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Había sido una suerte para él que ella estuviera buscando una ruta de escape en aquellos momentos. Pero el tiro le había salido por la culata. Cuando Bram Gifford se inclinó hacia ella para poder mirar mejor por la ventanilla, la vocecita interior que le advertía de que estaba siendo utilizada subió de volumen.

Estaba siendo utilizada por todo el mundo. Lo único que había cambiado era su habilidad para ver las cosas tal como eran y para asegurarse de no salir malparado de todo aquello.

– ¿Vamos a subir ahí arriba? -preguntó Bram antes de volverse hacia ella. Flora se fijó en sus ojos color castaño claro, cálidos y atractivos, que se arrugaban en los bordes cuando sonreía-. ¿No te asustan las serpientes y las arañas?

¡Por Dios santo! ¿Acaso parecía la típica mojigata? Los ojos de Bram perdieron su encanto al instante. -Según mi experiencia, las serpientes y las arañas tienen más motivos para asustarse de mí que yo de ellas -replicó Flora con total naturalidad. Había visto en acción a los hombres más expertos en el flirteo, pero sólo se había dejado atrapar una vez. Aprendía rápido, y haría falta un poco más que «yo Tarzán, tú Jane» para impresionarla-. Hay cosas mucho más desagradables en el mundo que los artrópodos -añadió.

Bram, que esperaba el típico estremecimiento de horror, asintió brevemente. Pocas mujeres de las que conocía habrían resistido la oportunidad de gritar un poco para alimentar su ego de «hombre fuerte». Y ninguna habría utilizado la palabra «artrópodo». Pero él era el primero en admitir que lo que más le interesaba de ellas no era precisamente su cociente intelectual.

Y tras haberlo puesto en su sitio, era evidente que Flora tampoco esperaba un cumplido por su valor. Estaba dejándole bien claro que no le importaba lo que pensara.

Sin ninguna prisa, y sin fijarse en él, comenzó a reunir sus cosas.

Según la experiencia de Bram, aquello era normalmente algo planeado. No fijarse en los hombres había sido elevado a la categoría de arte por cierto tipo de mujeres. La clase de mujeres que quería que se fijaran en ellas.

Debía reconocer que Flora no parecía una de ellas, pero decidió esperar antes de emitir un juicio. En aquellos momentos, el sol que entraba por la ventanilla del avión iluminaba su pelo y una docena de torturantes horquillas. Alguien debería hacerle el favor de tirarlas, pensó Bram. Lo mismo que aquellas malditas peinetas que no dejaba de tocar de forma inconsciente. Como si hubiera leído sus pensamientos, Flora alzó una mano para capturar un mechón suelto y colocarlo en su sitio. La bajó enseguida al notar que la estaba observando.

– Lo siento, no se me había ocurrido que… ¿Te asustan las arañas?

Desde que había empezado el vuelo apenas habían intercambiado algún que otro monosílabo, pero aquello empezaba a parecerse a una conversación. Bram pensó que al menos le había hecho una pregunta, burlona, desde luego, pero que requería una respuesta.

Mientras ella echaba una cabezada durante el vuelo, él había aprovechado la ocasión para observarla atentamente. Era posible que fuera lista, pero era una mujer, y todas las mujeres tenían su punto débil. Si quería conseguir que se abriera a él, que confiara en él, debía descubrir cuál era el de Flora.

De las tres hermanas Claibourne, ella era la que más se parecía a su padre. No podía decirse que fuera un buen comienzo para una chica. En ella, la nariz estaba a punto de ser un desastre. Menos mal que todos sus rasgos eran grandes. Tenía una boca generosa, de labios carnosos, que podría resultar peligrosa si decidiera maquillarse adecuadamente. Y sus ojos, aunque de un marrón un tanto desvaído, estaban muy bien enmarcados por unas pestañas largas y unas cejas delicadas.

Bram decidió que era un rostro de gran carácter. Entonces recordó a su formidable abuela reprendiéndolo cuando, siendo bastante más joven, rechazaba con desagrado a alguna chica por ser poco agraciada.

