sabe alguien más?

– ¿Para qué iba a contárselo a nadie? ¿Qué sentido habría tenido decirles a mis padres que tenían un nieto al que no podían conocer? John era un niño feliz y ahora es un joven feliz. Pronto cumplirá catorce años. Si alguna vez me necesita podrá contar conmigo, pero espero que no sea así.

Flora alzó una mano hasta la mejilla de Bram y frotó con delicadeza unas lágrimas que él no era consciente de haber derramado. Y, por un momento, lo abrazó.