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¿Qué le pasaba a aquella mujer? Bram no era ningún monstruo y estaba acostumbrado a gustar a las mujeres. Muchas de sus amigas eran mujeres. Aunque también debía admitir que muchas de sus antiguas novias preferirían verlo en el infierno; las que habían esperado que su relación fuera definitiva.

Tal vez Flora, sin tan siquiera disfrutar de la parte divertida, era de las que querían mandarlo al infierno. Bram tenía que admitir que era una mujer inteligente.

Le quitó los zapatos. Tenía los pies estrechos y alargados; elegantes, en opinión de Bram. En ellos descubrió una nueva sorpresa: Flora llevaba las uñas pintadas de azul. ¿Qué tipo de mujer se pintaría las uñas de los pies, que quedaban ocultas, y en cambio no se pintaría las de las manos?

¿Qué tipo de mujer se dejaría el cabello largo para recogérselo en desorden en lo alto de la cabeza?

Una mujer con pies bonitos y tobillos elegantes.

Bram dejó los zapatos junto a la cama y comenzó a quitarle la chaqueta. Estaba completamente arrugada, lo que demostraba que era de lino puro. Para ayudarse, se sentó en el borde de la cama e incorporó a Flora. Esta dejó caer la cabeza y su rostro quedó apoyado en el cuello de Bram. Él estaba seguro de que si llegaba a despertarse en aquellos momentos lo mataría. Con cuidado, consiguió quitarle la chaqueta y dejó caer esta al suelo, pero después de hacerlo, no se apresuró a soltar a Flora.

Si tenía que morir, prefería que hubiera una causa que lo justificara. Dejando la cabeza de Flora apoyada en su pecho, le retiró todas las horquillas y peinetas.

El cabello cayó desde lo alto de su cabeza, pesado y oscuro como chocolate espeso, cubriendo las manos de Bram y la espalda de Flora. Él lo sacudió para soltarlo, pasó los dedos por sus mechones de seda y, finalmente, dejó la cabeza de Flora sobre la almohada y se puso de pie.

No era la Bella Durmiente, pero se parecía mucho más a esta de lo que Bram había pensado al verla por primera vez en el asiento de la limusina, en la gris mañana de Londres.

Habiendo llegado a aquel punto de intimidad le pareció ridículo no atreverse a quitarle los pantalones. No tuvo dificultad en hacerlo y tampoco le costó darse cuenta de que sus bragas no eran sencillas y funcionales, sino de encaje negro y ajustadas como una segunda piel.

Tampoco le costó darse cuenta de que sus piernas hacían juego con sus tobillos.

Corrió las cortinas de gasa para librarla de molestos insectos y, cerrando a su espalda las puertas correderas que daban a la terraza, la dejó dormir.

Volvió a su desayuno. Tenía que reflexionar sobre el acertijo que representaba Flora Claibourne, la verdadera mujer que se ocultaba tras un disfraz de solterona intelectual a la que sólo le faltaban las gafas.

Unas gafas de cristales gruesos, a juego con las peinetas de carey.

Capítulo Tres

Flora se despertó con la cabeza abotargada y todo el cuerpo dolorido, como si tuviera resaca o hubiera pasado muchas horas sentada. De pronto recordó. Lo que sentía no era el efecto del alcohol sino el de estar sentada durante horas en un avión con Bram Gifford, trabajando continuamente para evitar hablar con él y para disimular la tensión que su presencia le causaba.

Flora creía haber superado sus problemas con hombres como Bram, atractivos y encantadores, pero parecía que se había engañado. En cuanto lo había visto entrar en el coche, una sensación de dolor y humillación la había golpeado con fuerza. También una oleada cálida y dulce de deseo.

No era justo culpar a Bram. Era un hombre duro y de carácter, y no fingía sentir interés por ella. Debía tratarlo mejor. Era lo menos que podía hacer por India.