«Puede que su rostro no sea bonito, Bram, pero tiene carácter. Y también tiene una piel preciosa. Y no durará cuando el envoltorio de la caja de bombones haya perdido su encanto.»

Su abuela no había llegado a convencerlo del todo al respecto. Y aún seguía sin estar convencido, pero debía admitir que Flora Claibourne tenía una piel preciosa. Bajo la claridad de la luz, a tres mil metros de altura, le había parecido casi traslúcida, con algunas pecas dispersas que apenas habían sido visibles en la gris mañana londinense que habían dejado atrás.

También se había fijado en que, dormida, perdía la cautela que ocultaba tras su actitud agresiva. Pero ¿por qué se mostraba cautelosa? ¿Por él? Él no había hecho nada para despertar su recelo. Al menos, de momento.

Cuando había despertado se había vuelto a concentrar en su trabajo y él no había hecho nada por interrumpirla. Al contrario, se había leído su libro de principio a fin, y en aquellos momentos sabía más de lo que nunca habría imaginado sobre la historia del oro en África. Lo cierto era que el estilo ágil e intenso de Flora hacía que la lectura resultara muy amena.

En resumen, Flora Claibourne era agresivamente sosa, cautelosa y lista. Tenía todo lo que le desagradaba en una mujer.

Y, al parecer, tras haber hecho caso omiso de su presencia durante todo el vuelo, estaba aprovechando el momento del aterrizaje para meterse un poco con él. Era posible que no tuviera el estilo de sus hermanas, pero Bram empezaba a anticipar que lidiar con ella tampoco iba a ser tan fácil como había esperado.

Un estremecimiento de expectación lo recorrió. Una inesperada descarga de excitación. Hacía mucho que el resultado de la caza no parecía tan incierto. Y que las apuestas no eran tan altas.

Capítulo Dos

– ¿Y bien? -dijo Flora, que aún esperaba la respuesta de Bram-. ¿Te asustan? -¿Las arañas? Me aterrorizan -contestó él, que utilizó la larga pausa para dar autenticidad a su aparentemente reacia confesión. Según su experiencia, reconocer una debilidad era una táctica idónea para hacer aflorar el instinto protector que anidaba en toda mujer.

¿Por qué estropear una oportunidad tan perfecta de despertar la compasión de Flora diciendo la verdad?

Ella lo miró un momento, como decidiendo si creerlo o no.

– El avión se ha detenido -dijo finalmente.

Bram seguía sin saber lo que pensaba aquella mujer. Sobre nada. Para ocultar su desconcierto miró por la ventanilla los edificios de madera del aeropuerto, cubiertos de enredaderas.

– Creo que tienes razón -contestó, y se puso en pie para tomar sus bolsos y sus chaquetas del compartimento superior.

Una vaharada de aire caliente y olor a flores tropicales invadió el avión cuando se abrieron las puertas.

– Desde luego, esto supera con creces un día gris en Londres -dijo mientras avanzaban hacia la terminal.

– En Londres no hay serpientes -replicó Flora-. Ni arañas venenosas -sabía que Bram había mentido. O al menos lo sospechaba.

– Siempre tiene que haber alguna desventaja. No se puede tener todo.

– No, no se puede -el oficial de aduanas les hizo un gesto para que pasaran y sonrió-. Por ejemplo, tú no puedes tener Claibourne's.

Sorprendido por su inesperada mención del conflicto, Bram aún estaba buscando una respuesta adecuada cuando un hombre bajo y delgado, vestido con el tradicional sarong, se acercó a Flora e hizo una delicada inclinación antes de ofrecerle su mano.

– ¡Señorita Claibourne! Es un placer volver a tenerla con nosotros. Y ha sido muy amable por su parte venir hasta aquí para escribir sobre nuestro pequeño tesoro.

– El placer es mío, señor Myan. He leído algunos artículos en la prensa y estoy deseando ver personalmente lo que han encontrado -Flora se volvió hacia Bram-. Le presento a mi colega, Bram Gifford.

– Señor Gifford -el señor Myan ocultó su sorpresa con una pequeña inclinación de cabeza-. ¿Es usted experto en el mismo terreno que la señorita Claibourne?