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– No seas tonta. No hay una sola chica que pueda conocerlo sin enamorarse perdidamente de él. Para eso están en el mundo los hombres como Bram Gifford -su madre tenía toda una colección de ellos. Flora hizo una mueca para que India supiera que estaba bromeando.

Al darse cuenta de que había ganado, India sonrió, aliviada.

– Tengo la sensación de que conocerte va a ser una experiencia única para él.

Bram hojeó el grueso informe con recortes de prensa que de un modo u otro tenían que ver con Flora Claibourne. Pertenecía a una familia cuyos amores y vidas siempre habían provisto de abundante material a la prensa sensacionalista. Sin embargo, y a diferencia de su madre, apenas había informes sobre ella a ese respecto.

La segunda esposa de Peter Claibourne había sido modelo. Alta y bellísima, no permaneció con Claibourne mucho tiempo. De hecho, no había permanecido mucho tiempo con ningún hombre. Debía tener ya unos cincuenta años, aunque gracias a la cirugía estética no parecía mucho mayor que su propia hija. Tal vez ése era el motivo de que apenas se las viera juntas. El mito de la eterna juventud no sobreviviría a la comparación, y dado que el último marido de la madre de Flora era bastante más joven que su esposa, esa ilusión era una necesidad.

Y Flora también debía preferir que las cosas fueran así. Debía resultar duro ser comparada con su madre y salir perdiendo en la comparación.

En las pocas ocasiones en que se había visto obligada a vestir de largo y a maquillarse había parecido incómoda y desesperada por escapar y volver a la seguridad de sus libros. Contemplando algunas de sus fotos, Bram decidió que parecía una virgen que no supiera muy bien para qué servía su cuerpo.

¿Sería tan inocente como aparentaba? No parecía probable. Ya tenía veintiséis, así que debía haber algo más.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Bram echó un último vistazo a las fotos. Era cierto que Flora no parecía precisamente Eva, pero era muy posible que se abriera como una flor al sol si alguien le prestaba un poco de atención. No pensaba cerrar los ojos: la estaría observando cada minuto del día.

Tomó su bolso de viaje, en el que llevaba el pasaporte y todo lo necesario para un largo vuelo, y fue a abrir.

– ¿Señor Gifford? Su coche lo está esperando.

Flora Claibourne apenas apartó la mirada de las notas que estaba leyendo cuando Bram se reunió con ella en la limusina que iba a llevarlos al aeropuerto. Se limitó a saludar con la cabeza y a decir:

– Siento llevármelo a rastras de este modo, señor Gifford. Espero no haberle causado demasiadas molestias.

Vestía un traje pantalón arrugado de un color indescriptible y apagado. Su pelo parecía un nido de pájaros, sujeto a base de horquillas y peinetas. Bram pensó que, aunque lo hubiera hecho a propósito, no habría podido parecer menos atractiva. Sonrió.

– Llámame Bram, por favor -dijo-. Y no hace falta que te disculpes. Prefiero pasar un par de semanas en una isla tropical que en unos grandes almacenes.

– El propósito de todo esto es demostrar lo que hace falta para dirigir unos grandes almacenes -replicó Flora, sin molestarse en sonreír.

Quisquillosa además de poco agraciada, pensó Bram. No le gustaban las mujeres que no se esforzaban en parecer atractivas y retaban a los hombres a buscar su belleza interior. Pues tenía noticias para ella: el hombre medio no estaba interesado en la belleza interior. Pero su misión no incluía decirle aquello. Lo único que debía hacer era averiguar qué tramaban las hermanas Claibourne respecto al futuro de los grandes almacenes.

No creía que los halagos fueran a funcionar con ella, de manera que dijo:

– Si ése fuera el caso, ambos estaríamos perdiendo el tiempo. Tú apenas sabes nada al respecto y, ya que yo soy abogado, y no un dependiente, no estoy especialmente interesado en el tema.