Se incorporó y estiró los brazos. Pestañeó para librarse de una nebulosa que entorpecía su vista, pero se dio cuenta de que la causa de «la nebulosa» eran las cortinas de gasa que rodeaba» la cama.

Las abrió, se sentó y bebió con ansiedad de una botella de agua mineral que encontró en la mesilla de noche. Debía haber caído rendida, porque no recordaba ningún detalle del dormitorio. Tampoco era de extrañar, pues llevaba dos días sin tomarse un respiro. Lo extraño era haber sido capaz de llegar hasta la cama, desnudarse y quitarse todas las horquillas y peinetas, dejándolas ordenadamente sobre la mesilla. Todas las peinetas menos una. La buscó en vano entre su cabello, pero pensó que ya la encontraría más tarde.

La última vez que había hecho un viaje largo, se había quedado dormida sobre el ordenador. El resultado había sido una tortícolis que le duró una semana… y una horquilla atascada entre dos teclas del ordenador.

Si Bram la hubiera encontrado en ese estado… Era mejor no pensarlo. Ni pensar el ataque de nervios que le habría dado a India.

Se puso de pie e hizo varios estiramientos. ¿Qué quería Bram? La ponía nerviosa que fuera tan atento. Su actitud seria le resultaba poco creíble. Seguro que estaba riéndose de ella.

Flora se detuvo a pensar. Pero ¿por qué iba Bram a reírse de ella? El único motivo de que estuviera allí era Claibourne & Farraday, así que probablemente lo que le pasaba era que estaba aburrido, harto de perseguirla en lugar de estar en un complejo turístico de lujo, rodeado de mujeres hermosas ansiosas por flirtear.

Con ella, en cambio, Bram no había flirteado. En la experiencia de Flora, ni siquiera la falta de estímulo impedía que los hombres como él intentaran seducir a una mujer.

Si su madre estaba ocupada, lo intentaban con Flora. Aunque sólo fuera para poder aproximarse a su madre.

La mayoría de ellos no lo habían hecho con maldad. Tal vez sólo pretendían mostrarse atentos y ella, sin saberlo, diera muestras de estar muy necesitada de afecto.

Así lo percibían ellos, y estaban en lo cierto. Hasta que Flora descubrió que no toda las atenciones que le dedicaban eran buenas. Demasiado tarde. Pero había aprendido la lección.

Bram Gifford debía preguntarse cómo conseguiría hacerla reaccionar. Ni siquiera lo había conseguido asustándola con los insectos que podían encontrarse. Debía pensar de ella que era una aburrida, y esa idea la hizo sonreír.

Con una sonrisa en los labios, decidió darse una ducha y comer algo.

Veinte minutos más tarde volvió al dormitorio envuelta en un albornoz y con el cabello recogido en una toalla. Tomó su reloj de pulsera de la mesilla y vio que eran más de las tres. No era de extrañar que tuviera hambre.

Se encaminó hacia las puertas correderas y las abrió. Estaban en la costa este de la isla y la terraza ofrecía una sombra agradable, de la que Bram Gifford, acomodado en una hamaca, disfrutaba plenamente en ese momento.

Flora lo miró detenidamente. Tenía unas piernas magníficas de deportista. Piernas de jugador de tenis, no de futbolista, pensó. Era una especialista en clasificarlas. Su madre adoraba a los deportistas.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Bram, quitándose las gafas de sol y levantando la vista de un bestseller de suspense, una historia repleta de juicios y abogados de la que tal vez pretendía sacar alguna enseñanza.

Flora reprimió el impulso de volver corriendo a la seguridad de su dormitorio, pero se quitó la toalla de la cabeza y sacudió el cabello para dejarlo secar al sol.

– Sí, gracias -dijo, sacando un peine del bolsillo y comenzando a deslizarlo entre los nudos-. Aunque estoy hambrienta.

– Junto a la piscina hay un restaurante abierto todo el día. Lo he visto al ir a dar un paseo. La comida es buena. También hay una tienda -señaló el libro que leía-. Tiene los últimos éxitos de ventas, incluidos tus libros.