– Sólo si eso es una invitación -Bram rió al ver que ella volvía a ruborizarse-. Y yo que pensaba que esto iba a ser aburrido. Ve a arreglarte el pelo mientras yo encargo la comida. Luego iremos a ver las telas y el jardín botánico…
– Y a recoger mis chaquetas.
– Eso también. A cualquier sitio en el que haya mucha gente.
Flora frunció el ceño.
– ¿Estás buscando multitudes?
– Necesitamos conocernos un poco mejor antes de… antes de llegar a conocemos mucho mejor.
Flora corrió a ducharse antes de cambiar de opinión respecto a aquella siesta. Pero se dejó el pelo suelto y se vistió con más esmero del que ponía desde hacía mucho tiempo.
Bram estaba firmando el recibo del camarero cuando Flora se reunión con él en la terraza. El pelo suelto le llegaba casi a la cintura y llevaba una camisa blanca sujeta con un nudo bajo sus pechos para ofrecer una visión parcial de su estómago firme y plano. Y se había pintado las uñas de las manos a juego con las de los pies.
Por un momento, Bram estuvo a punto de olvidar todos sus planes respecto a la comida. Pero resistió la tentación y, mientras Flora se sentaba frente a él, tomó su servilleta y dijo.
– Háblame de tu primer recuerdo.
Flora hincó su tenedor en un trozo de la ensalada de pollo al jengibre que se hallaba ya sobre la mesa.
– Umm, qué buena está -dijo, y luego miró a Bram a los ojos-. ¿Es éste tu plan para llegar a conocemos… mejor?
– Es un comienzo -contestó él con la voz repentinamente ronca. Se aclaró la garganta-. Yo te hago una pregunta y luego me haces tú otra a mí.
– ¿Puedo preguntar lo que quiera?
– Sólo dejaremos al margen asuntos de la empresa.
Flora se encogió de hombros.
– De acuerdo. Mi primer recuerdo es de mi madre inclinándose hacia mí para darme un beso de buenas noches. Supongo que iba a salir y llevaba un collar. Lo agarré, tiré de él y las perlas salieron disparadas en todas direcciones.
– ¿Se enfadó?
– No. Se rió y dijo que quería seguir sus pasos.
– Pues se equivocó.
– ¿Tú crees? Lo que más deseábamos las dos era que nos quisieran. Y ya sabes lo que se dice…: las mujeres ofrecen sexo para obtener amor.
– ¿Y los hombres? ¿Qué hacen los hombres?
– ¿Ofrecer amor para obtener sexo?
A punto de decirle que se equivocaba, Bram pensó que las palabras no bastaban. Flora necesitaba una demostración, no una declaración, de manera que se limitó a decir:
– Es tu turno.
– ¿De hacerte una pregunta? -Flora permaneció un momento pensativa-. De acuerdo. ¿Quién fue la primera chica a la que besaste?
– Sarah Carstairs -contestó Bram de inmediato-. Fue mi primer día de colegio. Ella sabía dónde se guardaban los lápices de colores y se negó a decírmelo a menos que la besara.
Flora rió.
– Menuda descarada. ¿Cuántos años tenía?
– Cuatro. Si yo hubiera prestado la atención debida a la lección que me dio ese día, tal vez me habría ahorrado muchos pesares.
– No todas las mujeres son iguales.
– No todos los hombres son como Steve.
Flora apartó la mirada.
– ¿Has terminado?
– ¿De comer o de hacer preguntas? -quiso saber él.
– De comer. Tenemos mucho que hacer esta tarde.
– ¿Qué tal está tu pierna? Yo podría hacer de turista mañana mientras estás en el museo. Incluso podría ocuparme de ir a recoger las chaquetas.
Al parecer, Bram había dicho lo que ella quería oír, pues Flora alargó una mano para tomar la suya sobre la mesa.
– Quiero que estés conmigo cuando vea el oro de la princesa, Bram -dijo y, con la voz impregnada de un deseo que ninguno de los dos estaba preparado para reconocer, dijo-: Y entre tanto, si la rodilla sigue molestándome, dejaré que me lleves en brazos a todas partes.