Como su sonrisa no parecía haber impresionado demasiado a Flora, Bram decidió intentarlo con la franqueza…, aunque lo cierto era que no estaba siendo totalmente sincero. En realidad, lo que le interesaba era echar a las Claibourne y devolver el control a los Farraday con el menor alboroto posible. Legalmente, por supuesto.

– Al menos así estaré malgastando mi tiempo al sol.

Flora volvió a mirarlo sin alzar la cabeza, de reojo, alzando unas pestañas sin rímel, pero largas y lo suficientemente oscuras sin él. En cualquier otra mujer, Bram habría interpretado el gesto como el inicio de un flirteo, pero Flora parecía totalmente ajena al efecto que su mirada podía producir. O tal vez era más lista de lo que había pensado. Debía haber aprendido algo de su madre, aunque sólo hubiera sido por osmosis.

– ¿Has traído botas adecuadas para caminar por el monte? -preguntó Flora.

Bram decidió que no era consciente del efecto de su mirada.

– ¿Debería haberlo hecho?

Flora se encogió de hombros, como si le diera igual.

– Tengo planeado un viaje al interior. Podría resultar bastante duro. Aunque, por supuesto, no tienes por qué acompañarme -alzó una mano y empujó con firmeza una peineta en el nido de pájaros de su pelo-. Estoy segura de que preferirás quedarte en la playa.

– Al contrario, señorita Claibourne; me interesa todo lo que vayas a hacer y estoy dispuesto a acompañarte donde haga falta.

Flora lo miró con expresión escéptica y volvió a concentrarse en los papeles que estaba revisando, sugiriendo sin palabras que eran mucho más interesantes que lo que tuviera que decir Bram.

En el caso de cualquier otra mujer, este habría asumido que todo formaba parte de un juego y se habría divertido, pero estaba claro que Flora Claibourne no jugaba a aquella clase de juegos. Le daba lo mismo.

El primer asalto había sido para ella.

Como no le hacía el menor caso, Bram abrió su maletín y sacó un libro: Ashanti Gold, de Flora Claibourne.

Él también empezó a leer.

A Flora no le pasó por alto su intento de halagarla, aunque le sorprendió que se hubiera molestado en intentarlo. Pero no estaba impresionada. Ya había pasado por aquello antes.

Bram se pasó los dedos por el flequillo rubio para apartarlo de su frente, en un gesto inconscientemente elegante.

Flora pensó que aquél había sido un movimiento clásico y bellamente ejecutado, completamente inconsciente.

Pero seguía sin sentirse impresionada. Era posible que Bram Gifford se considerara un conquistador de primera clase, pero tendría que hacer algo más que comprar su libro y mostrar interés en ella para hacerle volver la cabeza. Pero no dijo nada.

Mientras Bram simulaba concentrarse en la historia y el empleo del oro en África no trataba de hablar con ella, cosa que prefería.

Con un poco de suerte, leería hasta que llegaran a Saraminda.

Saraminda. El nombre tenía un toque exótico que encajaba perfectamente con la isla, decidió Flora mientras aterrizaban y contemplaban la increíble vista de las montañas.

Las laderas más bajas estaban llenas de terrazas de cultivo, pero por encima de estas se alzaban colinas que se perdían en lo alto entre la espesa vegetación de una selva que hasta hacía poco había ocultado las ruinas de un templo en el que una joven había sido enterrada con toda la ceremonia de una reina.

Supuestamente.

Había conocido a Tipi Myan brevemente en una recepción organizada por el departamento de viajes de los grandes almacenes de su familia, más de un año atrás. Por entonces aún no había sido nombrado Ministro de Patrimonio Artístico y se ocupaba del turismo del país.

Si ella hubiera estado en su lugar, también habría aprovechado aquella endeble relación para pedir a la autora de Ashanti Gold que escribiera algo sobre la princesa perdida. Provocaría mucho más interés por la isla que el artículo de algún periodista en busca de una historia que vender.