– ¿En serio? -Bram se llevó la mano de Flora a los labios y besó sus uñas recién pintadas-. ¿Y quién es la descarada ahora, señorita Claibourne?
– ¿Es ésa tu siguiente pregunta?
– Sí, pero si realmente quieres ir a ver las telas, te recomiendo que no la contestes.
Capítulo Once
Hubo un momento en que podría haber pasado cualquier cosa, en el que podrían haber olvidado que estaban en Saraminda y que estaban enzarzados en una batalla por el control de Claibourne & Farraday, en que el pasado se habría esfumado y sólo el futuro habría tenido importancia.
Entonces Flora dijo:
– Quiero ir a ver las telas -y antes de que Bram pudiera responder, se puso en pie y se encaminó hacia el aparcamiento, más despacio de lo habitual, desde luego, pero dejándole la opción de seguirla o no. De nuevo.
– Eh -dijo él a la vez que la tomaba del brazo para liberar un poco el peso de su pierna-. Formamos un equipo, ¿recuerdas? Tú das las órdenes, yo conduzco.
Ella lo miró.
– ¿Puedes hablar y conducir a la vez?
– ¿Volvemos a las preguntas?
– No sabía que las habíamos dejado.
– En ese caso, es mi tumo.
– Tú tumo ya ha pasado, Bram.
No, pensó él. Había hecho lo correcto. En dos ocasiones. La noche anterior y hacía un momento. El sexo era la parte más fácil. La confianza, el compromiso, enamorarse… llevaban más tiempo, y ninguno de los dos estaba preparado.
– ¿Qué quieres saber? -preguntó.
Flora se detuvo y Bram se vio obligado a hacer lo mismo.
– Todo -contestó, y empezó a caminar de nuevo sin esperar su respuesta-. ¿Cuál es tu comida favorita…? No, borra eso. ¿Qué no te gusta comer?
– No me gustan los plátanos ni la sopa de coliflor.
– ¿Eso es todo? -preguntó Flora.
– ¿El queso de bola? -sugirió Bram.
Ella rió.
– ¿Qué más?
– La ensalada de repollo, los sándwiches de huevo…
Tras organizar un envío de muestras de tejidos a Londres, dieron un paseo por el Jardín Botánico, donde se quedaron maravillados con las orquídeas, los colibríes y las mariposas.
Luego fueron a recoger las chaquetas.
Pero durante todo el rato no dejaron de hacerse preguntas, riendo ocasionalmente ante algunas respuestas especialmente punzantes. Compartieron el dolor de la muerte de una mascota favorita, la angustia de algún momento bochornoso que ambos preferían olvidar, el aroma de las flores en la tumba de alguien a quien habían querido…
Probaron un pescado de la zona en un pequeño restaurante y, finalmente, volvieron a su bungaló.
– Gracias por esta tarde tan bonita, Bram -dijo Flora cuando estaba a punto de entrar en su dormitorio-. Por un día encantador.
– Sin contar los murciélagos.
– Es un recuerdo que compartimos.
– Habrá más -Bram la besó en la mejilla con delicadeza-. Nos vemos por la mañana -añadió, y a continuación entró en su cuarto y cerró la puerta.
Y no volvió a salir de él a pesar de que el sueño lo esquivó durante largo rato.
A la mañana siguiente hacía un calor opresivo y, cuando bajaron a los sótanos del museo, agradecieron el fresco que reinaba en ellos.
Pero la visión del tesoro de la princesa bastó para que Bram olvidara al instante las incomodidades. Resplandecía como si tuviera luz propia.
– Es asombroso -dijo cuando Tipi Myan tuvo que dejarlos para atender unos asuntos. Flora asintió. Se había limitado a contemplarlo sin tocar nada durante largo rato-. ¿Puedo tocarlo? -al ver que ella asentía, Bram tomó la corona, la miró un momento y luego la colocó sobre la cabeza de Flora-. Tenía razón. Eres el vivo retrato de la princesa.
– No…
– Quiero verte con todo esto… -Flora se tambaleó un poco y Bram alargó una mano para sujetarla-. ¿Qué diablos…?